Aquel insólito individuo vestido de negro cerró la puerta del coche sin reparar en nada más. Antes de meterse en la boca un par de mentolados apuró el contenido de la botella y después la arrojó tan lejos como pudo, estrellándola contra la pared de la farmacia.

 Le gustaba beber, algo que puede llegar a ser un problema como otro cualquiera. Ni se sentía orgulloso ni pediría disculpas por ello.

 La noche cobijaba cuatro gatos en el interior de cuatro vehículos difuminados bajo el fuerte aguacero. Cuatro habitáculos rodantes con historias diferentes; cuatro vidas esperando con ansia la luz verde del semáforo.

 Llovía a mares, cualquier podría pensar en la rabia del cielo desparramándose sobre aquella tierra de herejes. Incluso los más aprensivos interpretarían en tan adversa climatología algo así como el preámbulo al fin de los tiempos.

 Cada gota parecía traer una lupa de serie con la cual observaba impávido los detalles más inconfesables de cada hijo de vecino. Pero siendo realistas y no tan fatalistas lo que había era lo que podíase ver, sin sorpresas, sin nada más. Otra dura noche de invierno como tantas ¿o no era así?…

 Baterías interminables de relámpagos enfilaban el cielo cerrado y espeso, liberando destellos de tal magnitud que iluminaban la calle, empujando las sombras de los bajos hasta los callejones.

 No se preocupó en aparcar correctamente. Plantado de pie aquel inquietante personaje oteaba el edificio que tenía enfrente. Se puso el periódico a modo de improvisado paraguas y echó a correr hacia allí.

 Alcanzó el portal más empapado que un perro callejero. Se deshizo del faro y miró a un lado y después al otro. Mataría por una copa de Bourbon, no por nada especial, sólo para entrar en calor. La distancia era insignificante, cruzar la carretera y ya; sin embargo aquel diluvio y el viento dificultaban moverse con soltura. Y no llegaban tan adversas condiciones que se les unía el frío, cortante cuan escalpelo.

 Abrió la puerta metálica del inmueble y comenzó a subir escaleras. Descartó usar el ascensor. Mientras ascendía iba sacudiendo la chaqueta por encima de los hombros y los pantalones, todo pegado a su cuerpo como guantes de cirujano.

 Allí la tranquilidad reinaba ordenada, inconmovible ante la que estaba cayendo afuera. Él era perfectamente sabedor; conocía cosas que los demás ni podrían imaginar y de hacerlo terminarían internados en un manicomio. Limpió el agua del reloj para ver la hora; pasaban un par de minutos de las cuatro de la madrugada.

 Llegó al tercero, la puerta del apartamento estaba entornada y de eso también estaba al corriente. Susurró un puñado de palabras y entró, cerrándola tras él. Prendió las luces como si estuviese en su casa. Lo próximo tirar para el cuarto de baño a secarse; cuanto menos cara y manos. Después buscó algo de beber, cuanta más graduación mejor. Bebió de la primera botella que encontró. Lo hizo sin control ni medida de lo que debe entenderse por moderación y para rematar se llevó a la boca otro puñado de mentolados. La sala de estar mostraba señales de lucha; algunos objetos tirados por el suelo y otros rotos en pedazos.

 Arrellanado en el sillón, frente al televisor, el cadáver del niño al que diera muerte. Yacía atado de pies y manos, con una bolsa de plástico en la cabeza. Aquel hombre alto, ataviado íntegramente de negro, hiciera buen trabajo con aquel pequeño bastardo. A su salud echó otro trago, escupiéndole los mentolados.

 Lo observaba detenidamente, pareciéndole más nauseabundo muerto que vivo. Habíale costado dios y ayuda reducirlo, amordazarlo y finalmente acabar con él. El puerco habíase orinado encima ¿antes, durante o después de meterse en faena?… bueno, carecía de importancia.

 El chico se llamaba Patricio y rondaría los ocho años. Cada vez que llevaba la botella a la boca lo observaba con desprecio. Estaba muerto, bien muerto y así debía ser, ¡uno menos!

