Emilia iba en la parte trasera del coche, cuando el ambiente se hizo tenso, ya no parecía real. No comprendía porque tenía esa sensación, hasta que empezó a escuchar disparos. Una bala dio en su muslo, ella podía ver la sangre que se desbordaba, incluso el agujero que había dejado en su piel. No hubo lugar para el dolor, cuando otra bala traspasó su garganta. Inmediatamente, sintió que su alma ascendía, con una lentitud armónica.

Aunque estaba aliviada por no sentir dolor, se sentía profundamente consternada. Pensaba que quería despedirse de París, caminar por sus calles bohemias una vez más.

Fue entonces cuando escuchó una voz, le explicó que le daría un poco más de tiempo. Ante los ojos humanos parecería viva, aunque en realidad no lo estuviera. Pero el tiempo expiraba, ya que después de que en su cuerpo se gestara la podredumbre, tendría que ir al lugar incierto que es la muerte.

Despertó en su habitación, caminó confusa, cuando llegó su padre. La miraba con expresión de angustia y alegria al tiempo. – Casi que no despiertas. ¿Cómo te sientes? – La abrazó muy fuerte, pero la miraba como si no la reconociera, o tal vez era ella quien no se reconocía en sus ojos. Emilia le dijo que tenía que ir a París, a lo que él se negó por ser peligroso para su salud.

Ella tenía afán, entró de nuevo a su habitación, para tener tiempo de pensar en cómo escapar de su propia casa. Al poco tiempo llegó Martín.

Se acercó a sentir sus labios, aunque ya no tenía corazón que se encabritara con sus besos, ni química que enloqueciera su cerebro, no tenía terminaciones nerviosas que se sonrojaran con una caricia. Sin embargo, supo que no tenía que tocarla si quiera, porque aunque las sensaciones que recordaba no se hicieron presentes, una mucho más fuerte tomo su lugar. Era como esa sensación que se estanca en el pecho cuando quieres llorar de emoción y no puedes parar de sonreír, combinada con unas ganas infinitas de correr, volar, de soñar.

Cuando lo miraba, sentía que sus ojos tenían un brillo diferente, como si el ego le hubiera quitado un peso de encima, hasta que recordó que tenía que despedirse de París.

Después de ese momento, que se le había expresado como la mayor intimidad, la que existe cuando tu cuerpo yace muerto y tu alma vibra, decidió que tenía que decirle la verdad, debía contarle que ella estaba muerta. Así lo hizo, Martín la miraba atónito, envuelto en su extrañeza, sintió también la irrealidad de ella, no pudo negar su convicción de estar muerta. No supo que hacer, sabía que el trauma del accidente podía haberla dejado mal.

Emilia seguía hablando, contándole que era lógico que su padre no le ayudaría a ir a París, además la estaban buscando para matarla (Los que creían que aún estaba viva), por lo cual iba a ser muy complicado llegar hasta el otro continente. Martin intentó impedírselo, tratando de ser sutil, mientras pensaba la manera de ayudarla.

Esto era algo que necesitaba hacer, iría sola. Sentía que lo que quedaba de su corazón iba muriendo, como si le estuvieran arrancando de a poco los sentimientos, el encuentro con Martín, en unos cuantos segundos perdió toda emoción, y se convirtió en arrancar de emociones, de cuerpo, de vida. Un vacío carente de angustia se apodero de ella. Sintió como se secaba su lagrimal así como las comisuras que en algún tiempo podían dibujar su sonrisa. Reservaría los rezagos de sus emociones para París.

Le dijo a Martin que necesitaba estar sola. Inmediatamente se fue se dispuso a salir de su casa con sigilo y en tiempo record.

Se concentraba en escuchar los latidos de su corazón, pero no lo lograba. Pero aún le quedaba algo de vida, ese algo llamado esperanza, que la hacía pensar que encontraría su última emoción en París.

Se encontraba mirando el vuelo más cercano, pensando en lo irónico que es que los fantasmas tengan que viajar en avión, cuando apareció allí su padre, evidentemente Martín le había dicho que ella no se encontraba bien, y que tenía una “loca” idea de ir a París.

Antonio parecía asustado con la mirada de Emilia, era una frialdad inestable, de esas que te hacen pensar que en cualquier momento romperán en llanto. Él siempre había accedido a todos los caprichos de su hija, y aunque creía que este sería la excepción y llegó para llevársela a casa con toda la determinación, finalmente terminó cediendo ante unas cuantas palabras de ella. Iría con ella.

Y llegó el anhelado momento, el que esperaba casi con desesperación, donde se centraba el final de su vida. Todos hemos tenido ese momento, al que le preceden importantes expectativas, que pareció lejano mucho tiempo, pero que tiene que llegar inevitablemente.

Emilia se encontraba de pie, observando la inmensidad de la torre Eiffel, totalmente absorta, indagando dentro de su ser la tranquilidad de la idea cumplida, del pendiente realizado. ¿En su corazón?, en su corazón nada, silencio. Todas las emociones que algún día la enamoraron de esa ciudad, de sus olores, de sus colores y de cada monumento, se habían apagado por completo.

Pasaron un par de días, en los que ella no quería comer, ni hablar, solo esperaba pacientemente la muerte completa. Su padre quiso enfrentarla, y ella le respondió que estaba muerta, no de una manera metafórica, si no realmente muerta. Le asustaba creer que ella estaba enloqueciendo, y mientras intentaba convencerla con argumentos de sentido común de que seguía viva, ella sintió crecer más su obstinación. En un instante que pareció un suspiro fue por un cuchillo a la cocina, y antes de clavárselo con toda tranquilidad en el pecho, atravesando su corazón con fuerza brutal, y como si no fuera su propio dolor el que causará, dijo: “Mira papá, si hago esto no pasa nada, porque mi corazón no late, ya no late”

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