El fin del mundo

El fin del mundo

Sebas

25/06/2017

Valentino leyó la carta varias veces, acercando el papel al pábilo de la vela hasta casi quemarlo, y sólo cuando supuso –sólo supuso-, que ésta iba a ser legible de alguna manera por sus seres queridos, comenzó a plegarla lentamente, cuidando que los bordes coincidieran de manera exacta. Se sentó con el papel entre sus manos, y asegurándose de que nadie viniera por los pasillos del tren, dejo fluir un llanto silencioso y digno, medido, eternamente secreto. Alguna lágrima sobrevivió lo suficiente para recorrer su mejilla hundida, dura y seca, y lanzarse en corto vuelo para estrellarse contra alguna de las dos manos que sostenían la epístola. Sus manos eran formidables; bastas, sinceras, duras, ásperas, aptas al trabajo duro del campo. Mientras lloró, su rostro sólo se permitió algún parpadeo fugaz, con la mirada en algún punto; como si eso no estuviera sucediendo, como si jamás hubiera sucedido. En su pecho de inmigrante, la angustia se ensañaba sin piedad, aunque su alma mantuviera a raya las emociones en fajos apretados de dolor, melancolía, esperanza.

Valentino cruzó el Atlántico en un viaje de casi sesenta días en barco, con el peso de una promesa hecha a su madre, y soñaba hasta la emoción viéndose trabajar la tierra nueva y fértil de todas las esperanzas junto a su padre, quien no hablaba desde su regreso de la primer gran guerra; con alguna cicatriz por fuera, y atrincherado en un silencio fangoso y atestado de espanto. Aunque distante y parco, Valentino sabía que su padre seguía viviendo sólo por ellos.

El tren donde ahora viajaba, le hizo recordar la historia de la biblia que alguna vez le contara su madre, la de la ballena y Jonás. Se sintió como supuso de niño que se habría sentido Jonás, en el interior de una ballena a la luz de una vela, que lo llevaría donde se le antoje, para vomitarlo cuándo y donde el destino se le ocurra. Hacía ya más de un día que cruzaban campo llano sin más señal que la de algún paso a nivel desde que habían partido desde la estación de Constitución, en Buenos Aires. A veces salía a recorrer el tren, con la esperanza de cruzarse con algún paisano que hablase friulano, o algún italiano con el cual poder entenderse, y preguntar hacia donde estaban dirigiéndose. El rumor trocado en lenguas y dialectos diferentes de cientos de inmigrantes, hacían desesperarlo aún más. Noto en los demás, la mirada intensa y cargada de emociones que delataban el desconcierto compartido entre muchos.

Hacía un mes que Valentino había llegado al puerto de Buenos Aires desde Génova, y había sido alojado en un albergue para inmigrantes compartiendo espacio con gente de todas partes de Europa, donde esperó en vano el encuentro con un paisano que nunca se hizo presente a su llegada. Una mañana, le volvieron a tomar los datos, y a fuerza de impacientes e inentendibles explicaciones –supuso que de eso se trataba-, lo subieron a un tren con un destino, que de haber sido mencionado por sus anfitriones, nunca entendió. No comprendía porqué, pero sabía que en aquel lugar tan lejano de su tierra, era normal que Julio sea tan frio como los primeros días de la primavera de Abril en su amada Gorizia.

La noche era fría y clara, y la luna, plateaba los campos cubiertos de la escarcha del invierno. Apoyó el hombro en el borde de una ventanilla y comenzó a armarse un cigarrillo. Mientras vertía el tabaco sobre el papel, un hombre enorme, con una gorra visera y un abrigo hasta sus pies, le dirigió una sonrisa achinando unos ojos tan claros como los suyos, mientras le hablaba en algún idioma que Valentino supuso ruso – había oído el yugoeslavo, y aunque se parecía, no lo era-. Le devolvió la sonrisa, acompañándola con un leve descenso de su cabeza, sin entender en absoluto lo que aquel hombre le habría dicho. Los dos estaban mirando por la ventanilla con la mirada perdida en la noche, que les pasaba ante sus ojos al compás del sonido que venía desde la locomotora. Cuando Valentino terminó de encender el cigarro, el hombre lo observó con una sonrisa, y le hablo con cadencia interrogativa. Valentino lo miro con desconcierto; amable, meció la cabeza como alguien que trata de comunicar que no está comprendiendo. El hombre se llevó sus dedos índice y medio a sus labios. Valentino reaccionó inmediatamente, con sus ojos claros abiertos como los de un búho – Cigaretta! Certo certo! -, y le ofreció el cigarro que apenas había encendido, escuchando, lo que él supuso, eran palabras de agradecimiento. Fueron varios minutos de miradas amables, y de comentarios incomprensibles para ambos. El tren comenzó a disminuir la velocidad, y algunas casas comenzaron a divisarse de a tramos. Los pasillos comenzaron a hacer eco de un bullicio incomprensible para nadie. Un niño casi oculto debajo de un gorro de lana gruesa, corrió hacia el hombre que fumaba con Valentino. El hombre se giró, pronunciando y gesticulando – Ushúaia, Ushúaia! -. Palmeó a Valentino en el hombro, y se marchó presuroso junto al niño. Valentino sacó su cabeza por la ventanilla, oteando como un arquero medieval mientras se sostenía su sombrero. Sus ojos lagrimeaban por el aire frío de la madrugada. Ni bien divisó un cartel, corrió a coger su lápiz, y al pie de su carta anotó con letra infantil y garabatosa, movida por el traqueteo rítmico del tren:

«….Siamo giá quasi arrivati alla fine del mondo: Ushuaia. Vi voglio tanto bene, Dio mediante, spero di rivederci presto.

Tin. »

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