Años han pasado desde el último día en que vi brillar el sol, la luna y las estrellas de un modo único e inolvidable. Recuerdo aquel momento en que las contrariedades de la vida me acercaron hasta el lugar menos esperado.

Cuando todo parecía haberse perdido, ahogado en un mar de recuerdos y nostalgias, cuando la tibieza empezaba a ser hielo y la soledad el maná en medio del desierto, un espejismo de verdad se vislumbra a lo lejos; dando fuerzas y esperanza a levantar la armadura, caminar soportando su peso y, lleno de esperanza en aquel oasis, ponerse en marcha como hacia una nueva batalla.

Aturdido por los miedos, las heridas y el calor de la armadura, el camino era difícil; a pocos metros de aquel oasis la sensación de felicidad era inmensa: luego de años la vida volvía a tener color, el corazón se llenaba de ilusiones y sueños compartidos, cada palabra era gota de agua que caía para refrescar y atenuar mi sed; aquel desierto se había transformado en un precioso jardín, cuya más valiosa flor era la que alimentaba mi alma, curaba mis heridas con el ungüento de su mirada, eliminaba mis miedos con las palmas de sus manos, reforzaba mi lucha con sus brazos y llenaba de esperanza mi alma con su sabiduría juvenil.

Pasaron segundos, aquella presencia, metro a metro, se iba confundiendo en mi mirada y, al acercarme lentamente, comenzaba a verse que aquello no era más que un tronco seco y ahuecado, sin vida que lo rodeara; a pasos un cráneo disecado por el sol. Allí comprendí que era sólo una apariencia de verdad, de amor, de justicia; aquello no era más que un espejismo.

Me senté, tirando mi armadura en aquella arena, saciando mi sed con las mismas lágrimas que surgían de la desesperación y la decepción; volviendo a tender mi armadura como único hogar, mi espada como única compañía.

Fue esa noche en que, luego de muchos años allí, después de aquel espejismo, miré el cielo de una forma distinta, el arte plasmado por las estrellas, la perfecta armonía que encierran, la luz tenue de la luna que cuidaba de mí, aquella pequeña brisa que resurgía en pocos segundos para alivio del alma. Había comprendido que en la oscuridad también se da la vida; era allí cuando salían de aquel tronco viejo pequeños insectos a disfrutar de la cálida noche, todos unidos logrando comprender que la noche era mejor que aquellos espejismos.

Pasadas las horas resurgía, como saliendo del abismo, el señor del día con su brillo único, marcando el paso de las horas, minutos y segundos; no quedaba otra que levantarse y emprender un camino, al menos en busca de un nuevo espejismo.

Y pasaron los años, caminando en aquel desierto, entre espejismos de verdad, justicia y amor. De repente, mirando a lo lejos, luego de tiempo caminando con la frente baja, las fuerzas agotadas, la esperanza silenciada y el corazón lleno de nostalgia, miro hacia delante y vislumbro un paisaje pequeño, sencillo, pero que demostraba tener vida.

Cargado de la desilusión de haber sido presa de aquel espejismo, mi desconfianza había crecido, calcé la armadura con fuerzas, ubique la espada en la saya y comencé a caminar sin fuerzas, dispuesto a presentar batalla al mismo sol si aquello no era más que una apariencia.

Paso a paso mis fuerzas se iban apagando, la distancia se alargaba, llegar era imposible, el sol silenciaba su brillo, la noche ya no era calma sino una tempestad de recuerdos, la soledad la sangre que corría por mis venas. Caí rendido ante la noche, entregado a ser presa de su oscuridad y, al salir nuevamente el sol, emprendí los últimos pasos; caminé seguro pero con miedos, cansado pero con la última gota de esperanza; paso a paso, lentamente, sintiendo cada vez más el peso y calor de la armadura.

Sin darme cuenta, por caminar mirando sólo hacia abajo, choco mi pie con una pequeña piedra brillante que distrae mi mirada, hace que mis ojos se levanten y contemplen que, a sólo metros de mí, ya no había espejismos sino un Paraíso de verdad, justicia y paz.

Corrí presuroso, sacando fuerzas que no tenía, arroje la espada y mi rostro se zambulló en aquella pequeña laguna rodeada de algunos arbustos. Sentí paz, alivio; ¡había descubierto el alivio a mi alma y no era una apariencia!, ¡Era de verdad! Me dejé tomar por aquel paraíso en medio de mi desierto, me dejé llenar por su frescura, por su agua dulce, por el danzar suave de los arbustos, deje aprisionarme por su vida, por su belleza. Me quedé allí, sin darme cuenta que mi armadura había quedado fuera de aquel paisaje y, junto a ella, la nostalgia de un espejismo pasado.

Comprendí que el tiempo era aquella travesía que te lleva al desierto y habla al corazón; que conduce al paraíso real sin buscarlo; que mantiene la esperanza encendida a pesar de las decepciones, sueños rotos, ilusiones apagadas, momentos de espejismos. Comprendí que la nostalgia era el alimento que impulsaba a seguir caminando para no ser más prisionero de su dolor; que sólo podía ser tomado por aquellos que no encuentran palabras para expresar lo que es ser salvado, tomado, rescatado, hecho nuevo.

Sólo allí, en aquel paraíso, al levantar la mirada, descubrí que aquel Paraíso, aquella paz, verdad y amor, eran sus miradas, sus palabras, su paciencia, sus manos que levantaban mi esperanza; descubrí que aquellos espejismos eran anticipo de su presencia única; que la vida es ir caminando entre espejismos que preparan el corazón para aquel encuentro con el que cambiará nuestra historia; que cambió mi vida, me hizo nuevo y, hoy, al mirar atrás puedo decir que amo los espejismos, porque me prepararon a recibir esa mirada y el ungüento a mi dolor, con el corazón dispuesto a no volver a atravesar desiertos, porque en aquel Paraíso de sus ojos, de su alma, encontré la vida nueva que ella creó.

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