La Memoria de las Olas

La Memoria de las Olas

Oceana Spaceship

08/11/2014

LA MEMORIA DE LAS OLAS

Primera parte: Harina

Capítulo 1. Leiro (Orense), otoño de 1923.

  Sobre la suntuosa carrocería del Hispano-Suiza no se veía una sola mota de polvo.

  El mayordomo iba y venía alrededor del coche como un moscardón enojado. De cuando en cuando, se detenía para lustrar con un trapo la chapa color crema y burdeos, aunque esta ya centelleaba a la luz del sol que entraba por la puerta de la cochera. En cuanto terminaba de frotar, giraba la cabeza y dirigía una gélida mirada de desaprobación a Santos, que permanecía de pie junto al banco de herramientas, con los ojos clavados en las majestuosas curvas del vehículo y sin apercibirse de las señales de desprecio que el otro se empeñaba en manifestar.

  —¿Por qué tardará tanto? —resopló el criado por lo bajo para luego alzar la voz: —Iré a buscar al señor. Ni se te ocurra acercarte al coche hasta que vuelva.

  Santos se estremeció antes de asentir con vehemencia. No era necesario que se lo pidieran, jamás haría nada que pusiera en peligro aquel trabajo caído del cielo.

  Le habían hecho llamar desde el pazo aquella misma mañana. El hermano Senén llegó corriendo al huerto del priorato de San Clodio, el hogar de ambos, cuando Santos se encontraba recogiendo remolachas. El robusto monje traía las mejillas rojas de excitación, y hubo de agarrarse con fuerza el costado para recobrar el aliento antes de hablar:

  —Niño, han llamado del pazo. Don Francisco quiere que te encargues de su Hispano-Suiza, así que lávate y preséntate allí cuanto antes —dijo, empujándole hacia la cocina.

  El fraile Senén había cuidado de Santos desde que se lo encontró en la puerta de la capilla del monasterio, siendo un recién nacido de apenas unos días. El crío pataleaba en el fondo de un cesto de paja cubierto por una manta raída y llena de agujeros. No era la primera vez que aquello sucedía en San Clodio, por lo que todos asumieron que el abad enviaría al bebé al hospicio cercano lo antes posible. Senén, en cambio, vio en el diminuto bulto chillón la oportunidad de tener el hijo que la vida le había negado durante su vida laica, así que le alimentó con leche diluida mientras los monjes más veteranos capitulaban brevemente sobre el asunto. Apenas acababa bañarle con agua tibia, como había hecho con sus hermanos más pequeños, cuando el abad requirió su presencia para comunicarle que debía llevar al niño al hospicio. En ese momento, Senén vio tambalearse su futuro como religioso. Se negó en redondo a abandonar a aquel chiquillo en un hospicio frío, a cargo de unas monjas sobrepasadas por la caterva de huérfanos a los que atender y alimentar. Amenazó con abandonar la orden para criarlo, algo que escandalizó a unos y que a otros no les pareció más que otra excentricidad del maduro novicio. Finalmente, el abad se apiadó de la bondad de Senén, quizás animado porque San Clodio pronto sería nombrado priorato independiente, y permitió que el pequeño permaneciera en la comunidad. Convencido de que en unos años sería un nuevo miembro de la orden, el superior de la congregación bautizó aquella misma noche al niño como Benito Romualdo Juan Bernardo de todos los Santos.

  Con los años, el pequeño Santos creció a la vez que su hogar, el recién nombrado priorato de San Clodio, que pronto se convirtió en un inmenso conjunto de piedra y campos labrados. La comunidad de monjes poseía —además de un imponente edificio que contaba con dos claustros, celdas de alojamiento, dependencias comunes y una capilla anexa —una vasta extensión de tierras con agua suficiente para explotarlas con cultivos y pastos para el ganado. La mayoría de los frailes dedicaba su jornada al trabajo en el campo, excepto en los momentos de oración. Gracias a los enfrentamientos de Senén con sucesivos superiores de la orden, Santos tenía el privilegio de saltarse la mayoría de los rezos diarios, siempre que empleara aquel tiempo en estudiar y prometiera acudir a la oración en cuanto sintiera la llamada de Dios, algo que Senén pretendía demorar el máximo tiempo posible.

  Santos, que había acudido a la inesperada cita en el pazo con una mezcla desbordante de expectación y nerviosismo, pensó que ninguna fuerza divina podría superar la visión de un Hispano-Suiza nuevo. De pie en el interior de las cocheras de la casa, trataba de fijar en su memoria cada una de las líneas y cromados del vehículo. El modelo H6B contaba con seis cilindros, distribución de válvulas en culata y servofreno en las cuatro ruedas, algo con lo que los célebres Rolls-Royce no se atrevían siquiera a soñar. El cuadro era complicado pero, gracias a las revistas automovilísticas francesas que algún amigo de Senén enviaba al monasterio un par de veces al año, podía describir el uso y la posición de cada palanca de mando con los ojos cerrados.

  Un ruido tras la puerta que daba a las dependencias de la casa le hizo recordar la indicación que el mayordomo le había dado nada más entrar: ante cualquier pregunta, debía responder con modestia y sumisión, sin cruzar su mirada con la de don Francisco. Por eso, cuando éste apareció en el garaje junto al hosco criado, Santos se quitó la gorra y clavó la vista en el suelo.

  —Hola, chico. Senén dice que sabes conducir, pero no me fío nada del viejo cabrón, ¿es eso verdad, o me ha engatusado para que saque a su niño del monasterio?

  Santos no supo responder. A la crudeza de los adjetivos empleados por aquel hombre para referirse a Senén, se sumaba la estupefacción por la petición recibida: esperaba servir como mecánico del Hispano-Suiza, no como su conductor.

  —Vaya, ¿eres sordo? Eso tampoco me lo dijo Senén —el hombre se echó a reír a carcajadas.

  El chico notó hervir su cuello y sus orejas mientras negaba con la cabeza.

  —José, déjanos un momento —pidió Don Francisco.

  Por el rabillo del ojo, Santos vio como el mayordomo le lanzaba una mirada de desprecio antes de salir del garaje.

  —Vamos, chico, ya sé que nunca has tocado el volante de un automóvil. Pero conozco a Senén y, si te ha enseñado lo que sabe, confiaré sin reservas en tu habilidad como conductor.

  Santos levantó la cabeza como impulsado por un resorte. Don Francisco era un anciano canoso con un espeso bigote bajo la afilada nariz. Le observaba con una mezcla de compasión y curiosidad, como si se encontrara frente a un extraño e inofensivo animal. Santos quiso decirle que el hermano Senén no solo le había enseñado lo que tenía que hacer para conducir, sino que le había hecho memorizar cada paso, cada pequeño detalle que pondría a rodar una maravilla como la que reposaba a su lado en las cocheras. Pero a todo lo que se atrevió fue a bajar de nuevo la mirada antes de balbucear:

  —Puedo hacerlo, señor.

  —Así me gusta. Vámonos.

  Como si ejecutaran una coreografía repetida miles de veces, sus manos abrieron el capó para examinar con diligencia el nivel de aceite y el de líquido refrigerante del radiador. Después se sentó al volante y acarició el llavero redondo que tantas veces había imaginado en su bolsillo. Accionó el tirador para facilitar el arranque en frío y encendió el motor. Don Francisco le miraba con aprobación desde el espejo retrovisor.

  — ¿Cómo te llamas, chico?

  —Benito Romualdo Juan Bernardo de todos los Santos —respondió al punto.

  —¿Es eso una penitencia? ¿O acaso la broma de algún monje resentido? —se rió don Francisco. —Supongo que nadie en su sano juicio perderá tanto tiempo llamándote así, ¿por qué nombre te conoce la gente?

  —Me llaman Santos, señor.

  —¿Y qué opinas de la nueva dictadura? ¿Crees que Primo de Rivera y Alfonso XIII aciertan al decretar la constitución de un directorio militar?

  Santos se encogió de hombros.

  —Veo que Senén solo discute de política conmigo —murmuró Don Francisco, para después alzar la voz: — Me temo que nos queda mucho trabajo por delante, chico.

  De aquel primer viaje en coche, Santos recordaría toda su vida la sensación de irrealidad que le embargó al ser consciente de que era únicamente su voluntad la que gobernaba la máquina. De alguna manera, supo que aquel momento marcaba un punto de inflexión en su plácida trayectoria vital, y que el hermano Senén, su padre adoptivo, le había preparado durante años para que así fuera.


Capítulo 2. Vigo, otoño de 1923

  Las ciudades pesqueras se despertaban temprano, y Vigo no era una excepción. Apenas rota el alba, el bullicio del puerto anticipaba la pesca recién llegada y las calles más cercanas al mar se convertían en un hervidero de comerciantes vocingleros, carros repletos de mercancías, marineros curtidos, graznidos de gaviota y escamas plateadas.

  Cristina se remangó la falda para evitar mancharse el bajo con los charcos de salitre y sangre que ya salpicaban el mercado a aquellas horas. Su madre seguía enferma y de nuevo era ella quien debía encargarse de la venta diaria de pescado. Malhumorada, se abrió paso entre la muchedumbre hasta llegar al puesto que ocupaban en la plaza. Frente a ella se presentaba otra interminable mañana manoseando peces resbaladizos y regateando con decenas de compradores que se quejaban, con razón, del precio cada vez más alto del género.

  Habían vuelto a discutir. Al oírla prepararse para salir, su madre había aparecido en el umbral de la puerta, pálida como una aparición.

  —Madre, acuéstese, que se va a enfriar.

  —Ayer te marchaste otra vez después de la cena, ¿creías que no me iba a dar cuenta?

  La noche anterior, Cristina había rezado para que las medicinas sumieran a su progenitora en un sueño impermeable a sus pasos sigilosos, algo que casi nunca ocurría.

  —Es cierto, madre. Salí a ver a mis amigos.

  —Los artistas no son gente de fiar, Cristina. Te he dicho mil veces que no quiero que te arrimes a ninguno de ellos.

  —Usted no sabe de qué habla, madre. —había respondido Cristina entre dientes.

