La noche es absolutamente negra. No hay luna y las pocas nubes sobrevivientes a la tormenta de la pasada tarde funden al poblado en una oscuridad casi absoluta. Sólo algunas ventanas tímidamente iluminadas y los faros de los coches en la cercana autopista convocan la penumbra. Un silencio de cementerio reina en El Gallinero a la hora en la que el pequeño Cristi se despierta. El motor de un trailer, un perro aullando a lo lejos y una cacerola cayendo por la montaña de basura empujada vete tú a saber por qué animal son los únicos sonidos que rompen estas últimas horas de la noche. Por cada sonido, un sobresalto, una mirada de alerta, un nuevo terror que sumar al cotidiano. Cristi descorre el trapo que le hace las veces de cortina y mira hacia el exterior como si fuese el último soldado vivo en la trinchera de vanguardia. No se atreve a asomarse del todo y sólo es capaz de reunir fuerzas cuando, de reojo, mira hacia el interior del cuartucho que comparte con seis personas más.

El Gallinero es un poblado chabolista ubicado a tan sólo doce kilómetros del centro de Madrid en el que conviven unas cien familias rumanas de etnia gitana. A pesar de la cercanía con el núcleo urbano de la capital es el lugar más empobrecido de toda la Unión Europea. Los olvidados de los olvidados. Este barrio al margen nació hace poco más de una década cuando sus habitantes fueron expulsados de la Cañada Real. En el que se considera uno de los epicentros de la droga en la ciudad no les querían porque no podían pagar el alquiler que les era exigido por un terreno para plantar su chabola. Los negocios de la miseria y la lucha por la supervivencia de los nadies. Hay que comer. Como sea. Una fuente con el caño roto y un punto de luz a menos de un kilómetro de la Cañada fueron suficientes para que los hijos de los hijos de los grandes nómadas instalaran un nuevo campamento.

Cristi es uno de los que nacieron cuando El Gallinero ya era una realidad y, aunque en justicia es español por causa de nacimiento, sufre el rechazo social que durante generaciones ha sufrido su pueblo. Tiene apenas doce años pero parece mucho más pequeño. El resto de niños le llaman mititel, canijo. Algún psicólogo dijo alguna vez que más que por la falta de una alimentación adecuada esto se debía a la tensión psicológica y el maltrato que había sufrido por parte de su padre desde la infancia. Eso y quizá tal vez al espacio tan reducido en el que había tenido que vivir y crecer acompañado de sus hermanos, padres y abuelos. Es sorprendentemente rubio y de ojos azul eléctrico. Su flequillo, objeto de sus desvelos estéticos, constantemente atusado, le cubre casi media cara y es probablemente su rasgomás distintivo. Completan el cuadro unas pocas pecas, algunas arrugas fruto de una vida a la intemperie y una sonrisa que reta al que la observa. Una sonrisa perenne, mezcla de malicia y simpatía, que le acompaña a lo largo de todo el día y desaparece cuando cae el sol. Entonces aparecen las sombras, llenas de muertos. Es auténtico terror lo que Cristi siente por la oscuridad. Un terror irracional e instintivo. Un terror animal. Es tal el terror que siente que pueden pasar horas todas las noches antes de que se atreva a cerrar los ojos y sumergirse en la oscuridad absoluta. Sus ojeras, marco rosado de sus pupilas extraterrestres, lo delatan. Quizá sea porque a esas horas de sombra es cuando su padre llegaba borracho a casa y tenía que ver, arrinconado en el único cuarto, cómo pegaba auténticas palizas a su madre, cuando no las recibía él mismo. Quién sabe. El caso es que el atrevido, malencarado y divertido Cristi desaparece con los últimos rayos de luz y no vuelve a aparecer hasta que nace el día. Ahora, en la densa oscuridad de la noche, Cristi se debate entre levantarse del colchón o seguir sepultado en silencio entre su hermana, su hermano pequeño y los ronquidos de la casa.

Nada es fácil en El Gallinero. El poblado chabolista es el paradigma de la exclusión y la tarea más sencilla se convierte en toda una odisea para sus vecinos. Desde recoger el agua para lavarse hasta encontrar un lugar apropiado y apartado para hacer sus necesidades; el acto cotidiano más pequeño se convierte en una cuesta arriba, una aventura rutinaria que desgasta e impide centrarse en tareas que desde cualquier otro ámbito se verían como normales. Una de ellas, estudiar, queda muy por debajo de otras relacionadas directamente con la supervivencia del día a día.

