4

HASTA MAÑANA



3

LA PICHA DEL DIABLO


–Tienes que ayudarme, Antonio –me dijo mi padre–, voy a ir al infierno.

–¿Tantas cochinadas has estado haciendo con tu novia? –le pregunté yo.

Cómo me arrepiento ahora de haberle dicho esas cosas. Confieso que lo hacía para obligarle a decirme aquello de que a un hombre de mi posición le debería dar vergüenza hablar así a su padre. Me hacía mucha gracia sacarlo un poco de sus casillas. Pero esa mañana no me hizo ni caso. Fue una mala señal, una más, porque durante el paseo no se quejó al alejarnos de la residencia más de lo habitual, porque no miró la hora ni una vez en el tiempo que estuvimos sentados al sol en el jardín, y porque tampoco dijo una palabra de Covadonga, su cuidadora favorita, a la que yo llamaba su novia. Aunque era más fea que un demonio, hablaba de ella sin parar, no sé qué le veía, pero por ella no dejaba que nuestros paseos diarios se alargaran demasiado y por ella miraba el reloj continuamente. Qué gracia me hacía entonces, y qué poca me hace ahora. Yo me había jurado durante la pandemia que, si no se lo llevaba el virus, iría a visitarlo todos los días de lo que le quedara de vida. Y lo que encontré después de algo más de un año sin verlo fue a un pobre viejo derrotado por los pañales, la silla de ruedas y la metástasis, pero al que para mi sorpresa le brillaban los ojos al oír un nombre: Covadonga. Me avergüenza reconocer que ese idilio, que yo consideraba casi infantil, me parecía el ingrediente perfecto para hacerle más llevadera la última etapa de su vida, y acepto con resignación que, llegada mi hora, pagaré por haber considerado un regalo de Dios la aparición de esa maldita mujer.

–¿Papá, cómo es posible que acabes en el infierno con lo que has ido a misa?

–Porque maté a un hombre, Antonio.

–¿Tú?

–Sí, yo.

No lo tomé en serio. No pude porque mi padre había sido guardia civil, aunque solo un par de veces al año sacaba la pistola de la cajita metálica que guardaba en el primer cajón de su armario, justo detrás de las corbatas y los cinturones. Le había oído decir tantas y tantas veces que era un guardia de oficina, que me costaba imaginar que en sus primeros años de servicio se hubiera podido ver envuelto en algún incidente desafortunado. Sin embargo, resultó ser cierto: había matado a un hombre, se puede mirar en Internet, hasta aparece en la Wikipedia.

El recuerdo seguía fresco en su memoria. No había olvidado que el veintisiete de septiembre de 1975 fue sábado y que le dieron la orden de disparar a las nueve y media de la mañana. Cuando me dijo que se había presentado voluntario, me costó creerlo, pero no le interrumpí. Nunca supo por qué lo eligieron. Recordaba que su capitán quiso hablar con él nada más saberlo y también que le dieron mil palmadas de felicitación camino de su despacho. Primero le ofreció tabaco y luego le ordenó, porque según mi padre fue una orden, que disparase a los huevos de aquel pobre infeliz para que se presentara en el infierno sin pelotas. Allí sabrían qué hacer con él, le dijo. Para complicarlo todo un poco más, esa misma mañana muy temprano, el jefe del pelotón amenazó con montarle un consejo de guerra al que se le ocurriera disparar a cualquier parte del cuerpo que no fuera un punto vital. Y me aseguró que de vez en cuando aún le despertaba el griterío de los guardias civiles y militares que habían ido a ver los fusilamientos como si fueran una corrida de toros.

–Yo tenía veinticuatro años, Antonio, no sabía lo que hacía.

–¿Y le disparaste a los huevos?

–El jefe del pelotón no cumplió su amenaza.