  —En eso te equivocas. No quiero que te mezcles con esa gente, y menos ahora que tu tía ha prometido conseguirte un puesto en la fábrica de Feudal. En cuanto empieces a trabajar allí no saldrás de esta casa más que para ir a ganarte el salario o para casarte de una santa vez.

  —No pienso casarme. Ni tampoco fabricar jabones. Y ahora debo irme a la lonja o perderemos la subasta, madre.

  Durante toda la mañana, el regusto amargo de la discusión le mantuvo el gesto contrariado y las maneras bruscas con la clientela. Cada vez se enfrentaban con mayor frecuencia, lo que su madre quería para ella no tenía nada que ver con lo que Cristina deseaba para su futuro.

  Quería ser artista, se sabía nacida para apreciar y reproducir la belleza, aunque todavía no había encontrado la disciplina en la que brillar. Se relacionaba con aspirantes a escritores, pintores frustrados e incluso con algún escultor de la ciudad que había logrado vender una o dos obras; casi todos pobres muertos de hambre en opinión de su madre, algo en lo que, debía reconocer, no le faltaba razón.

  —Madre, no lo comprendo —se había atrevido a decirle una vez —. Usted misma quiso ser bailarina, la tía Camila me lo contó. Si no se hubiera caído, quizás hoy no estaríamos atadas a ese puesto de pescado o a su trabajo de costurera.

  — ¡Una caída! ¿Eso te dijo tu tía? —había bramado su madre. —Dejé el baile para criarte, y si tu padre no se hubiera marchado, ahora tampoco estaríamos atadas a ese puesto que dices.

  Aquella discusión había dejado a Cristina sin argumentos durante una buena temporada. No había conocido a su padre, desaparecido al poco de nacer ella, y en casi veinte años tampoco había logrado arrancarle a su madre más de dos o tres palabras acerca del autor de sus días. Solo sabía que le debía su nombre, a pesar de que cada primogénita de la familia materna se llamaba Camila, como su tía, desde incontables generaciones atrás.

  Era precisamente su tía Camila la más dispuesta a hablar del asunto del progenitor perdido. Una vez, le había asegurado en confidencia que la intención de su padre era la de casarse con su madre, pero que su familia le había desheredado dejándole tan solo el medallón con forma de lágrima que constituía el único legado paterno de la chica. Pero el dato más importante para ella lo había escuchado una vez casi por casualidad, escondida tras la puerta mientras su madre discutía con su tía Noelia, la hermana menor:

  —Tu hija es como él —había afirmado Noelia, con la voz cargada de desprecio.

  —No, no lo es. Cristina es muy trabajadora y, si no se casa, se quedará con el puesto en la plaza y cuidará de mí cuando ya no pueda trabajar.

  —Olvídalo hermana. Tiene el temperamento de su padre, el artista. Ese irresponsable que te llenó los oídos de promesas antes de dejarte preñada.

  Desde entonces, Cristina había pensado mucho en su padre. Quizás él también disfrutaba de la música silenciosa que destilaban las puestas de sol en el mar, o de los dibujos que formaban las gotas de lluvia al resbalar por el exterior de la ventana. Seguramente, también se sumía en aquel extraño estado de contemplación que llenaba sus horas muertas, haciendo que las manos se le durmieran con la labor intacta entre los dedos en los atardeceres despejados, o que al calentar el caldo de la cena, éste se esfumara en un vaho negro los días de lluvia. Su madre no era así, como tampoco lo eran sus tías. Ninguna de las tres le había enseñado jamás a hacer algo cuyo resultado no sirviera para comer o abrigarse, por lo que toda aquella capacidad artística debía provenir de su familia paterna, de la que tampoco sabía nada.

  Cuando regresó del mercado, encontró a su madre en la cocina. Había hervido unas patatas y esperaba el pescado que ella trajera para cocerlo con cebolla y judías. Se encontraba mejor y canturreaba mientras se movía entre los fogones, lo que levantó el ánimo de Cristina por primera vez en todo el día.

  —Tengo buenas noticias para ti, hija —dijo en cuanto la vio.

  Cristina recogió de la silla la labor de costura y se sentó con aire solemne. Conocía demasiado bien a su madre como para saber que no compartían el mismo criterio en cuanto a la clasificación de las novedades.

  —Dicen que van a abrir una fábrica muy importante aquí en Vigo.

  En vista de que la chica continuaba con cara de velatorio, la madre resopló y se dio la vuelta para retirar la olla del fuego mientras seguía hablando:

  —Según tu tía, unos panaderos del barrio de Casablanca han comprado la finca del Campo de Redes, en la subida al Castro. Están construyendo una factoría enorme, que servirá pan a toda la comarca.

  —Vaya, pues sí que tendrá que ser grande, madre. ¿Y por qué es tan buena noticia para nosotras? ¿Acaso el pan que traigo de la plaza ya no le gusta?

  Su madre cerró los ojos durante unos segundos, después suspiró y se secó las manos en el delantal antes de coger a Cristina por los hombros:

  — ¿Soy la única en esta casa que se preocupa por el porvenir? No quieres trabajar en la conservera de tu tío porque odias el olor a pescado y parece que tampoco te interesa buscar marido. Tu tío Hipólito conoce a mucha gente en Vigo, y dice mi hermana Noelia que puede conseguirte un trabajo cuando inauguren esa fábrica, ¿qué más quieres?

  Cristina habría querido decirle que a ella también le preocupaba el futuro, solo que no veía de qué manera podrían solucionarse los problemas de ambas sin que una de las dos sufriera. Su madre llevaba meses tratando de colocarla en una fábrica de jabones de tocador, y ahora le salía con un puesto en una panadería industrial que ni siquiera existía. Aunque, pensándolo bien, faltarían meses para que aquella fábrica fuese algo real, así que no le haría ningún mal fingir algo de ilusión por el proyecto y, mientras tanto, continuar con sus planes artísticos. Y si al final su tío le conseguía aquel puesto, entonces ya pensaría qué hacer. Separó las manos de su madre de sus hombros y dijo:

  —Es cierto, madre. Si llegan a construir la fábrica esa, puede que sea una buena oportunidad para mí.

  —La construirán, hija —afirmó su madre —. Y verás como cambiará nuestra vida.


Capítulo 3. Madrid, otoño de 2011

Se vende lote de antigüedades completo o por piezas. Origen: Galicia, Años 20-30. Objetos curiosos a buen precio.Interesados llamar al 555655340,M. Gil

  Anotó el número de teléfono en una esquina de su abarrotada agenda y pagó el café. Hacía ya mucho tiempo desde que examinara por última vez que un lote de aquellas características, y el familiar hormigueo de la anticipación se le instaló en el pecho. Tratando de controlar la esperanza para evitarse una nueva decepción, salió a la calle en busca de una cabina telefónica. Con toda seguridad tendría que caminar un buen rato: en la era de los teléfonos móviles, encontrar un locutorio público era casi una odisea.

  —¿Señor Gil? Me llamo Joseph Bell. Llamo por el anuncio del periódico acerca del lote de antigüedades —dijo al oír la voz al otro lado.

  —¿Es para una tienda? ¿Le interesa comprarlo entero? —preguntó Mateo Gil con un ligero deje de ansiedad en la voz.

  —No, soy un comprador particular. Quisiera saber qué piezas componen el lote, ¿podría describirme alguna de ellas?

  —Sería mejor que pasara por aquí a verlo…

  —Le ruego que me hable de los enseres —le interrumpió —, si coinciden con lo que busco lo sabré enseguida.

  —Bueno —repuso el otro, algo molesto —pues son unos objetos de señora que estaban en una maleta bien conservada. Además de un espejito de bolso, hay un broche, unos guantes, un libro, un par de fotografías, un monedero con sus monedas dentro y todo…

  —¿Ha dicho fotografías? —preguntó esperanzado— ¿Podría describírmelas?

  —No las tengo a mano ahora mismo, pero son imágenes antiguas, de los años veinte. Algunas parecen del interior de una fábrica, pero otras son al aire libre. Salen trabajadores vestidos de blanco y hay un primer plano de una chica. Muy guapa, por cierto.

  —¿Y el libro? ¿Recuerda el título?

  —Creo que era uno de Julio Verne, pero puedo echar un vistazo y se lo digo seguro.

  —No hará falta, señor Gil. Estoy seguro de que me interesa adquirir todo el lote ¿le viene bien que nos veamos ahora?


Capítulo 4. Leiro (Orense), invierno de 1923

  En el pueblo todos conocían la existencia del lujoso Hispano-Suiza. Después de convertirse en un poderoso terrateniente en Cuba, don Francisco había perdido casi todas sus posesiones en la guerra y regresado a su villa natal junto con su esposa francesa. La mujer, al verse apartada de la tierra caribeña a la que tanto amaba para recluirse en una aldea remota y cubierta de niebla nueve meses al año, acabó por sucumbir a la tristeza y falleció unos años más tarde. Aquello había vuelto loco de pena al indiano, que pasó casi un lustro encerrado en un sanatorio de los Alpes antes de retornar al pueblo a bordo de un hermoso coche de brillante chapa bicolor. El chófer que lo condujo hasta Leiro, se marchó en el primer tren que partió desde la estación de Ribadavia y, hasta que Santos puso sus manos sobre el volante, nadie había vuelto a ver ni al coche ni a don Francisco por la aldea o sus alrededores.

  Al chico le gustaba pensar que la cigüeña que adornaba el capó del Hispano-Suiza ejercía de talismán protector del vehículo y sus ocupantes; el ave guiaba su conducción desde el primer momento y, hasta entonces, no había sufrido el menor percance en la carretera. Además, no recordaba haber sido tan feliz en toda su vida. Don Francisco salía en coche al menos una vez al día, en ocasiones dos, a menudo solo por el simple placer de dejarse llevar por su majestuoso vehículo. El Hispano-Suiza se deslizaba por las carreteras y caminos con una agilidad asombrosa para su tamaño y peso, como si flotara sobre sus cuatro ruedas. Así se lo describía Santos al hermano Senén durante la cena, mientras el fraile soltaba carcajadas no exentas de envidia:

  —Vaya, niño, como sigas hablándome de ese coche, esta misma noche entro en casa de don Francisco y me lo traigo al priorato.