 Dicen aquellos que saben de él que es todo un especialista en el arte de la tortura. Y disfrutó torturando aquel trozo inmaduro de carne, sin inmutarse lo más mínimo. Lo martirizó durante tiempo antes de darle muerte. Y bebió a su salud una vez hecho.

Dicen los mismos que saben de él que es especialmente hábil con los cuchillos. Posee al menos una docena; cada uno forjado para una determinada labor. Tanto rajan como deshuesan y siempre cumplen. Realizan una labor imprescindible, siempre afilados, oliendo sus hojas a carne y muerte.

 Aquel maldito apestado de ocho primaveras no merecía vivir y para eso estaba él, para poner punto y final a tan prescindible existencia. De pie, parado, malamente seco y con el cuerpo entumecido contemplaba su obra; una de muchas. Había pensado firmarla, se le pasó por la cabeza, pero entonces la cosa adquiriría tintes personales y él era ante todo un profesional en lo suyo.

 En una de las habitaciones estaba la canguro, inconsciente. Era una joven delgada y risueña. Probablemente ganase dinero extra velando niños, tal vez para pagarse la carrera o quizás para ayudar en casa. No le hizo más daño del necesario, pronto despertaría sin recordar nada de lo sucedido. Otra cosa sería cómo explicar lo que allí aconteció…

 Aquel turbador caballero negro escuchaba golpear la lluvia, hipnotizado por su magia. Era como si intentase oír qué le decían al oído todas y cada una de las mismas. La violencia del diluvio era tal que lavaba los tejados a presión, quitándoles en pocos minutos la mugre acumulada por años.

 Descorrió las cortinas imprudentemente empero necesitaba ver los relámpagos batiéndose en duelo. De vez en cuando alguno prendía la noche de tal forma que iluminaba fugazmente el cadáver. La cabeza caía a un costado, atrapada dentro de una bolsa de plástico transparente.

 Cuanto más lo observaba más ganas le entraban de sacudirle como a un saco de boxeo. Echó otro trago y se le pasó enseguida. A base de beber habíase calentado por dentro, lo de fuera no lo había arreglado ni su visita al baño ni las toallas usadas.

 Para tan pequeño cuerpo menuda resistencia. Cargárselo fuera de todo menos sencillo. Ciertamente se resistió hasta el final, vendiendo cara su miserable vida. Volvió a ver el reloj, eran casi las cinco de la madrugada. Debían estar al caer y así fue…

 Escuchó la puerta del ascensor y risas tontas acercándose. Apagó la luz, supo sin verlos que eran los padres del mocoso. En casa les aguardaba la noche más funesta de sus vidas y él era el único responsable…

 El matrimonio abrió apresuradamente para terminar la fiesta en casa. Buscaron calor besándose y dándose arrumacos antes de prender la luz… Se escuchó un grito desgarrador. El primero de muchos que no hallarían consuelo.

 Aquel hombre misterioso vestido de negro llevó con sus manos el cabello hacia atrás buscando despejar la cara. Respiró hondo, sintiendo lástima por ellos. Y allí volvía a estar, bajo la lluvia, apoyado contra el coche y clavando sus pupilas en el piso de los gritos.

 Aguantaba estoicamente el chaparrón que no menguaba. El fuerte viento agitaba sus negros, largos y mojados cabellos. Buscó en la guantera otra botella pero no hubo suerte…

 Algunos dicen haberlo visto: “el visitante”, así lo llaman. Sólo en noches de tormenta y fuertes aguaceros. También afirman que su oficio es cazar demonios y que lleva haciéndolo siglos. No se sabe de dónde viene ni quién lo envía pero ahí está aferrado a su inseparable botella y a los caramelos mentolados.

 Purgan el mal oculto en fundas humanas que también son destruidas en el proceso. Un mal menor por un bien mayor. Necesitaba un trago, quizás hubiese algún bar abierto a esas horas. Al fondo se escuchaban sirenas…

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