La noche en que Maluca besó a Velasco, casi pierdo la mano. Franco y yo escapamos del Bar La Golosa a pie, borrachos, con los tragos aún frescos en la boca. A una docena de metros tropecé. Mi cuerpo rodó y sentí la dureza del pavimento. La botella de ron blanco que llevaba en la mano explotó con un chillido único y desesperado. Sentí una humedad tibia sobre la textura de la calle. A mi lado, el charco de ron y cristal se escurría por la canaleta. De mi boca salió una risa tonta, una burla a la torpeza de los pies y el corazón. No sé si me reía para llorar sin vergüenza. Franco ofreció el brazo para levantarme del suelo. Al acercarse, abrió mucho los ojos y murmuró una mala palabra. Turbado por el rostro y la expresión de espanto, corté la risa y me levanté. Caminé hasta el poste del tendido eléctrico más cercano. El farol iluminó la sangre que brotaba de la palma derecha de mi mano. Franco corrió a mi lado y, de un tirón, rasgó la manga de mi camisa y con ella presionó sobre la herida. La mancha carmesí crecía y rezumaba sobre la tela. Algunas gotas caían sobre los pantalones; trozos de vidrio titilaban bajo la luz del farol. Una noche de junio con estrellas, pensé, mientras Franco apretaba el torniquete para contener la hemorragia. Me recosté sobre el poste, caí sentado al suelo y cerré los ojos. La risa y la sangre se mezclaron con las ganas de llorar.

Mi amigo llamó un taxi. Tumbados, bajo la luz del farol, nos sentimos náufragos de la oscuridad. Una brisa cálida y húmeda anunciaba la fecundidad del verano. Eran las diez de la noche del jueves. Un bocinazo nos arrebató la complicidad del silencio.

El vehículo arribó a tiempo, pero el conductor no quería llevarnos por la herida y por borrachos. Discutimos un rato y luego llegamos a un acuerdo. Franco rasgó la otra manga para envolver la mano ensangrentada y no ensuciar el interior del automóvil. La camisa estaba arruinada; rota y tiznada de manchas rojas. Lo acabo de lavar, se excusó el chofer, mientras hundía el pedal del acelerador. Nos dejó en la sala de emergencias del Padre Billini, el dispensario más cercano. Franco me ayudó a salir del vehículo. Al cruzar el umbral de la puerta, una de las enfermeras nos socorrió y llamó al doctor residente. En pocos minutos, la joven restañó la hemorragia y desinfectó toda el área. La herida cruzaba toda la palma derecha. Los cristales brillaban aún bajo la luz fluorescente. No sentía dolor: contemplaba la piel rota, las chispitas de cristal y la carne expuesta, como si fuese la mano de otra persona. Miré la ropa manchada y pensé que tendría que conseguir una camisa buena para mi próximo cumpleaños. Me gustaba el diseño: de algodón, blanca, mangas largas y con cuello y puños azules. Eran las once de la noche y quería regresar a casa.

Franco me apoyó en todo momento. Explicó que había tropezado en la oscuridad, y calló cuando nos preguntaron si habíamos bebido alcohol, aunque era obvio. El doctor residente abrió de golpe la puerta; estaba molesto y despeinado. Nos contempló con ojos duros, como el pavimento. Percibí que me despreciaba con la mirada. De seguro pensaba que era otro borracho más, otro hijo de papi y mami que bebía irresponsablemente. Saqué pecho, escondí la panza y devolví la mirada con el poco orgullo que me quedaba. La presentación fue escueta. Soy el doctor Olivares, saludó y se sentó al lado de la camilla. Solícita, la enfermera le entregó la ficha con mi nombre: Adalberto Alemán. El médico hizo un gesto a la practicante para que se acercara mientras prendía mi mano y la examinaba con una linternilla. Como si no estuviese allí le explicó que era un chico con mucha suerte; los trozos de vidrio no habían cortado nervios ni tendones. Con terapia y disciplina podría recuperar casi toda la movilidad previa al accidente. La joven le entregó una jeringa, hilo y aguja. El doctor me indicó que iba a sentir un pequeño pinchazo y que luego no sentiría nada. Olivares hurgaba dentro del surco; extraía los cristales y los colocaba en un recipiente plateado. Cada docena de segundos, los vidrios caían sobre el metal.

La herida precisó unos veinte puntos. El doctor me indicó que la mitad de ellos eran internos y que mi cuerpo los absorbería; el resto, los tendría que sacar a los cinco días y mantener el área desinfectada. Al concluir, vendó la mano, y me entregó una receta para un desinfectante, un antibiótico y un analgésico. Salió sin despedirse y nos dejó con la enfermera. Ella nos sonrió y nos dijo muy amena, todo saldrá bien. Asentí y quise sonreír con ella, pero me faltaban las ganas. Cruzamos el pasillo y nos sentamos en los bancos, casi en frente de la cafetería y el pabellón de entrada.