No solo no la cumplió, reconoció mi padre, sino que haber formado parte de aquel pelotón le ayudó a ascender y le abrió alguna puerta para conseguir un puesto administrativo con horario de oficina, que era lo que mi madre le pedía para dormir tranquila por las noches.

–Quiero que me incineres, Antonio.

–¿Y eso? No creo que a mamá le guste mucho la idea.

–¡A tu madre la dejas en paz! A mí me incineras, y tiras las cenizas a…

–… ¿Sabía mamá lo del fusilamiento?

–Claro que lo sabía, fue ella la que me pidió que me presentara voluntario.

–¿Te lo pidió mamá?

–Quería que yo matara a uno primero por si acaso.

–¿Por si acaso qué?

–Por si acaso luego me mataban a mí en un atentado.

–Muy propio de mamá, pero ya han pasado… ¿cincuenta años?

–Cuarenta y ocho.

–A Dios se le debe haber olvidado.

–¡Qué cosas dices! Y no, no se le ha olvidado.

–¿Te confesaste?

–¡Pues claro!

–Entonces todo arreglado, seguro que Dios te perdonó en su día.

–Que no, que no me ha perdonado.

–¿Cómo que no? Confía en mí, yo entiendo de eso, si el arrepentimiento es sincero…

–… No me habría enviado a Covadonga si me hubiese perdonado.

–¿Qué pinta tu novia en esto?

–No tiene huevos, Antonio.

–¿Quién?

–Ella.

–¿Cómo va a tener huevos si es una mujer?

–Pero tiene picha.

–¿Papá…?

–Reza por mí, Antonio.

–¿Papá, le has metido mano a Covadonga?

–Vámonos ya, estoy cansado.

No le oí una palabra más. Lo llevé de vuelta a la residencia, me despedí de él como cada día y solo me respondió con un gesto de la mano. Pregunté por Covadonga, no porque en ese momento creyera lo que mi padre me había contado, sino para saber si también le notaba algo raro. Pero Covadonga tenía turno de noche, y la encargada se limitó a decirme que mi padre estaba estupendamente.

Murió esa noche. La médico me había explicado que podría suceder en cualquier momento, pero hasta a ella le sorprendió que ocurriera tan pronto. Así que rezo mucho por él, como me pidió, aunque no lo incineré, su ataúd descansa junto al de mi madre según lo previsto. Me gusta pensar, y que Dios me perdone, que ella no dejará que le pase nada mientras yo encuentro a Covadonga. La busco porque no volvieron a verla por la residencia, no fue a trabajar esa noche y no llamó ni dejó un mensaje, se esfumó. Pregunté si habían recibido alguna queja de ella, y me dijeron que no, que al contrario, que ojalá todas fueran así. Por eso necesito encontrarla, un amigo guardia civil me está ayudando, y también un colega del obispado con experiencia en este tipo de asuntos. Me insiste mucho en la necesidad de actuar con cautela, pero yo reconozco que me muero de ganas por tener unas palabras con… ¿ella?