  Aunque siempre fue un muchacho despierto y curioso al que intrigaban todas las ramas del conocimiento, Santos se sentía más atraído por la mecánica y los automóviles que por el Latín o la Teología. Aquella misma pasión por los coches había marcado la juventud de Senén, a quien no dejaban de maravillarle los parecidos que se manifestaban espontáneamente en su falsa paternidad. Antes de ser fraile, había vivido una fugaz etapa como piloto de carreras en Francia. Hacía casi treinta años de su participación en la carrera automovilística de la alta Normandía, desde París hasta Rouen, pero todavía rememoraba con nostalgia la sensación del viento en la cara y el olor a neumáticos nuevos. Conducía el coche del hombre para el que trabajaba como criado, quien dejó de interesarse por la competición en el mismo instante en que Senén cruzó la línea de meta en decimoctavo lugar. Después de aquello, el futuro monje continuó con su trabajo de chófer hasta que un accidente le apartó del volante para conducirle por otros derroteros, pero jamás olvidó ni la carrera ni lo que aprendió de mecánica en aquellos años. Y todo lo que sabía de coches se lo transmitió a su huérfano, que se bebía las lecciones sobre radiadores, cilindros y pistones con mayor fruición que las de cualquier otra materia.

  Algunos monjes de la mesa les lanzaban miradas reprobatorias y Santos dio un codazo al hermano Senén.

  —No diga eso, hermano. Es solo que nunca pensé que saldría de este monasterio, ya sabe, con mi problema…— Santos bajó la voz.

  —Déjate de tonterías, lo tuyo no es más que una de las muchas cosas que te hacen distinto y mejor que los demás brutos de tu edad. Solo tienes que tener más cuidado con lo que haces, y a nadie le viene mal un poco de precaución.

  A la mañana siguiente, mientras atravesaban los campos cubiertos de bruma, Don Francisco quiso saber si Santos había aprendido a leer:

  —¿De verdad te gusta hacerlo? —se asombró el anciano ante la ofendida respuesta afirmativa del joven— Pues esa es una buena noticia, yo poseo una hermosa biblioteca que apenas visito. La mayoría de los libros eran de mi difunta esposa, a ella le apasionaban las novelas de viajes y aventuras.

  Santos sonrió con la mirada a través del retrovisor. Nunca había leído una novela de viajes, aunque el hermano Senén le había hablado de algunos libros en los que el protagonista vivía increíbles peripecias. Por lo que sabía, aquellas lecturas no eran del agrado de los demás monjes, como tampoco lo era que Senén recordara con nostalgia los atributos femeninos de la sirena que adornaba la fuente del claustro en el monasterio de Samos, la casa madre de la orden.

  —…o quizás uno de Julio Verne —seguía diciendo don Francisco—, a Edith eran los que más le gustaban. Verne era su compatriota y ella siempre quiso traducir alguno al español, pero Guimerá se le adelantó.

  Santos se echó a reír a la vez que el anciano aunque no había entendido ni una palabra de su última frase. Don Francisco le tenía en buena consideración, podía notarlo. Seguro que al idiota de su mayordomo no le prestaba ninguna novela.

  La biblioteca era el espacio más luminoso y caldeado de la casona. Tenía un ventanal amplio con un bancal de piedra adosado y las paredes cubiertas por estanterías de madera en las que se apilaban libros llenos de polvo. A cada lado de la sala, una butaca mullida con su respectivo reposapiés tapizado en la misma cretona floreada, invitaba a acomodarse para disfrutar de una buena lectura. Gruesas alfombras de lana aislaban al lector de las losas heladas, y la pequeña chimenea aseguraba el calor y la sequedad de los libros. No obstante, el olor a humedad hacía suponer que aquel hogar llevaba mucho tiempo sin ser encendido, y en la atmósfera de la hermosa librería se respiraba únicamente tristeza y soledad.

  —Como te dije, era mi Edith quien cuidaba de la biblioteca. Cuando ella murió, dejé a José encargado de velar por sus libros, pero parece que no se tomó la petición demasiado en serio. Si mi querida esposa pudiera ver el estado polvoriento en el que se encuentra la mayoría de sus volúmenes favoritos, tendríamos que llamar a un médico, aunque seguramente para atender al pobre José.

  Santos permanecía en el centro de la estancia sin atreverse a mover un solo músculo. En el monasterio también había una biblioteca, aunque allí eran códices y biblias los libros que se amontonaban sobre las mesas de estudio de los monjes. Para Santos era un lugar oscuro y amenazador, todo lo contrario que aquella encantadora sala, que solo parecía esperar a alguien dispuesto a sumergirse en una buena historia.

  —Mira, te voy a dejar este. Creo que te gustará.

  Don Francisco le tendió un ejemplar encuadernado en piel marrón. Sobre el lomo se leía en letras doradas “Veinte mil leguas de viaje submarino”

  —Cuídalo mucho, que es la primera edición traducida, ¿ves? —el anciano abrió el libro por la primera página escrita y leyó: —“Única traducción española de Don Vicente Guimerá”

  Santos asintió, profundamente impresionado. Tomó el libro con reverencia y prometió que lo trataría con toda la delicadeza posible. Las palabras de agradecimiento se le apelotonaban en la garganta y no fue capaz de añadir a la conversación nada más que un gruñido espeso. Por suerte, don Francisco había vuelto a las estanterías y parecía estar buscando otro libro.

  —Sí, aquí está. Mira chico, toda una enciclopedia en la que podrás consultar aquello que no entiendas de la novela o de nuestras conversaciones sobre Política e Historia. No me mires así, te aseguro que la necesitarás —el anciano le puso la mano en el hombro —. No pretendo dudar de tu inteligencia, pero Verne era un hombre infinitamente más cultivado que tú y yo juntos, y te aseguro que habrá cosas en ese libro que querrás comprender mejor.

  Por la noche, de vuelta en su celda del monasterio, Santos encendió el candil y abrió la novela por la primera página. Un hermoso dibujo representaba a una ballena sumergiéndose en el océano. Bajo el agua, peces oscuros y ondulantes se mezclaban con pulpos que asomaban de tenebrosas cuevas submarinas. Recorrió con la vista cada línea del grabado y pasó las hojas con dedos trémulos hasta encontrarse con el primer capítulo. Aquella noche leyó hasta que el sueño acabó por vencerle y se durmió con el candil encendido, lo que le valió una reprimenda del hermano mayordomo cuando le pidió más aceite para la lámpara a la mañana siguiente. Desde entonces, cada anochecer seguía el curso del Nautilus a la luz de alguna vela escamoteada de la capilla, hasta que los párpados le pesaban demasiado como para mantenerlos abiertos. En ese momento, apagaba la llama temblorosa y se dejaba llevar por sueños cuajados de esturiones, pasajes submarinos y monstruos abisales.

  —Chaval, ¿estás enfermo? —le preguntó don Francisco una mañana en el garaje —Se te ve pálido, y con esas ojeras…si quieres, vuelve al monasterio y le diré a José que me pida un coche de caballos para salir.

  Santos, de pie junto al vehículo y con la portezuela de atrás abierta, enrojeció hasta las orejas mientras negaba con la cabeza:

  —Estoy bien, patrón. Lo que pasa es que don Julio me hace pasar las noches sin dormir.

  —¿Don Julio? ¿Es que acaso trabajas en otra casa?

  —No señor, me refiero a don Julio Verne, el hombre que escribió todas esas cosas sobre el mar.

  Don Francisco se echó a reír de buena gana:

  —Vaya, así que don Julio es el responsable de que mi chófer duerma menos que un gato en época de celo. Pues entonces me alegro, chico. Pero el Nautilus te estará esperando en el mismo sitio la noche siguiente, recuérdalo y seguro que serás capaz de dominarte.

  Aquella mañana, el Hispano-Suiza decidió brindarle a su chófer la oportunidad de demostrar lo que sabía de mecánica. Saliendo de Ribadavia, un humo blanco y espeso empezó a brotar del capó. El chico aparcó en la cuneta y se bajó para comprobar el estado de las entrañas del motor. El vapor le cegó por un instante al abrir el lateral de la chapa delantera y tuvo que espantarlo con la mano para comprobar que solo se trataba de un fallo en el circuito de refrigeración. Don Francisco también se había bajado del automóvil y observaba con curiosidad las tripas humeantes de su Hispano-Suiza.

  —No es nada, señor, pero será mejor regresar a la casa para que pueda ocuparme allí de repararlo.

  La cara de Don Francisco le asustó. El hombre contemplaba el motor del vehículo con el terror reflejado en sus pupilas. Santos siguió la mirada de su patrón hasta el radiador del coche: justo de donde emanaba el vapor, en el lugar en el que se insertaban las lujosas siglas de la marca en acero cromado, la mano de Santos se apoyaba como si tal cosa sobre el metal candente. La retiró con rapidez, pero ya era tarde: la piel enrojecida empezaba a caérsele a tiras.

  —Me he quemado —murmuró —. Lo siento, don Francisco.

  El hombre sacó apresuradamente su pañuelo del bolsillo para remojarlo en un riachuelo que corría junto a la carretera.

  —Ponte esto y, si puedes conducir, vámonos a casa. Llamaremos al médico para que te atienda cuanto antes.

  El doctor aplicó un ungüento amarillo a las heridas de Santos y vendó su mano en las cocheras del pazo. El chico maldecía sin cesar su despiste: por lo general, se cuidaba mucho de no cometer errores como aquel, y que don Francisco le hubiera visto era lo último que esperaba que ocurriera.

  —¿Te encuentras bien?

  Santos se sobresaltó. El médico ya se había marchado y don Francisco le observaba desde el umbral. Asintió, incapaz de pronunciar palabra.

  —¿Quieres venir a la biblioteca a consultar los mapas para ver por dónde pasa el Nautilus?