Franco pidió otro taxi. En unos minutos, me ayudó a subir al coche y me aconsejó durante el camino. El taxista reía inoportunamente. Intuía que todo era un lío de faldas, y salpicaba nuestra conversación con el eco de una risita burlona. Al llegar a mi casa, Franco me ayudó a salir del vehículo y me encaminó hasta la puerta de mi hogar. “Adalberto –me exhortó–: conozco a Maluca y a Velasco desde chiquitos y esos son amores viejos. Deja eso; lo de ustedes no pasa de cuernos”. La última oración la dijo lentamente, clavándome los ojos, casi penetrando mi cabeza. Agradecí el gesto y le repliqué la mirada, tal y como lo había hecho con el doctor. Franco asintió y levantó el brazo para despedirse antes de subirse al taxi. Con la mano buena, abrí con sigilo la puerta.

Mis padres estaban dormidos y no me escucharon al entrar. Ya era la medianoche. Avancé por el pasillo en penumbra y entré a mi cuarto. Estaba fatigado. Me quité el resto de la camisa, el pantalón y los zapatos y me tumbé sobre la cama. Toda la ropa tenía un hedor a ron y colillas. Contemplé la venda y sentí las cosquillas que me hacían los puntos al rozar la herida. Pensé que así debían sentirse las camisas también, cuando las remiendan. Pasados unos minutos, el sueño me venció.

En la mañana, una chispita de luz me despertó. Las cosquillas de los puntos desaparecieron y quedó en mi mano un dolor frío, como si apretase uno de los acericos de mi madre. Durante el desayuno, frente a mi familia, me costó explicarme; repetí que había tropezado; mencioné a Franco varías veces y guardé silencio cuando mi padre preguntó si había ingerido alcohol. Mi madre besó el rosario en su cuello y luego me abrazó fuerte. Ay, mi hijo, me dijo al oído. Mi padre no me hizo mucho caso y salió al trabajo sin decir nada. Al menos pudimos desayunar sin mayores contratiempos. Regresé a mi cuarto. Estaba amodorrado y necesitaba descansar.

Me costó vestirme. Mi otra mano apenas podía consigo y fallaba con los botones de la ropa, o perdía el peine o el cepillo de dientes. A pesar del retraso, pude visitar la farmacia, comprar las medicinas y regresar a casa. Sin pensar, apreté la manija de la puerta y grité. Sentí que cada una de las agujas del acerico invisible se hundían más en la carne. Pequeñas gotas rojas colorearon el esparadrapo. Sentí que todo se agolpaba en mi mente: el beso de Maluca, la mirada de Franco y el doctor, la indiferencia de mi padre. Hacía tiempo que había olvidado las ganas de llorar. Ahora quería, pero mis ojos eran orgullosos y tercos.

Mi madre entró a mi habitación; me ayudó a arreglar la cama y tomó la camisa. La miró detenidamente, con aire de sabuesa. No creo que sirva para tu cumple, me dijo, pero la tela es buena. De aquí saco buenos remiendos, acotó. Cerró la puerta y me dejó descansar. Acostado en mi lecho, recordé a Maluca y el beso a Velasco. Ella le mordía los labios y él se dejaba comer la boca. El alcohol se mezcló con una rabia de celos; una furia desconocida para mí. Quise luchar, desahogarme, armar un escándalo, pero Franco estaba allí. Apretó mis puños y me arrebató del bar a tomar un poco de aire fresco. Armados con una botella de ron blanco nos enfrentamos a la oscuridad de la madrugada. Ya empezaba el verano y no tenía novia ni dinero. Mis pocos ahorros los había gastado en el regalo para Maluca. Le compré unos zarcillos con cristales de Swarovski. Ella suspiró al verlos en una tienda. Sin pensarlo, se los regalé y los llevaba puestos desde entonces. Recordé también el primer encuentro con ella. Fue visceral. Apenas nos vimos sentimos que estábamos hechos el uno para el otro. No creía en almas gemelas hasta que conocí a Maluca. En unas pocas horas ya le apretaba los pechos y le besaba el ombligo. Me dijo que su nombre es María Ramona y que en su casa le dicen La Mara. Con una caricia en los labios la bauticé y le dije Maluca. Ella cerró los ojos y asintió. Andábamos a escondidas, salíamos de las clases y nos besábamos debajo de la escalera o en el patio español: siempre rápido e intenso, con ganas de más. Dejé de verla unos días hasta el episodio en La Golosa. Pensé que estos amores nunca duran mucho, apenas sobreviven unos segundos como fuegos pirotécnicos en medio de la noche: suben, explotan y brillan y no queda de ellos más que un tubo de cartón y un chiquillo con ojos asombrados.