2

NIEVES

No tienes dieciséis años, Nieves, y yo voy ya por los cincuenta y dos, lo sabes, como sabes que fui a verte al hospital cuando naciste o que no soy tu padrino de puro milagro, sabes también que te enseñé a montar en bicicleta sin ruedines porque querías ser una niña mayor, te lo he contado mil veces, o que a los seis te enfadaste con tu madre porque te explicó que yo no podía ser tu novio, qué gracia me hizo aquello, una tarde hasta te escondiste debajo de tu cama para que no te viera, llorando, decías que estabas muy fea sin el diente que se te acababa de caer, ¿y la piscina?, ¿qué me dices de la piscina?, en el agua eras valiente y escurridiza, nunca te asustó el trampolín, pero el verano que te sentaste en mis rodillas para soplar las doce velas de tu tarta me provocaste la primera erección, jamás podré olvidar ese biquini verde, ni el apuro, y cuando cumpliste quince, cuando yo pensaba que con un ciclomotor conseguiría que me olvidaras, me pediste un beso, un beso de verdad, y ahí se acaba tu culpa porque, ¿sabes?, no es culpa tuya que ayer me volvieras a enviar un selfi, un selfi en el que saludabas a la cámara sonriendo como una actriz porno justo después de terminar su número, lo que te resbalaba por las mejillas era leche condensada, me lo has dicho hace un rato muerta de risa, ¿qué te creías?, me has preguntado… muerta de risa… de nada sirve que te repita que tu madre y yo somos de la misma promoción, veinticuatro años llevamos trabajando juntos, de nada sirve que te recuerde que tu padre me abriría en canal si supiera que te he vuelto a traer a Villaverde, a este maldito hotel, y que estoy mirando la nieve por la ventana mientras espero a que salgas del cuarto de baño para devolverte a tu casa, sí, miro la nieve que no se va, el temporal ya ha pasado, pero sigue ahí y apenas me deja ver la autovía o Getafe, a Getafe solo le faltan los renos por encima, y pensar que al principio hasta disfruté de la nevada, que se me ocurrió que los copos estaban borrando lo más feo de Madrid, que estaban dejando el lienzo en blanco otra vez para que alguien lo pudiera pintar de nuevo y mejor, pero la nieve engaña, es una trampa, te bloquea, te corta el paso, te obliga a dar rodeos y a caminar con mucho cuidado, y luego se congela y resbala, resbala en el suelo y resbala por los tejados para caer sobre ti como una guillotina…
Oigo la cisterna del cuarto de baño, por fin sale. Se me abraza y mira también por la ventana. El pompón de su gorro de lana me hace cosquillas en la nariz, no se lo ha quitado desde que se subió al coche.
–Antonio –ronronea–, ¿hacemos un muñeco de nieve?


1

MI MANHATTAN PARTICULAR

–¿De verdad, Antonio, una puta en la azotea?

–Baja la voz, mujer, la gente nos está mirando.

–Con la mascarilla da igual. ¿Y qué hacía una puta en la azotea?

–¿Qué va a hacer? Trabajar. Como en la calle no podía, pues la subieron a la azotea.

–¿Y los clientes?

–Vecinos del edificio y los que saltaban de otras azoteas.

–¿Para follar al raso?

–No, mujer, en una tienda de campaña.

–No lo veo, Antonio.

–Espera, hay más…

–… ¿Te enamoras de ella, claro?

–Claro, pero es un amor imposible porque Ivanna…

–¿Ivana?

–No, Ivannnna, alargando la ene. Para mí ella es un ángel caído del cielo, pero luego muero un poco cuando descubro lo que es.

–¿Mueres un poco?

–Sí, oye, espera, voy a comprar unos caramelos ahí.

–¿Ahí? ¿Con la cola que hay?

–Falta una semana para Navidad, mira cómo está la calle, hay cola en todas partes.

–¿Y a esa Ivannnna también le comes el coño como a la otra, la de No hay papel? ¿Cómo se llamaba? ¿Almudena?

–No, Covadonga.

–¡Eso, Covadonga! Reconoce que te pasabas el cuento entre sus piernas.

–Pero detrás de tantos cunnilingus imaginarios había mucha soledad y mucho sufrimiento.

–¿Y por qué no votaste en esa convocatoria de Historias con Sabor?

–¿Cómo sabes que no voté?

–Lo vi en tu perfil, Antonio, justo debajo de tus obras pone lo que haces, ¿para qué participas si luego no votas?

–Porque así me evito la decepción… No sé, estoy desanimado. Oye, no sabía que me siguieras tan de cerca.

–He tenido mucho tiempo libre en los aviones y los hoteles.

–¿Qué aviones, qué hoteles?

–Es que me he pasado el confinamiento viajando.

–¿Viajando? ¿Cómo? ¿Adónde?

–Abu Dabi.