  Un suspiro de alivio se le escapó de los labios antes de seguir a su patrón al interior de la casa. Allí les encontró una hora después el mayordomo José, quien no podía creer que don Francisco hubiera invitado al mequetrefe del chófer a sentarse en el lujoso butacón de la librería. Una cosa era que le mostrara la estancia, pero tratarle como a un igual era más de lo que el criado podía tolerar. Así se lo contó a Rosario, la cocinera, que amasó con rencor la empanada para la comida, furiosa por ser la persona que más años había servido en aquella casa y la única que nunca había puesto un pie en las dependencias personales de don Francisco. Y la noticia de aquel evento, intrascendente para Santos y su patrón, se difundió con la rapidez de un rayo por la pequeña localidad de Leiro, convirtiéndose en el rumor más contado y escuchado de cuantos se habían intercambiado los vecinos en mucho tiempo.

  Desde aquella mañana, Santos y don Francisco procuraron dedicar parte de la jornada a recorrer sobre el mapamundi el progreso del Nautilus, que avanzaba por mares y océanos a la misma velocidad a la que Santos pasaba las páginas de la novela cada noche, acompañando con la llama de su vela al profesor Aronnax y a su ayudante Conseil. Junto a ellos, descubría animales sorprendentes bajo las aguas, pasajes secretos que comunicaban distintos mares, ciudades sumergidas y lugares del globo que jamás habría imaginado que pudieran existir. Pero lo más fascinante sucedió una noche cuando acababa de franquear el ecuador del libro y, por tanto, del viaje de sus protagonistas: poco después de la llegada al Atlántico del veloz Nautilus, el capitán Nemo decidía detenerse momentáneamente junto a la costa de la ciudad de Vigo, emplazamiento de una antigua batalla en la que varios galeones cargados de oro y plata habían acabado en el fondo de la bahía. Mientras los hombres de la tripulación del submarino recogían cofres repletos de lingotes, Santos perdió el hilo de la lectura por primera vez desde que comenzara el libro. Vigo estaba mucho más cerca que la bahía de Bengala o que el mar Rojo y, de ser cierto lo que el capitán Nemo afirmaba sobre la batalla, su ría estaba alfombrada de oro y plata.

  Apenas pudo conciliar el sueño, deseoso de preguntarle a don Francisco si aquello no era más que otra de las invenciones de Julio Verne o si de verdad en la batalla de Rande España había perdido barcos y tesoros a manos de la armada inglesa.

  —Pues esa parte del libro sí que es cierta —afirmó don Francisco ante un ojeroso Santos a la mañana siguiente—. El tesoro de Rande ha sido buscado tanto por los españoles como por franceses, suecos, ingleses y hasta italianos. Pero todavía nadie ha encontrado nada que merezca la pena bajo las aguas de la ría.

  —No puedo creerlo. Me gustaría llegar a ver con mis propios ojos los restos de esos galeones.

  —Bueno, chico, Vigo está cerca y suele haber expediciones cada cierto tiempo. Quién sabe, lo mismo hasta podrías ser tú el descubridor del tesoro.

  A Santos no se le escapó la nota de sarcasmo que tintineaba en la última frase de su patrón, pero si algo había aprendido de Julio Verne después de leer su biografía en la biblioteca del pazo, era que la voluntad y la imaginación podían superar hasta el mayor de los obstáculos. Por supuesto que se enrolaría en la siguiente expedición, ya encontraría la manera de hacerlo. Para empezar, a partir de entonces pondría buen cuidado de estar al tanto de cualquier noticia que llegara desde la costa.


5. Bath (Sur de Inglaterra), invierno de 1923

  El capitán Lochless leía el periódico acodado sobre el borde de la piscina del balneario New Royal Bath. El volumen de usuarios de los baños había disminuido al acercarse el invierno, y ahora podía disfrutar de su inmersión matutina sin demasiadas interrupciones en forma de codazos o atropellos de diversa índole.

  El retirado capitán médico Homer K. Lochless pasaba de los sesenta años, aunque aparentaba una década menos incluso ataviado únicamente con las escasas prendas de baño con las que se desenvolvía en el agua. Alto y delgado, poseía un andar felino y elástico que disimulaba a la perfección una leve cojera debida a un disparo sufrido en la segunda guerra de Afganistán, cuando apenas contaba veinte años.

  —Capitán, su ama de llaves acaba de enviarle esta nota. —uno de los mozos del balneario se había acercado al borde de la piscina. Llevaba en la mano una bandeja plateada sobre la que reposaba una carta.

  Lochless dejó el periódico sobre el bordillo y abrió el pliego de Mathilda, reconocible no solo por la pulida caligrafía de su interior, sino por el papel de alto gramaje que ella solía comprar en el almacén Barney’s de la calle Southgate. Su ama de llaves le recordaba que encontraría el almuerzo preparado en la cocina, ya que ella debía ausentarse para acudir a su cita semanal con la tumba de su madre en el cercano cementerio de Lansdown. Clarissa, la madre de Mathilda, había muerto unos años atrás con la satisfacción de dejar a su única hija convertida en la perfecta ama de llaves que ella misma había logrado ser. Aunque jamás dijo nada al respecto, Clarissa llegó a fantasear alguna vez con la posibilidad de que su Mathilda llegara a conquistar el corazón del apuesto y solitario patrón que la había contratado sin apenas hacerle preguntas, pero, pese a los secretos anhelos de la anciana criada, Homer K. Lochless y Mathilda compartían la casa que el primero poseía en las colinas Cotswold sin apenas cruzarse en todo el día.

  —¿Le importaría decirme qué hora es? —preguntó al mozo que le había traído la nota.

  Tal y como sospechaba, pasaban ya de las once de la mañana. Aquello significaba que se había retrasado más de lo que pensaba en su baño ritual y que debía apresurarse si quería llegar a tiempo a casa de la señora Purkiss. Cogió su toalla y salió del agua. En menos de veinte minutos se encontraba paseando enérgicamente por las lujosas y heladas calles del centro de la ciudad, en dirección a la casa de la viuda.

  Margaret Purkiss, de soltera Margarita Cañadas, alternaba el cuidado del fuego en la chimenea con frecuentes y ansiosas ojeadas a través de la cortina. El capitán no solía retrasar sus visitas, y si dejaba de acudir a su casa se vería en un desagradable aprieto económico. La pensión que su difunto William le había dejado tras morir en la guerra contra los Boers apenas era suficiente para mantener la casa que ambos habían compartido durante más de veinte años en la calle Westgate. Un suspiro de alivio se le aflojó en el pecho cuando le vio llegar, tan alto y anguloso como de costumbre, aunque su presencia tras el umbral le causó la misma inquietud de siempre. Hacía seis meses que la visitaba en su casa tres veces por semana, pero todavía no era capaz de decir que aquel hombre le inspirara la menor confianza o simpatía. Su continua observación y molestos comentarios acerca de cualquier detalle de la vivienda o de su persona, incluso en aquellos momentos en los que parecía estar concentrado en otras tareas, hacían que se sintiera intranquila antes y durante cada una de sus visitas. No obstante, se esforzaba por agradarle, pues, como procuraba recordarse a sí misma dos veces por semana, el capitán le pagaba bien y, además, era un candidato inmejorable para aliviar tanto su viudez como sus problemas monetarios.

  —Parece que algunas cosas han mejorado desde la última vez que crucé este umbral —dijo Lochless mientras le tendía a la viuda el sombrero y el bastón, sin molestarse en formular una disculpa por sus diez minutos de retraso —. Por fin ha decidido sustituir el ajado trapo que cubría la mesita por un nuevo paño, por ejemplo.

  Margaret dio un respingo. Aquello era cierto, aunque el capitán no podía saberlo, puesto que se encontraban en el hall de la casa y su nuevo mantel adornaba la mesa camilla del salón en el que daban clases, invisible desde el punto donde se encontraban.

  —¿Es que ha hablado usted con la señora Donelly? —aventuró Margaret, segura de que la chismosa dueña de la pañería se había ido alegremente de la lengua delante de su cliente.

  —No sé quién es esa mujer. Ni pienso decirle tampoco como he adivinado lo de su nuevo mantel —Lochless le guiñó un ojo a la vez que retiraba una pequeña hebra de hilo blanco de la manga de la asombrada viuda.

  El cochero le esperaba cuando salió de la casa de la señora Purkiss, a las doce y treinta y cinco minutos del mediodía. De vuelta a su finca, tomó el correo que Mathilda había dejado sobre la consola de la entrada y se dirigió al comedor. El ama de llaves le había preparado empanada de carne y sopa fría de pepino, ambos platos colocados en una bandeja sobre la que también reposaba una pequeña botella de vino con su copa. Lochless tomó la bandeja de la mesa y se acomodó en la butaca del salón para tomarse el almuerzo mientras repasaba la correspondencia, como solía hacer cada día. Para su enorme placer, una carta de su amigo Arthur coronaba el montón. Despachó facturas, invitaciones y asuntos epistolares menores a toda prisa, ansioso por conocer la opinión de Arthur acerca del proyecto que ansiaba emprender.

  Querido Homer,

  A pesar de que me alegra encontrarte tan enérgico en tu última carta, confieso que esperaba que los baños terapéuticos, el cultivo de las rosas y el estudio de las abejas campestres hubieran hecho de ti un hombre al fin en paz consigo mismo. Pero veo que sigues siendo el mismo investigador ávido y concienzudo de siempre aún estando lejos de Londres, y no sé si alegrarme o entristecerme por ello. En todo caso, me pregunto por qué te has mudado al campo, cuando probablemente en Bristol o Plymouth te resultaría mucho más fácil echar a andar la empresa ingente en la que deseas embarcarte, por no hablar de que sigues buscando financiación a pesar de que he puesto mi fortuna a tu servicio, pues sabes que soy rico gracias a ti, y que me sentiré eternamente en deuda contigo.

  Tu última misiva, imagino que por la excitación del descubrimiento, la encontré demasiado breve y me dejó con el ansia de conocer las razones que te han conducido a decidir que tu vida y tu cerebro deben preservarse eternamente. De igual manera, te pido me expliques con detalle los mecanismos deductivos que te han llevado a determinar que el objeto, elixir o ente maravilloso que buscas se halla en el norte de España, pues no encuentro la manera de relacionar dicha zona con las ubicaciones que leyendas y relatos dan a elementos tan preciados como la Piedra Filosofal o la Fuente de la Eterna Juventud.