Cristi aprendió a leer hace apenas tres semanas. Por ahora junta letras en sílabas y, con esfuerzo, consigue formar palabras y entenderlas. Fue en parte gracias al apoyo de Aurora y Arturo, dos de los voluntarios que por las tardes les echan una mano con las tareas de clase y les llevan a entrenar en un equipo de fútbol. La cara que puso Cristi cuando, casi sin querer, se dio cuenta de que había leído una palabra (su primera palabra) fue merecedora de entrar directamente en los anales de la sorpresa y el entusiasmo. No dejaba de llevar la mirada del papel a Arturo y viceversa con la boca completamente abierta. Se abría el universo. Todavía era pronto para decir que sabía leer con soltura pero para él era más que suficiente para sentirse victorioso. Ya no volvería a burlarse de él su hermana pequeña. Ya no tendría que disimular cuando los otros niños le preguntasen por tal o cual cartel. Es por todo esto que ahora tiene que levantarse de ese colchón para ir al colegio, aunque le aterre.

Cristi no ha estado más motivado con el colegio en toda su vida. Lleva tres semanas yendo a clase sin faltar un solo día. Sus profesores no se lo creen. Ha liado incluso a un compañero para que se quede con él todos los recreos y le ayude a seguir leyendo. Cristi quiere que sus amigos voluntarios sigan estando orgullosos de él como en el momento mágico en el que leyó esa primera palabra, no es algo que le suceda muy a menudo y no piensa desaprovecharlo. Sin embargo, con lo que no podía contar el niño de ojos claros y flequillo rebelde era con que, sin previo aviso, le cambiasen el horario escolar hace algunos días. Ahora entra mucho antes, lo que supone que la ruta escolar pasa también mucho antes. Es absolutamente de noche cuando la alarma de su reloj de pulsera le avisa de que tiene que levantarse. Es absolutamente de noche todavía cuando, media hora después, pasa el autobús encargado de llevarle al colegio. Entre la parada, al borde de la autopista, y su casa hay apenas doscientos metros. Doscientos metros, para Cristi, llenos de voces, ruidos, objetos moviéndose, sombras reptando y muertos. Doscientos metros del miedo más absoluto. Doscientos metros infinitos. Pero no le queda otra, tiene que ir al colegio. Ahora no puede abandonar. Ahora no es como otras veces. ¡Si no hubieran adelantado ese maldito autobús!

Para colmo, piensa Cristi mientras rebusca el niqui menos sucio entre su montón de ropa y se pone unos pantalones arrugados, al resto de niños no le han cambiado el horario. Sólo a Ionut y a él. ¡Y Ionut no va nunca a clase! Si al menos supiera que van a estar los voluntarios esperando con el desayuno en la parada… Pero el cambio de horario también ha pillado a desmano al equipo que va a diario para acompañar a los niños a sus respectivas rutas y llevarles un tentempié. Algunos no se han enterado del cambio y van a la hora de siempre. Cristi se pone el último calcetín en su pie minúsculo y mira de reojo hacia dentro del cuarto. Su padre durmiendo la resaca de mañana, su madre reventada de cansancio con sus hijos pequeños dormidos encima. Nadie se mueve en el cuarto, sólo el viento que se cuela por una rendija provocando un silbido incómodo y desasosegante. Nadie va a acompañar a Cristi a la parada. Muchos padres en El Gallinero han entendido lo importante que es que sus hijos vayan a la escuela y les despiertan, les arreglan y les acompañan hasta asegurarse de que se han subido al autobús. No es el caso de Cristi. Cuando termina de peinarse y de lavarse la cara con lo que queda de agua en el barreño, sale a la puerta de su casa.

El que le ladra es su perro Bobi (en El Gallinero todos los perros se llaman Bobi). Le responden, a lo lejos, otros perros. O quizá lobos. O cualquier cosa en la que Cristi no quiere pensar mientras se encarama a una caja de plástico encima de una lavadora rota para recoger sus zapatillas de encima del zinc de su chabola. Ponerlas ahí es la única forma de que las ratas no se las coman. Cristi tantea con su mano arrugada e ínfima entre los múltiples objetos que aseguran que el techo no salga volando en una noche de viento. ¡Mierda! Absolutamente empapadas. Se le olvidó recogerlas antes de que comenzase la tormenta de la tarde anterior. Baja con un cabreo monumental y se vuelve a meter en la casa. Sus otras zapatillas están muy sucias y tienen un agujero enorme. Para jugar en El Gallinero están bien, pero se niega a que los otros niños le vean así. Más que la vergüenza es un impulso de dignidad casi heroico el que le lleva a ponerse las zapatillas mojadas en los pies. Ya se le secarán. Mientras termina de arreglarse, mira de reojo por el cristal de la puerta. Desde que se ha despertado, no se ha movido un alma. Alguna rata corre esquivando los charcos formados en los caminos de tierra. Los perros no han dejado de aullar desde que Bobi lo hiciera. Es el único sonido que se atreve a romper un silencio denso, un silencio que Cristi casi puede sentir palpitar en sus oídos. Se ata la segunda zapatilla, se levanta y se queda unos segundos paralizado frente a la puerta, con los ojos buscando un horizonte infinito. Nota su corazón latiéndole fuerte en el pecho. Suspira. Resopla. Con un movimiento de cabeza, agitándola, vuelve en sí. Se despeina el flequillo y se lo vuelve a peinar con la mano, nervioso. Mira su reloj de pulsera. ¡La hora! ¡No llega!

