NO, SEÑOR PITÁGORAS, NO

NO, SEÑOR PITÁGORAS, NO

                       NO, SEÑOR PITÁGORAS, NO

El mundo no era ni redondo, ni plano. Ni tampoco acababa, por cierto, en los confines de allende los mares. El mundo era, hace unos pocos-muchos años, aquella calle recta de no más de cien metros perfectamente delimitados: al oeste, por la casa de la esquina en la que se encontraba el quiosco de la señora Manuela; y al este por «El descampado».

Me daba un poco de miedo el quiosco de la señora Manuela, pero tenía tantas cosas… Sumido en aquella planta baja, en la que descendiendo por los tres escalones de su entrada, eras transportado a un mundo oscuro pero mágico; y al que, sin remedio, me aventuraba en busca del festín de cuches de cada domingo, ávido de gastarme hasta la última de las tantas pesetas del duro que el tío Ricardo me daba.

Nunca me paré, fíjate tú, a pensar si solo me lo daría a mí, porque quizá me tuviese por su sobrino favorito, o…, si también les daría al resto de mis primos cuando los visitaba. Pero era un pensamiento sobrante. Y lo sabía, porque de niño sabes bien los pensamientos que sobran. Se van, sin más. Así de fácil.

Y, «El descampado», ¡un mar de misterios!…: árboles, arbustos, escombros; y la caseta vieja y abandonada, a la que, aunque teníamos más que prohibido si quiera acercarnos, entraríamos más de mil veces sudando miedo y emoción.

De aquel mundo solo recuerdo: las fiestas de cumpleaños; la música que emanaba de la casa de enfrente y que nunca supe quién tocaba; la señora de las pieles del cuarto piso de la finca de ¡cuatro pisos!; las noches de verano a la fresca; el patinaje sobre hielo en los charcos de enero; la pandilla de amigos; la caseta de Tom, el perro de todos; la cabina de teléfono, que a veces no iba y otras tampoco, sin que le echaras monedas; las aceras incipientes manchadas de sangre y pintura por el y del patinete, que nunca llegué a saber bien si era azul verdoso, o verde azulado; y los nidos de golondrinas del tejado de la casa del jardín camuflado tras la valla del número doce, del que solo veíamos las ramas del sauce y al que nunca, por más de querer, pudiésemos entrar, pues la entrada se encontraba nunca supimos por dónde; la fantasía; los sueños; las casetas de cartón que eran castillos; el churro va; mi primera novia y los primeros grafitis con tiza de escayola; los juegos de canicas al cuadrado, y al corre-calle y al … y las… Todo estaba en la calle que en verano era polvo y en invierno barrizal. «¡Limpiaos los zapatos antes de entrar!». Las madres siempre con sus cosas.

FIN

C/ ALMENDRO (PUERTO DE SAGUNTO-VALENCIA)

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                                            foto de: el periodicodeaqui.com

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