  Mi querido amigo, sabes que tus razonamientos y deducciones me asombran desde que jugábamos al rugby en la universidad, cuando disfrutabas al teñir de escarlata a las mejillas de los más ilustres catedráticos. Aunque, por descabelladas que sonasen tus conclusiones, en estos cuarenta años que nos unen has demostrado estar en lo cierto las más de las veces, en esta ocasión encuentro harto complicado entender tus teorías y por eso te pido una explicación más extensa. Aunque, en todo caso, quisiera recordarte que son nuestras obras las que nos hacen inmortales, y según esto, tú y yo viviremos para siempre en las mías. Estimado Homer, a veces pienso que tan solo una buena mujer le evitaría a tu cerebro tantas horas de desgaste innecesario.

  Por mi parte, todo marcha como siempre. Continúo con mis viajes en búsqueda de las técnicas de contacto con el Más Allá utilizadas por chamanes y santones, algo que, como sabes, ocupa la mayor parte de mi tiempo desde que me retiré de la profesión médica. Afortunadamente, mi querida Jean me acompaña y comparte esta pasión mía que no todo el mundo entiende. Por cierto, te envía afectuosos recuerdos.

Sin más, se despide tu fiel amigo,

Arthur.

  Lochless plegó la hoja de papel para volver a introducirla en el sobre y se levantó de la butaca. Las cartas de Arthur solían iluminar el día más sombrío, aunque esta vez intuía en las letras de su amigo un poso de desconfianza que no le agradaba en absoluto. Sintió deseos de responderle en aquel mismo instante, pero ya era tarde. Debía partir sin demora hacia Bristol si quería llegar a punto a su cita con el naviero que podría financiar su proyecto. El señor Haddington poseía una vasta empresa de construcción de buques y los medios económicos necesarios para surtir de equipamiento a la nutrida partida de búsqueda con la que pretendía zarpar antes de la llegada del otoño. Pero antes, Lochless debía convencerle de la rentabilidad del proyecto y, para lograrlo, se había tomado su tiempo en rastrear el pasado del armador. Desde su infancia, transcurrida en el seno de una familia humilde de los muelles del Támesis, a su presente como próspero industrial, la línea de conexión más definida de todas era la de la ambición desmedida. Y aquel era el pilar sobre el que Lochless había construido su discurso.

 

  Mathilda regresó a la mansión a tiempo para la hora del té. Sabía que Lochless tenía una cita importante en Bristol y que pasaría la tarde ocupado en las gestiones de su nuevo e importante proyecto. Se puso el delantal y pasó por el salón para recoger la bandeja con los restos de la comida. Recolectó asimismo los sobres y pliegos de correspondencia y, tras lavar los platos y ordenar las pocas cosas que el capitán había tocado, se dispuso a responder a las invitaciones. Declinó en nombre de su patrón un total de tres bailes, dos tés y una merienda. Aunque la temporada de baños había pasado ya, Bath seguía disfrutando de una bulliciosa vida social de la que Lochless apenas participaba. Entre las cartas encontró la de Arthur, el amigo íntimo del capitán. Nunca había sido una mujer entrometida, pero las recientes actividades de su patrón la inquietaban demasiado como para no fisgar de tanto en tanto entre sus cosas, así que la abrió para leerla.

  Su curiosidad no hizo más que aumentar. Mathilda consultó el reloj de la cocina, todavía eran las cinco y, con toda probabilidad, Lochless no regresaría de Bristol hasta después de la cena, así que todavía disponía de tiempo para investigar un poco más. Tomó una gruesa llave de latón del armario y se dirigió al ala este de la casa, donde se encontraba la habitación que el capitán había reformado para acomodar el vasto laboratorio con los frascos y extraños instrumentos que había traído consigo desde Londres. La única estancia de la mansión a la que tenía prohibido acceder.

  Giró dos veces el picaporte y entró con paso vacilante. En su interior olía a algo químico y desagradable que la hizo arrugar la nariz. Apresuradamente, buscó a tientas la llave de la luz en la pared hasta encontrarla.

   

Entretanto Lochless, valiéndose de un vistoso mapamundi colocado sobre un soporte de madera, ponía al naviero Haddington en antecedentes. Le explicaba que en 1702 partió del puerto de Veracruz con rumbo a Cádiz un convoy de varios galeones que cargaban tesoros de la corona española y valiosas mercancías que los terratenientes y prósperos comerciantes emigrados habían depositado en México antes de enviarlas a su tierra natal. Escoltado por buques de guerra españoles y franceses, el convoy recibió en las Azores la noticia del estallido de la guerra de sucesión contra Inglaterra, Holanda, Alemania y Dinamarca, a consecuencia de la cual se había formado una poderosa armada Anglo-Holandesa que impedía la entrada de los barcos en los puertos del Cantábrico.

  A estas alturas de la narración, un hombre del pragmatismo de Haddington habría despachado sin reparos al parlanchín que pretendía darle una clase gratuita de Historia, pero Lochless había tenido la precaución de dejar sobre su mesa un ejemplar de la revista Pearson’s weekly convenientemente abierto por la página en la que el profesor italiano Carlo Iberti aseguraba que, entre la madera de los galeones de Rande —los mismos que acabaron hundidos bajo el fuego de la armada anglo-holandesa en el interior de la ría de Vigo —, reposaba un tesoro de no menos de veintisiete millones cuatrocientas noventa y tres mil setecientas nueve libras esterlinas.

  Lochless sabía que aquel argumento se bastaba solo para convencer al codicioso armador acerca de la conveniencia de su patrocinio, pero insistió en adornarlo mostrándole la estrategia de la batalla y como el convoy decidió refugiarse en la angosta y protegida ría de Vigo, hasta donde fue perseguido y después arrasado. Haddington escuchaba el relato perplejo, deseoso de saber la causa de que semejante tesoro se hubiese ido al fondo del mar y, lo que era más importante, como era posible que más de veinte expediciones no hubieran sido capaces de retirar más que unas pocas bandejas de plata y algunas monedas.

  —John Baker, el capitán del Montmouth, aseguró a su vuelta que en el Santo Cristo se embarcaron los tesoros saqueados al resto de galeones —explicó —. Por eso ésta fue la única nave española que nuestros compatriotas apresaron y remolcaron en lugar de hundirla. Pensaban llevársela con ellos repleta del oro y plata embarcados desde Veracruz, pero Baker cometió un error de novato en su huida: el desconocimiento de la angosta bahía hizo que, al partir apresuradamente con la marea baja, el Santo Cristo colisionara con el arrecife rocoso de las islas Cíes. Si hubiera demorado la salida tan solo unas horas, la victoria de la armada inglesa sería indiscutible.

  —¿Quiere decir que la tripulación del Montmouth no tuvo tiempo de vaciar las bodegas del galeón español antes de que se hundiera? —preguntó Haddington, visiblemente interesado.

  —Algunas de las piezas almacenadas en la parte superior del barco pudieron ser trasladadas al Montmouth, pero el Santo Cristo quedó literalmente despanzurrado tras el choque y se hundió deprisa a causa del peso del tesoro almacenado en su bodega. Hasta ahora, las expediciones al estrecho de Rande no han tenido en cuenta la crónica del capitán Baker, ya que esta pasó desapercibida entre los ecos de la victoria inglesa. El máximo responsable del Montmouth hubo de dar numerosas explicaciones a la corte por haber perdido el tesoro a causa de un error de principiante.

  Tal y como había previsto, cuando concluyó su relato el armador ya tenía entre sus manos chequera y estilográfica. Estaba dispuesto a sufragar cualquier gasto que la expedición requiriese, además de destinar uno de sus barcos a la prospección de los veintisiete millones de libras que llevaban esperándole más de dos siglos en el fondo del mar. Así, tras negociar con Lochless el irrisorio porcentaje de las ganancias que este reclamó humildemente, además de un sueldo por capitanear la expedición, Haddington cerró el trato convencido de que había hecho el negocio de su vida.

Mathilda entró en el laboratorio. Se trataba de una habitación amplia, cuya forma casi cuadrada hizo pensar a la criada que el señor Lochless había unido las dos habitaciones que componían aquel ala de la casa, simétrica a la opuesta. Los amplios ventanales estaban cubiertos con gruesas cortinas que apenas dejaban pasar un par de rendijas de luz durante el día. Sobre las estanterías de madera que cubrían las paredes, distinguió un sinnúmero de botellas ambarinas y otros recipientes de vidrio llenos de líquidos de diversa transparencia y tonalidad. Marcando el perímetro y adosada a los muros, una mesa corrida servía de apoyo a balanzas, lámparas, un microscopio y varios aparatos que no supo identificar. Tanto en la entrada como en las zonas bajo las ventanas, Lochless había colocado unos enormes y ásperos felpudos grises que reclamaban a gritos una sacudida para eliminar el polvo acumulado durante años. Mathilda se acercó al centro de la sala, donde se ubicaba una solitaria mesa de madera cuadrada rodeada de varios taburetes altos. A primera vista, se parecía a la mesa de su cocina, solo que la superficie aparecía salpicada de manchas oscuras y, en lugar de sus cuchillos y cucharones, sobre ella se habían dispuesto ordenadamente brillantes tijeras, bisturíes y un surtido muestrario de herramientas quirúrgicas. El ama de llaves se alejó de allí con rapidez, hacia la única esquina de la habitación que parecía inofensiva: la dedicada a los libros.

  Consultó los títulos, aunque la mayoría no le dijeron nada e incluso había alguno escrito en otro idioma, probablemente español. Mathilda conocía la relación entre Lochless y la viuda Purkiss, y se preguntó si ella estaría traduciendo aquellos libros para el trabajo de él. Con un repentino sonrojo, recordó los celos que le habían provocado al principio aquellas visitas que duraban una hora exacta hasta que, con el tiempo, había observado que las citas no provocaban ninguna emoción en el capitán y que este las trataba más bien como reuniones de negocios. No obstante, seguía sin comprender qué podía haber en común entre dos almas tan diferentes, la analítica y fría de Lochless y la pasional y frívola de la española.