Tomé el móvil y la llamé. El aparato repicó unas siete veces. Pensé que estaría llena de vergüenza y que rogaría perdón. Un tono antes de entrar la contestadora, respondió: “Aquí no vive ningún Ramírez; marque otra vez, está equivocado”. Grité su nombre varias veces y colgó. Intenté de nuevo y esta vez no dijo nada; se quedó callada mientras le reclamaba. Después de unos segundos la escuché llorar, con la mano sobre el auricular hasta que cortó la llamada. Llamé tres, cuatro veces más hasta que la contestadora respondía de inmediato. Le dejé varios mensajes, apremiándola, criticándola, burlándome de Velasco y ese beso fatal. Le rogué que volviera o que me devolviera los zarcillos que le había regalado. A los cinco minutos, recibí un mensaje de texto: “lo que se da no se quita”. Derrotado, perdí la noción del tiempo. Pasarían varias horas.

El resto del viernes lo pasé en mi cuarto, deprimido, con una comezón persistente en el surco de la mano, aburriéndome de las tonterías de la televisión. Siguiendo las instrucciones del doctor, limpiaba la herida y aplicaba las cremas para el dolor y la asepsia. Ya caía la tarde y quedaba muy poco de la luz del día. A las nueve de la noche me venció el sueño.

El sábado en la mañana, deambulando por la casa, encontré a mi madre con la camisa y unas tijeras en la mano. Después de dos días a base de limón, sal y luz solar había logrado limpiar todas las manchas de sangre del cuerpo de la camisa. Ahora, recortaba tiras y retazos para preparar remiendos. Sentí una pena terrible, pues me gustaba la prenda, pero éste era el mejor fin que podía tener. Tomó una de mis camisas desgastadas por el uso y encontró una que le gustó para que la usara en mi cumpleaños. Con los remiendos, arregló un hoyo en el cuello y luego zurció parte de la manga izquierda. ¡Te quedará bella para tu cumpleaños! —anunció.

A los cinco días, el martes, visité la clínica para retirar los puntos. Aún en la sala de espera rumiaba entre recuerdos y leía las revistas olvidadas y polvorientas. La enfermera mencionó mi nombre y pasé al consultorio.

Haz un puño, ordenó el doctor. Apreté lentamente cada dedo. Quería cerrar la mano, pero la extremidad quedaba inamovible, con las falanges rígidas. Esquirlas invisibles se hundían en la carne: la herida sangraba aún. El médico escudriñó el surco con una linternilla. Los puntos no cierran, comentó. Tenemos un problema. Necesitaremos una mecha. ¿Mecha? —pregunté. Asintió. Hasta que no saquemos todos los vidrios no cicatrizarás, explicó. No te preocupes, es como un remiendo. Tragué en seco. El internista se levantó de la silla y rebuscó en varias gavetas. En unos minutos armó un cilindro de gasa estéril y aplicó un anestésico tópico. Cortó varias suturas, introdujo la mecha, y la aseguró con un apósito. Debía regresar al día siguiente, sin falta. Esa noche, en casa, sentí que la mano palpitaba como si fuese otro corazón. El sueño y el cansancio se conjugaban en una sensación desagradable. Apenas pude dormir.

Al otro día, a primera hora estaba de regreso en el hospital. La enfermera me llamó. Arrastré los pies hasta el consultorio del doctor. En unos minutos, contemplaba como la asistente quitaba el esparadrapo manchado y limpiaba la herida con alcohol y un anestésico. El médico tomó unas pinzas y hurgó dentro del surco. ¡Aquí está! —Indicó. La pinza sostenía la mecha roja. Olivares la dejó caer sobre una bacinilla. El cilindro estaba recubierto de numerosos puntitos brillantes. El doctor suturó. Me recomendó varias alternativas para la terapia. Escribió algunas indicaciones en una hoja de receta y me dio varias tarjetas de contacto. Ya verás que en unos pocos meses podrás cerrar la mano, acotó. Intenté hacer un puño: los dedos estaban rígidos aún; apenas pude moverlos, pero ya no mordían las esquirlas, dentro, en la carne. El doctor me indicó que quedarían algunos vidrios pequeños, pero que el cuerpo los expulsaría naturalmente. Con terapia y tiempo, podría recuperar casi todas mis facultades. Regresé a mi casa.

En mi cuarto, la canícula del verano me atosigaba. Sudaba, pero ya el esparadrapo no tarascaba la mano. No tenía mucho qué hacer y estudiaba la sutura. Me deshice de la venda y enfrenté la herida. Encontré un rayo de sol que entraba por la ventana e iluminé la zona afectada. Algunas chispitas de cristal relucieron ante el haz de luz. Busqué las pinzas que usaba mi madre y las calenté sobre la hornilla de la estufa. Regresé a la luz y recorrí lentamente la piel hasta que una arista o un diente filoso señalaban el lugar. Raspé la epidermis y rescaté varios trozos de vidrio de la botella de ron. Guardé las últimas chispitas en una cajita de fósforos, como si fuesen diamantes rescatados de una trinchera de las grandes guerras. En unos meses, para mi cumpleaños, tendría una cicatriz y una camisa bella; las chicas se acercarían a preguntarme y les contaría una gran historia para enamorarlas. Pronto, tendría novia y Maluca estaría muerta de celos.

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