Era inevitable. Habían planeado el viaje desde hace un año largo. Pero Antonio detestaba el mar. En el avión, Marcela le reprochó la mala cara que ha hecho desde que salieron del apartamento. Vas a aburrir a las niñas, le dijo mientras se acomodaba en la silla que da al pasillo. La abuela, con silencio estoico, se sentó junto a la más pequeña y le hizo juegos para distraerla de la pesadez del yerno.

La llegada al hotel fue un viacrucis. Gritos, regaños, que no dejen sola a la pequeña, que dónde está Diana, que la abuela se deshidrata, que estos costeños le cobran más caro a los bogotanos. Cualquier cosa era motivo de pelea. Cuando Antonio reservó la habitación le habían dicho que era espaciosa, pero se encontró con un cuarto estrecho, de paredes curuba, un ventilador que se quejaba con cada vuelta y una ventana minúscula que apenas dejaba escuchar el mar. En el único cuarto, dos camarotes de hierro. Acomódense como se les dé la gana, dijo Antonio y salió en busca del bar.

Antonio volvió al cuarto en la mañana. Marcela ya había alistado a las niñas y la abuela esperaba sentada en una mecedora frente al televisor apagado. Nadie dijo nada. En el puerto los esperaba un lanchero cojo, con claras muestras de resaca y acompañado por dos muletas de madera. Antonio miró la maleta que llevaba Marcela, como indicándole que sacara su sombrero pero ella frunció el ceño y le dijo acá solo lo de las niñas. La abuela contemplaba con sonrisa lánguida el azul del mar.

El mar estaba picado. Marcela se agarraba como podía de las tablas de la lancha mientras que Diana y la pequeña se sentían como en una nave espacial que las llevaba hacia lo desconocido. Antonio buscó en sus bolsillos la cámara fotográfica y vio que apenas quedaban dos fotos. Quería gritarle a las olas su mala suerte pero prefirió pedirle al gringo que iba en la proa de la lancha que les tomara la consabida foto familiar. Marcela le hizo reclamo por el comentario mientras la abuela, a estribor junto al lanchero, se acomodaba el sombrero para salir elegante. Antonio se desentendió de la cámara y de su familia y se quedó mirando la espuma sobre las olas que pegaban contra la lancha, recordando sus tiempos de soltero, cuando podía elegir su destino, lejos, muy lejos del mar.

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