  En la estantería, además, había cuentos y leyendas europeas, volúmenes sobre Química y Galénica, tratados de Alquimia, ejemplares que recopilaban la historia de América y algunos atlas muy antiguos. Sobre la mesa descansaban varios mapas en los que se señalaba un grupo de islas del mar Caribe. En muchas de las anotaciones que el capitán había hecho sobre los planos, la misma palabra se repetía una y otra vez: “Bímini”. Mathilda desconocía el significado de aquel término. También había mapas de Europa en los que el área remarcada se encontraba al noroeste de España. Aquello encajaba con el interés de Lochless por el español, los libros en este idioma y las visitas a la viuda Purkiss. Sin pensar en lo que hacía, Mathilda tomó el pliego entre sus manos para tratar de descubrir el nombre de la ciudad costera que aparecía marcada con un círculo, pero enseguida se arrepintió de ello. Su patrón, sin duda, se daría cuenta al instante de que alguien había tocado uno de sus planos. Aterrorizada, volvió a dejarlo sobre la mesa y miró sobre su hombro, temerosa de que Lochless entrara y la sorprendiera. Con cuidado, deshizo el camino andado y cerró la puerta del laboratorio con dos giros completos de llave, sintiéndose todavía más confusa que antes de su expedición.

  A su regreso de Bristol, Lochless se dirigió al laboratorio para investigar durante un par de horas antes de acostarse. Sacó del bolsillo su llave y entró de un salto, para evitar el felpudo que había al otro lado de la puerta. Como de costumbre, lo levantó para comprobar si alguien había estado allí en su ausencia y, para su sorpresa, encontró que las ampollas de tinta china colocadas bajo la alfombra habían reventado. Corrió revisar la misma trampa colocada bajo cada ventana: los diminutos viales seguían intactos, luego el intruso había entrado y salido por la única puerta de la habitación. Verificó que los cajones que había dejado ligeramente abiertos seguían en la misma posición, así como los armarios, sobre cuyas puertas colocaba un fino trozo de papel que se caería al suelo si eran abiertos: todo estaba en su sitio, nadie había entrado a robarle. Su mirada se dirigió entonces al lugar en el que pasaba más tiempo desde hacía unos meses, la mesa de lectura e investigación bibliográfica. Aparentemente, los libros seguían la misma posición: el tratado de Alquimia de Ferguson, la recopilación de canciones medievales de Chrétrien de Troyes y Eschenbach, los volúmenes de Fontaneda y Herrera y Tordesillas…sus ojos recorrieron la estantería y la mesa sin encontrar nada anómalo, hasta que reparó que, en el mapa sobre el que había señalado la ubicación del tesoro, el norte le apuntaba a él en lugar de hacerlo hacia la pared, como debería ser si la última persona en consultarlo lo hubiera dejado colocado en la posición correcta.

  Lochless sonrió para sí mismo. Una vez más, sus sospechas eran ciertas. Desde el día en el que la contrató, hacía ya casi diez años, supo que la inquebrantable Mathilda acabaría traspasando alguna frontera. 


Capítulo 6. Vigo, invierno de 1923

  Elvira Castroval contemplaba orgullosa el salón de su nueva casa, situada en la avenida de García Barbón, en Vigo. Aquel era, sin duda, el mejor piso del lujoso edificio al que acababan de mudarse, y no pensaba escatimar en gastos hasta verlo decorado como ella y su posición merecían.

  Muebles de ébano y teca traídos desde América, alfombras de lana y seda procedentes de India y China, porcelana inglesa sobre la que la criada colocaría los bocados más exquisitos para sus invitados ilustres y teteras de plata con las que sorprender a las damas de la sociedad viguesa a las que pensaba agasajar en cuanto estuvieran definitivamente instalados, completaban el ajuar que había adquirido durante los últimos tres meses.

  Sabía que no echaría de menos La Coruña, donde la familia había pasado los últimos años. El nuevo empleo de Manuel les había abierto las puertas de una ciudad moderna y cosmopolita, y no pensaba dejar pasar la oportunidad de conquistarla, de convertirse en alguien importante dentro de su sociedad.

  —Beatriz, no quiero verte con el pelo así. Ve y dile a Isa que te ayude a peinarte. En un momento saldremos a visitar a las damas del Gimnasio.

  Su hija, que acababa de entrar en el salón, la miró levantando una ceja, sin tratar de ocultar lo poco que le agradaban los planes sociales de su progenitora.

  —Pero madre, pensaba quedarme en casa leyendo…

  — ¿En casa? Creo que no lo entiendes bien —Elvira se acercó a su hija y la asió con fuerza por el brazo —, tienes diecinueve años y una posición que ganarte en esta ciudad. Vendrás conmigo, lo quieras o no.

  Beatriz suspiró con fuerza, lo que provocó el estallido de su madre:

  —¿Crees que la vida es fácil, estúpida? No sabes lo que he tenido que luchar para llegar hasta aquí, para darte todo esto —abrió los brazos abarcando la estancia, desde el suntuoso aparador de ébano que estaba junto a la puerta, hasta la ventana bajo la que discurría bulliciosa la calle de García Barbón, una de las más importantes de la ciudad —. Tú no sabes lo que es tener que ganarse un sueldo para comer. Yo empecé a trabajar en la botica del barrio cuando no tenía más de quince años, y todo lo que he logrado ha sido con mi esfuerzo. De haber sido por los intereses de tu padre, seguiríamos en Lugo, administrando las fincas de tu abuelo, ¡pero esa no era vida para mí!

  La chica se sentó dócilmente en el sofá. Conocía demasiado bien los arrebatos temperamentales de su madre, el torrente de recriminaciones que podía salir de su boca en forma de gritos ensordecedores cuando un segundo antes el temporal ni siquiera se veía venir. La mayoría de la gente se arredraba ante el carácter impredecible y furioso de Elvira Castroval, pero Beatriz había aprendido a soportar sus exabruptos desviando su pensamiento hacia otros asuntos. En cuestión de minutos todo habría acabado y discutir con ella carecía de sentido, así que se entregó al recuerdo de un hermoso vestido que había visto en una tienda aquella misma mañana, mientras su madre continuaba desgranando el rosario de acusaciones que la convertían en la peor hija del mundo.

  Un ruido en la puerta sacó a Beatriz de su ensoñación e interrumpió el soliloquio de Elvira.

  —Soy yo —anunció una voz masculina en el recibidor.

  —El que faltaba —murmuró la mujer, comprobando nerviosamente que su moño continuaba tan tirante como recién hecho.

  Manuel Castroval entró en el salón y besó a su hija. Era un hombre alto y apuesto, aunque sus ojos denotaban un profundo cansancio. Su esposa le miró con severidad.

  —¿Puedo saber por qué has vuelto tan temprano a casa? Esta tarde pensaba salir con Beatriz a visitar a las señoras de la sociedad recreativa “El Gimnasio”. 

  —Y no os lo impediré —replicó Manuel, tomando el periódico de la mesa y sentándose en el sofá junto a la ventana.

  —Manuel, eres el ingeniero jefe de la Panificadora, ¿no deberías estar dando ejemplo con tu trabajo en el proyecto? —insistió Elvira.

  Manuel miró a su hija Beatriz. A un gesto casi imperceptible de su padre, esta murmuró una disculpa y salió del salón, aliviada. Quedarse encerrada en su habitación sería mejor que soportar otra discusión entre sus progenitores.

—Querida —respondió Manuel —, creo que conozco mi cometido en la fábrica mejor que tú. Esta tarde pensaba dar un paseo para conocer la ciudad en la que voy a vivir los próximos años. Si no es tu deseo acompañarme, con gusto me las arreglaré solo.

  —¿Es que ya vas a buscarte una mujerzuela en Vigo?

  —En realidad, no —replicó el hombre, impermeable a las acusaciones de su esposa —. Voy a hablar con mi amigo Hipólito Rey.

  Elvira entornó los ojos. Aquel nombre le decía algo, aunque no era capaz de ubicarlo.

  —¿Y quién es ese? Te advierto que como llegues borracho a la cena vas a tener que vértelas conmigo. No quiero que el servicio conozca tus debilidades tan pronto, así nunca nos respetarán.

  —Hipólito también es ingeniero. Tiene un puesto importante en una conservera de la ciudad —la voz de Manuel sonaba cada vez más irritada.

  Elvira suspiró. No tenía sentido seguir discutiendo, probablemente el tonto de su marido decía la verdad, como siempre. En todo caso, desde su llegada a Vigo, Elvira sufría la ansiedad que le provocaban las salidas de él, no porque temiera que pudiera serle infiel —de sobra sabía de la afición de Manuel por las mujeres y no le importaba lo más mínimo, siempre que mantuviera su discreción habitual—, sino porque le conocía demasiado bien como para saber que, en cuanto pudiera, intentaría dar con el paradero de su hermano.

  Carlos Castroval llevaba más de veinte años sin dar señales de vida. Lo último que habían sabido de él era que, tras dejar su Lugo natal, se había trasladado a vivir a Vigo. Manuel ignoraba si su hermano había llegado a ejercer de abogado en la ciudad, aunque sospechaba que lo más probable era que se hubiera dedicado a escribir, pues tenía alma de poeta. Ya de niños, su imaginación desbordante había transportado consigo a Manuel hasta mundos imaginarios que hacían las delicias de ambos hermanos, aunque el pequeño era incapaz de ver aquellos paisajes oníricos que su hermano describía con todo detalle. Manuel adoraba a Carlos y siguió haciéndolo a pesar de la oposición familiar a los planes artísticos del primogénito. Después de su boda con Elvira, la situación se tornó aún más difícil ya que sus padres amenazaban a Carlos con desheredarle si no sentaba la cabeza y dividía sus intereses a partes iguales entre la justicia y el formar una familia, dos cosas que no entraban en los planes del chico. La situación se tensó de tal manera, que solo Manuel y su abuela paterna dirigían la palabra al díscolo joven. Hasta que, una mañana, Carlos se marchó de casa sin dejar siquiera una nota.