En un instante se carga una mochila gigantesca sobre los hombros y sale de su casa dando un portazo, tratando de hacer el máximo ruido posible. Hace ruido al despedirse de Bobi, hace ruido al empezar a correr con sus pies empapados por la calle de tierra mojada, hace ruido con la boca. Está aterrado y llega tarde. Tararea en alto una canción hasta que llega al tramo corto de asfalto que une El Gallinero con la parada. Entonces, lejos de las pocas luces del poblado, cierra los ojos, aprieta los puños y comienza a correr desesperadamente. Su mochila va dando bandazos a derecha e izquierda con cada paso desequilibrándole. ¡Corre, Cristi, corre! ¡Llega a la autopista, donde las luces de los coches! A pesar de que se sabe el camino de memoria no puede evitar, al ir con los ojos cerrados, rozarse con alguna rama baja y emitir un sonoro gemido al tomar, de pronto, una bocanada de aire. Lleva la boca abierta y su frente está perlada de sudor en pleno febrero. Su rostro, sin terminar de romper a llorar pero con una lastimera expresión de dolor, es el rostro del pánico. El pequeño niño Cristi corriendo solo por la carretera en mitad de la noche.

Le detiene un instante el inconfundible sonido de unos neumáticos sobre el asfalto mojado avanzando muy lentamente a sus espaldas. Abre los ojos. Sin darse la vuelta puede reconocer perfectamente la luz azul de las sirenas de la policía. Aprieta más fuerte aún los puños y frena su carrera caminando a un paso rápido, sin detenerse. Si al menos tuviera una piedra a mano… Las lágrimas hacen un auténtico esfuerzo por no asomarse a los ojos. Los niños de El Gallinero aprenden desde muy pequeños a mantenerse en tensa alerta cuando aparece una luz azul. Quizá hoy cuando vuelva del colegio hayan tirado abajo su casa, como le pasó hace un mes a Abel. Cuando bajaron del autobús se encontraron a los voluntarios encerrados en sus chabolas para evitar el derribo y una excavadora gigante rodeada de policías tirando varias casas con todos sus objetos dentro. El coche pasa lentamente al lado de Cristi. Los policías le observan desde la ventanilla del copiloto. Él continúa caminando sin mirarles, con la vista fija en la parada del autobús. Una vez le superan, se desvían por un camino y aceleran. Cristi respira hondo. Está a sólo un sprint de la parada. Unos pocos metros más y estará todo hecho.

De pronto, sin tiempo a que pueda reaccionar, pasa un autobús frente a la parada y se va rápidamente. Cristi se queda paralizado en mitad del camino. No puede ser. No puede ser. No puede ser. Hace esfuerzos por fijarse, en mitad de la noche, en el vehículo que se aleja a toda velocidad. No es. ¡No es! Está a tiempo. En un sobreesfuerzo épico, el niño corre todo lo que le permiten sus piernas flacas mientras sus pies van chapoteando contra el suelo. Se tropieza, da un traspiés y, en un alarde de equilibrio, continúa. Corre. Corre. ¡Corre! Las sombras se van quedando atrás según se va acercando la parada. Ya casi puede tocarla. Está ahí…

El terror cotidiano disminuye cuando las luces de la autopista le comienzan a iluminar la cara. Últimos pasos. Ha llegado. Sonríe aliviado. ¡Bien, Cristi, bien!

Cinco minutos. Diez. Veinte. Media hora. Amanece. El autobús no pasa. Ni pasará. Con la hora que es ya sus clases habrán comenzado. Cristi se sienta resignado y apretando las mandíbulas con la mirada perdida en el suelo. Tiene el ceño fruncido y los puños cerrados golpeándose levemente en las rodillas, aumentando poco a poco la intensidad. Llega la pareja de voluntarios para despertar a los niños del poblado y se acercan a saludarle. Cristi no responde ni coge el desayuno que le ofrecen. Cuando se dan por vencidos y se van a cumplir su tarea, Cristi se levanta y se da media vuelta. Sabe que le regañarán, incluso puede que le castiguen. Nadie creerá que él estaba a la hora y que el autobús, como otras veces, no pasó o pasó de largo por El Gallinero. Tanto para nada. ¿A quién le importa el miedo que haya podido pasar? ¿Quién valorará su esfuerzo? “¡No vuelvo a ir al colegio!” grita mientras le da una patada a una piedra. La piedra impacta con fuerza en el muro de hormigón que separa el campo de la carretera. Cristi se detiene a leer el graffiti pintado en el mismo. Se toma su tiempo, silabeando en voz alta, pero al final consigue descifrar la frase que reza, en rumano y castellano, camino al cole. “¡Puedo leer!”, piensa Cristi absorto mientras camina sonriendo hacia el campo de fútbol del poblado.

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