Restos de una infancia mal curada

Restos de una infancia mal curada

Ignacio C. Sierra

21/02/2019

Aquella noche él llega a casa temprano, inesperado, inconveniente. Al oírlo le tiembla el corazón. Lo imagina girando su llavero de cuero roído en la cerradura, dejando su gabardina ocre en el perchero de la entrada, un perchero que ya estaba allí cuando firmaron la hipoteca y que quizá también estaba allí antes del anterior inquilino, y del anterior, y del anterior a él. Lo imagina dejando el paraguas escurriendo lluvia en el paragüero ya oxidado, y mientras lo imagina esconde apresuradamente en el armario aquella tarde de fantasías. Para cuando él llega al dormitorio, si se fijase en ella, la miedosa mirada de soslayo podría incriminarla, pero eso hoy tampoco ocurrirá.

Él le pregunta por su tarde de miércoles mientras las suelas llenas de barro chirrían al deslizarse debajo de la cama, y ella tarda unos segundos en conseguir mentirle, en decirle que vaya, que de miércoles. Lo hace mal, porque le dice que había quedado a tomar un café con Mauri, jamás digas un nombre cuando mientas, pero aquella tarde su cabeza se había llenado tanto de ella que no pudo mantenerla dentro, quieta, al fondo, como al fondo está su foto en la caja en el armario. Instantánea de fotomatón, máquinas que los hijos que no tendrán jamás conocerán, que por cien pesetas criogenizaban fotones, olores a colonia de frutas y besos inocentes al cincuenta por ciento.

Su voz cabalga en la duda, pero él no lo advierte. Se esfuerza para no decirle que ordenando se había reencontrado en aquella caja con pulseras descoloridas, cartas escritas a mano con bolígrafos bic rojos y verdes, íes con corazones en lugar de puntos, papelillos arrugados con la letra más pequeña jamás escrita resumiendo Platón, Descartes, Hume, Kant, todo sumergido en la nicotina despedida por su primera cajetilla, encerrada en esa caja por décadas.

Por unos segundos se hace el silencio. Lo rompe el seco chasquido del interruptor de la lámpara de noche y un primer crujido del colchón. Se amontonan con desidia, prendas en el suelo, otra noche más. Al rato, otro chasquido del interruptor antes de que un grifo corra, un inodoro se vacíe y pasen páginas de un libro.

No, no recojas la ropa. Me levantaré pronto, ya lo haré yo, y te saco la de mañana.

No, no quiero que abras el armario. No, realmente no sé si quiero que abras el armario. Déjalo así, cerrado, y que todo siga igual. Que nuestro matrimonio siga como el gato de Schrödinger, quizá vivo o quizá, sólo quizá, muerto. Pero eso no es pronunciado, sólo se escucha en su cabeza y en la caja con olor a Ducados bajo la maleta. Él no la echa en falta, siempre vacía sobre el armario, ahora sobre la caja, con siete bragas y sujetadores, tres blusas, dos pantalones, ciento doce euros y cincuenta céntimos, un tríptico de Renfe, ya anticuado, pero ella no lo sabe, un cargador del móvil, un frasco de colonia casi vacío, un pintalabios, una carta con promesas escritas en papel ya amarillento y otra sin acabar, encima de la maleta, llena de desidias amontonadas.

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