  Manuel supuso que su hermano había huido hacia el mar. Desde que, de niños, pasaran unos días en Ribadeo, Carlos no había dejado de soñar con el día en el que viviría cerca de la playa, contemplando el hipnótico ir y venir de las olas mientras escribía poemas sobre peces de colores y sirenas cantarinas. Al principio, trató de indagar por su cuenta, escribiendo a algunos amigos de la carrera que se habían trasladado a Vigo y Coruña para trabajar en la industria de ambas ciudades, hasta que uno de ellos le confirmó lo que sospechaba: habían visto a Carlos descargando pescado en el puerto de Vigo, delgado, triste y cubierto de porquería.

  —Elvira —le había dicho a su mujer aquella noche—, voy a viajar a Vigo. Han visto a Carlos trabajando en los muelles y quiero convencerle para que vuelva. Hablaré también con mis padres y trataré de arreglar las cosas entre ellos y mi hermano.

  Aquellas palabras habían desatado la furia de Elvira que, enfundada en su camisa de dormir, había saltado de la cama como movida por un resorte, para plantarse de pie ante el asombrado Manuel:

  —¡Ingrato! —vociferó en aquella ocasión — ¡Tu hermano no es más que un miserable desagradecido! ¡Y tú no eres mucho mejor! ¿Así vas a pagar a tus padres todo lo que han hecho por ti? ¿Crees que necesitan saber que el vago de su hijo anda arrastrándose por las tabernas del puerto de Vigo?

  El sermón de Elvira había continuado ininterrumpidamente durante casi media hora, aunque Manuel se convenció mucho antes de que buscar a su hermano no le haría ningún bien a su familia. El enfado de su esposa duró tres días con sus noches, hasta que él le compró un broche de plata y la aplacó con la noticia de que le esperaba un puesto de ingeniero jefe en una fábrica de La Coruña, con un sueldo mucho más suculento que el ganaba en Lugo como aprendiz.

  Poco antes de marcharse la pareja, un nuevo escándalo sacudió a la familia de Manuel. Una tarde, Elvira le comunicó que su abuela política había confesado, en uno de sus inusuales momentos de lucidez, que Carlos se había llevado con él su medallón de oro y plata. Desde entonces, la anciana permanecía inconsolable, lloraba a todas horas por su marido muerto y la pérdida de su querido medallón.

  —Pobre Candelaria —había susurrado la madre de Manuel a su hijo —, tanto tiempo guardando el secreto para no disgustar a la familia. Al final no ha podido más y se lo ha tenido que confesar a tu mujer.

  A pesar de que nadie más en la casa se atrevía a cuestionar ni la lucidez repentina de la abuela ni la honestidad de Elvira, Manuel decidió ser prudente y no manifestar a su esposa la más mínima de las sospechas que albergaba. Ya tendría ocasión de demostrar que su hermano Carlos era incapaz de robar ninguna joya de la familia.

  —¿Acaso te has quedado sordo? —la estridente voz de su esposa sacó a Manuel de sus recuerdos — Te decía que deberías buscarnos un chófer. Nunca alcanzaremos una posición social decente si Beatriz y yo seguimos arrastrándonos por esta ciudad con las faldas llenas de barro.

  Manuel no respondió. Miró el reloj sobre la chimenea y constató que apenas quedaban veinte minutos para su cita con Hipólito. Con toda tranquilidad, se levantó y salió de la casa dejando a Elvira con la palabra en la boca, roja de indignación.

  En su cuarto, Beatriz esperó pacientemente a que su madre dejara de bramar a solas en el salón. Pese a sus evidentes diferencias, debía reconocer que ambas compartían una misma opinión: necesitaba encontrar un pretendiente cuanto antes. El único matiz que las diferenciaba con respecto a este objetivo era que, mientras su madre buscaba al yerno que la catapultara a la cima de la sociedad viguesa, Beatriz se conformaba con que cualquier buen hombre se la llevara muy lejos de allí. Tenía casi veinte años y no había nada que anhelara con mayor fervor que huir de la casa paterna para no ver a su madre más que en público y durante algún evento o fecha señalada.

  — ¡Beatriz! —la oyó gritar.

  Se levantó de un salto de la cama y recompuso su peinado frente al espejo antes de dirigirse a la puerta. Justo antes de salir del cuarto, se alisó la falda y respiró hondo. Con toda seguridad, su madre seguiría enfurruñada hasta que fuera bien recibida por otras aburridas señoras de alguna sociedad recreativa o junta de caridad. Mientras tanto, Beatriz trataría de evitar cualquier paso en falso que pudiera desencadenar otro de sus insoportables arrebatos.

  Manuel Castroval decidió acudir a pie a su cita con Hipólito Rey. Abrió su paraguas negro y caminó hasta la céntrica calle del Príncipe, donde se encontraba el café en el que había quedado para verse con su amigo. Aunque en Vigo el clima era más templado que en La Coruña, agradeció la atmósfera cálida del local, puesto que las tardes todavía eran frescas y no se había echado encima nada más que la chaqueta del traje.

  Hipólito Rey era un hombre robusto de mejillas encarnadas. Hacía muchos años que no se veían, pero Manuel reconoció al momento sus ojos risueños y el gesto amable de su boca.

—¡Manuel Castroval, deberías compartir tu secreto!—exclamó riendo al tenderle la mano —. Mientras otros estamos cada vez más gordos y calvos, tú pareces rejuvenecer con cada año que pasa.

  Manuel sonrió satisfecho, pues Hipólito sí había envejecido mucho desde la última vez que se vieran:

—Querido amigo, es una gran alegría para mí tener a personas como tú en esta ciudad. Mi familia y yo apenas conocemos a nadie aquí.

  —Bueno —respondió Hipólito, risueño—, mi esposa asegura que la tuya se esfuerza en conseguir amistades prominentes.

  Manuel enrojeció hasta la raíz del cabello. Al parecer, las insistentes visitas de su mujer a los círculos sociales más selectos de Vigo eran ya motivo de habladurías. Decidió apartar de su mente la imagen de Elvira y se concentró en dirigir la conversación hacia el punto que le interesaba:

  —Recuerdas a mis padres de cuando estudiábamos, ¿verdad Hipólito?

  Ahora fue el otro quien notó sonrojarse su ya rubicunda tez. Con un carraspeo sonoro, se apresuró a responder a su viejo conocido:

  —Mis más sinceras disculpas, ¿qué tal se encuentra tu señora madre? ¿y el resto de tus parientes? Espero que todos ellos gocen de buena salud.

  —Mis padres fallecieron hace algunos años —respondió Manuel bajando la vista hacia la copa de coñac que el camarero acababa de dejar sobre la mesa —. Gracias a su herencia disfrutamos de una buena posición económica, pero no es de eso de lo que quería hablarte.

  —Vaya, mi más sentido pésame —respondió Hipólito inclinándose hacia adelante —, pero entonces no sé en qué podría ayudarte. Apenas recuerdo a nadie más de tu familia.

  —Mi hermano Carlos se trasladó a vivir a Vigo hace ya más de veinte años, ¿te acuerdas de él? En una carta me dijiste que le habías visto descargando pescado en el puerto.

  Hipólito entrecerró sus pequeños ojos. Había empezado la conversación con mal pie y estaba dispuesto a remediarlo cuanto antes:

  —Es cierto —respondió con la respiración agitada —, le recuerdo. Le vi un par de veces en el muelle, pero no lo asocié con tu hermano Carlos hasta que lo preguntaste en aquella carta.

  —¿Y has vuelto a verle desde entonces?

  —En aquella época —continuó Hipólito, sintiendo que se metía lentamente en un pozo negro, a medida que las mentiras acudían a sus labios —, yo era un hombre muy ocupado y ambicioso. Conforme ascendí en la conservera ya no necesité volver a visitar el puerto, lo lamento.

  Manuel no ocultó su decepción. Se echó hacia atrás sobre el respaldo del butacón que ocupaba y se atrincheró en un obstinado silencio a pesar de que su viejo amigo trataba por todos los medios de reflotar la conversación con temas banales. Finalmente, apenado y arrepentido, Hipólito murmuró una excusa y salió del café para regresar a su casa bajo la lluvia, que caía cada vez con mayor intensidad.

  Se puso el sombrero pero no abrió el paraguas, se merecía empaparse hasta el tuétano. No se había comportado con honor ni con sinceridad con aquel viejo amigo que precisaba su ayuda. Los recuerdos que había enterrado durante todos aquellos años fluían ahora delante de sus ojos como si estuviera viendo una película en el cine Royalti: el joven Carlos Castroval, delgado y con aires de soñador, dirigiéndose a él para pedir la mano de su cuñada Otilia; los gritos de Noelia, su mujer, al enterarse del romance entre su hermana y aquel bohemio muerto de hambre, desoyendo los débiles argumentos de Hipólito acerca de sus orígenes acomodados en Lugo; la prohibición expresa a la joven Otilia de seguir viendo a Carlos, que había provocado la huida de ambos y el repudio de la familia; y, finalmente, el nacimiento de la pequeña Cristina y la desaparición repentina de Carlos, cosa que había zanjado el tema y a la vez arreglado el entuerto familiar. Así habían pasado más de cuatro lustros, durante los cuales jamás se volvió a hablar del desaparecido Carlos excepto en las contadas ocasiones en las que su hija preguntó por él, recibiendo como respuesta las palabras más desalentadoras e incluso algún que otro bofetón.

  Manuel acababa de desenterrar unos recuerdos demasiado peligrosos para la familia de Hipólito. Las cosas estaban bien ahora, solo quedaba conseguirle un trabajo o un buen marido a Cristina y dejar que las arenas del tiempo volvieran a sepultar por completo a Carlos Castroval.


Capítulo 7. Leiro (Orense), primavera de 1924

  Santos lustraba el guardabarros del Hispano-Suiza con un paño suave. Conocía aquel coche como a su propio cuerpo: sabía cuándo necesitaba añadir más aceite, llenar el depósito de agua o, sencillamente, sacarlo a devorar la carretera. Aquella era la séptima mañana consecutiva en la que don Francisco decidía permanecer en la casa, a pesar de que el sol primaveral se atrevía a asomarse de cuando en cuando entre las nubes, y que los verdes del monte eran más intensos que en cualquier otra época del año. José, el mayordomo, decía que el patrón estaba de luto por el aniversario de la muerte de la señora Edith, acontecida a finales de marzo siete años atrás. Santos no se fiaba demasiado del criado, pero intuía que aquella era una razón poderosa para no querer levantarse de la cama hasta que el duelo volviera a pasar otro año más, así que prefirió no molestar a don Francisco hasta que él mismo decidiera volver a navegar sobre las cuatro ruedas del Hispano-Suiza.

  Además de la carretera, Santos extrañaba las conversaciones con su patrón y, sobre todo, las lecturas que este le proporcionaba. Desde la expedición submarina del profesor Aronnax a bordo del sumergible Nautilus, un rosario de personajes intrépidos había corrido las más fantásticas aventuras delante de sus ojos: Jim Hawking y la búsqueda del tesoro, el terrible periplo de Arthur Gordon Pym —que le había costado varias noches en vela, pendiente de cada crujido del suelo del monasterio —, el viajero encaramado a la máquina del tiempo de Wells y la apuesta de Phileas Fogg. La perspectiva del mundo había cambiado por completo desde su conversión en ávido lector, ahora quería ser él quien descubriera nuevos territorios y tesoros hundidos, quería desvelar misterios y correr tantas aventuras como los personajes de aquellas novelas. La vida en el monasterio, la pequeña aldea que les rodeaba e incluso su nuevo trabajo como chófer se le habían quedado repentinamente pequeños, y sentía que se ahogaba en un mundo conocido y rutinario, cuyos días eran demasiado largos e iguales entre sí. Pero, sobre todo, necesitaba ver el mar. Desde su primera lectura, anhelaba sumergirse en el océano como los personajes de Verne. Quería saber qué se sentía al navegar hacia el horizonte azul, necesitaba hundir sus manos en las olas y desentrañar los secretos que Poseidón custodiaba bajo las mismas.

—Don Francisco quiere que vayas a su cuarto —José, el mayordomo de la casa, interrumpió los pensamientos de Santos, que corrió hacia el interior de la mansión guardándose la gorra en el bolsillo.

  Nunca había entrado en la habitación principal, aunque sabía dónde se encontraba. Subió las escaleras en unas pocas zancadas de sus largas piernas; si don Francisco quería verle sin duda era porque sucedía algo importante. El corazón se le aceleró al pensar que su querido patrón pudiera estar enfermo, ¿y si quería hablar con él antes de exhalar su último suspiro?

  Con las rodillas temblorosas, se detuvo unos instantes ante la puerta para reunir fuerzas y llamó suavemente con los nudillos antes de entrar en la pieza.

  Don Francisco estaba en la cama. Llevaba puesta una chaqueta de lana gruesa, a pesar de que en la chimenea ardían un par de troncos de leña. Sostenía un libro entre las manos y le miraba con ojos risueños. Al verle la cara, a Santos se le descompuso el ánimo. Aunque su patrón era ya un hombre entrado en años, parecía haberse transformado de golpe en un anciano decrépito. Su rostro aparecía hundido en las mejillas y en las órbitas de los ojos, y su nariz se había afilado todavía más. Levaba el bigote y la barba descuidados, y la nuez se le marcaba al sonreír.

  —Dios bendito, a juzgar por el gesto que se te ha puesto al verme, debo de tener un aspecto aterrador —dijo con una risita —. Mejor así, deseo decirte algo importante que no debes tomar a la ligera.

  Dio unas palmadas en el borde de la cama y Santos corrió a sentarse junto a él en cuanto hubo cerrado la puerta.

  —Hoy esperamos visita, creo que te llevarás una buena sorpresa.

  —¿Se encuentra usted bien, don Francisco? Quiero decir… ¿estoy aquí a causa de su testamento? 

  Le sorprendió el retumbar de la risa franca del hombre, que acabó tosiendo con fuerza.

  —Válgame el cielo, ¿mi testamento? Lo que tengo es un resfriado y la pena por mi mujer, que retorna como las golondrinas con cada uno de los aniversarios de su muerte. Espero salir de ésta, hijo, en cuanto pasen unos días sin duda me encontraré mejor.

  —Entonces, señor —dijo Santos, cuyas mejillas estaban encendidas —, ¿para qué me ha mandado llamar?

  —Lo sabrás en unos minutos. Como te dije antes, esperamos a otro invitado. Ambos te queremos bien y consideramos necesario hablarte de un asunto de suma importancia para tu futuro. Mientras tanto, puedes contarme qué estás leyendo ahora.

  Durante unos minutos, Santos le habló de su lectura más reciente. Como siempre, encontraba un placer inmenso en comentar con don Francisco las novelas que leía, ya que este siempre conseguía darle otra visión de los personajes al imaginar las intenciones del escritor. Por un momento, olvidó sus preocupaciones y la incomodidad que le producía encontrarse en aquella situación, pero unos golpes en la puerta rompieron el hechizo y el nudo en el estómago se le apretó de nuevo.

  La cabeza de José apareció en el umbral para anunciar a la visita y, un segundo después, la robusta silueta del hermano Senén avanzaba por la habitación hacia la cama. Antes de que Santos hubiera cerrado la boca, el monje había tomado una silla y se sentaba frente a los dos hombres.

  —No pongas esa cara, ya sabes que somos viejos amigos —dijo sonriente, mirando con cariño a don Francisco —. Son muchos años y enormes favores los que debo a Paco.

  —Gracias, amigo —repuso el anciano—. Podríamos extendernos en viejas historias, pero le debemos al joven Santos una explicación acerca de nuestra pequeña conjura, ¿no te parece?

  —Tienes razón, Paco —Senén volvió la mirada hacia Santos —. Hijo, hemos pensado que ya es hora de que vueles fuera del nido.

  Santos le miró sin comprender. Don Francisco emitió de nuevo la risa profunda que le provocaba tos.

  —Cielos —dijo al recuperar el aliento —, creo que ahora entiendo por qué no has progresado en la jerarquía eclesiástica, amigo Senén. Tus maneras son directas y carecen del anestésico necesario para interactuar con la curia de los de tu gremio.

  —De acuerdo, volveré a intentarlo —repuso el monje, divertido —: Santos, ya tienes veintidós años y apenas has viajado más allá de Ribadavia, por fortuna nunca has mostrado la menor inclinación hacia la vida monacal y eres demasiado listo como para pasarte la vida trabajando en el campo.

  —Eso está mejor —continuó don Francisco —. Coincido con Senén, hijo, y ambos hemos decidido que vamos a ayudarte a cambiar de rumbo. Como sabemos que te gustan los coches, se nos ha ocurrido que podrías empezar por ahí. Te hemos encontrado un buen trabajo, de chófer y mecánico de unos aparatos alemanes de fábula. Te aseguro que te gustará.

  El chico meneó la cabeza, confuso.

  —Me he puesto en contacto con Antonio Valcarce, uno de mis antiguos alumnos del seminario de Lugo —siguió Senén —. Se trata de un industrial que va a construir una gran fábrica panificadora. Para el reparto necesita chóferes expertos en mecánica, encargados de unas camionetas modernas que acaba de traerse de Alemania.

  —¿Y dónde está esa fábrica?

  —Piensa inaugurarla después del verano. Le he escrito hablándole de ti y de tus habilidades con los coches, y quiere contratarte.

  —Senén, el chico te ha preguntado dónde pretendemos que pase los próximos años. Creo que es lógico que sea lo que más le intrigue de todo este asunto.

  —En Vigo —aclaró el monje —, la fábrica panificadora estará allí. No tienes por qué decir que sí ahora mismo, pero te advierto que este tren no es de los que pasan con frecuencia.

  La idea de abandonar el priorato y su trabajo de chófer le parecía aterradora, pero había algo más poderoso en aquella oferta, un detalle que le empujaba irremediablemente a aceptarla, fueran cuales fueran sus consecuencias: en Vigo estaba el mar, el escenario de la batalla en la que se había perdido una inmensa fortuna venida de las indias, el lugar donde el capitán Nemo se surtía de oro y plata para apoyar las revoluciones sociales de tierra firme. Viviría en aquella bahía, cerca del tesoro que nadie había sido capaz de encontrar. Podría ver el mar cada día, bañarse cuando se le antojara…

  —De acuerdo —se oyó decir.

  Sus dos mentores le miraron con las cejas enarcadas. Senén fue el primero en hablar:

  —¿Ya lo has decidido? Creo que deberías tomarte un tiempo para pensarlo y resolver tus dudas. Mi amigo Valcarce no tiene inconveniente en responder a cuantas cuestiones quieras que le planteemos en una carta.

  —Estoy seguro —repuso Santos —. Quiero irme a Vigo.

  —Chico, haces lo correcto. Yo te ayudaré en todo lo que pueda, tengo amigos en Vigo que pueden conseguirte alojamiento, y el dinero para establecerte hasta que cobres tu primer salario no será un problema.

  —Gracias, don Francisco. Ahora preferiría irme a dar una vuelta, si no me necesita esta mañana.

  Éste asintió, y Santos salió de la habitación seguido por la mirada aturdida de los dos hombres,

  —Vaya, esto sí que no me lo esperaba —murmuró el monje, frotándose las comisuras de los labios.

  —Cualquiera diría que no te alegra haber conseguido nuestro propósito.

  —Por supuesto que me alegro, Paco. Pero conozco al chico y no es de los que se deciden fácilmente. Santos tiene una peculiaridad a causa de la que se siente inseguro y diferente del resto del mundo.

  —Lo sé —repuso don Francisco.

  —Vaya, tampoco creí que te hubiera hablado de eso.

  —No lo hizo. Sencillamente tuve la oportunidad de observar que no siente dolor, ni siquiera cuando se quema.

  —Tampoco percibe el frío ni los golpes —asintió Senén —. De niño, estuvo a punto de morir varias veces. Para serte sincero, siempre he temido por ese don que tiene y bien sabe Dios que he tratado de ayudarle a darse cuenta de las cosas que debe evitar.

  —Me consta que lo hace, Senén, pero debes confiar en él o jamás creerá en sí mismo.

  —Cómo se nota que no tienes hijos —respondió el monje con un suspiro.

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