–¿Abu Dabi, y qué hacías tú en Abu Dabi?

–¿Aparte de acompañar a mi exmarido y de aburrirme rodeada de lujos absurdos? Nada, bueno sí, leerte.

–Espera, espera…

–… Para los ejecutivos de las petroleras no hay estado de alarma que valga. Tenías que ver los aeropuertos, los aviones, los hoteles, ¡todo para nosotros solos!

–No me refiero a eso, ¿te has divorciado?

–¡Ah, sí! Estoy en ello.

–Vaya, no sabía nada, lo siento.

–No lo sientas, la verdad es que no lo aguantaba más, se estaba volviendo demasiado tonto.

–¿Tonto? Tu marido es uno de los mejores abogados de…

–… Exmarido, y se obsesionó con el lujo. Siempre le había gustado, pero desde que empezó a trabajar para los árabes… ¿Quieres creer que dejamos el piso de Colón?

–¿En serio? ¡Ese piso es fantástico!

–¿A que sí? Pues se empeñó en mudarnos, en tener chófer, cocinera, jardinero, seguridad… Una pesadilla.

–Bueno, mucha gente sueña con una vida así.

–¿Te has sentado alguna vez en un váter de oro, Antonio?

–¿De oro?

–Sí, de oro. ¿Te has sentado en alguno?

–Claro que no, se me cerrarían los esfínteres por miedo a ensuciarlo.

–¿No te parece ridículo?

–Y trágico, piensa en el oro, millones de años bajo tierra soñando con ser un anillo, o un reloj, para acabar en el fondo de un váter enfrentado al lado más oscuro del ser humano… ¿Por qué no me lo dijiste? Yo te lo cuento todo, y tú te divorcias y no me dices nada. Con tanto tiempo libre me podrías haber escrito.

–No sé escribir, Antonio.

–¡Qué manía! ¡Cuando te pido que me escribas no es para corregirte!

–¿Ah, no? ¿Y La sopa de tomate qué?

–Pero eso es distinto… ¿Cómo sabes tú…?

–En Abu Dabi tenía tiempo hasta para leer tus comentarios. ¿No te cansas de meter la pata, verdad?

–¡Mis comentarios son sinceros, puede que equivocados, pero…!

–… Te ensañaste con la La sopa de tomate.

–¡Que yo me ensañé?

–¡Y luego le dieron el primer premio! No sé cómo tienes el valor de seguir comentando.

–Ya no habrá más comentarios.

–¿En serio? ¿Has aprendido la lección de una vez?

–No, Disqus me ha bloqueado.

–Tenía agua caliente, Antonio.

–¿Quién, Disqus?

–El váter de oro. Siempre estaba calentito.

–¿Calentito? ¡Si Abu Dabi está en mitad del desierto!

–Ya lo sé, a cincuenta grados, pero dentro del hotel hacía frío.

–A los ricos no les gusta sudar, les debe recordar demasiado el trabajo. Voy a comprar los caramelos en ese quiosco.

–¡No, no te pares!

–¡Espera! ¿Adónde vas? ¿Qué te pasa?

–No te pares, Antonio. ¿Has visto a ese hombre, el de la mascarilla de VOX?

–¿De VOX? Entonces no era una mascarilla, sería un bozal. ¿Qué hombre?

–No te gires, trabaja en el despacho de mi exmarido.

–¿Y qué?

–Que me estoy divorciando. Mi abogada quiere que sea discreta hasta que firme.

–¿Discreta? ¿Estás teniendo problemas?

–No, pero a mi marido le va a salir un poco caro y nunca se sabe… En fin… quiero quedarme el piso de Colón, el BMW, la mitad de las…

–… ¿Pero no has dicho que te aburría el lujo?

–Me aburre el váter de oro, o comer cocodrilo.

–¡Se comen los cocodrilos?

–Saben a pollo… ¿No lo ves? Me refiero a ese tipo de cosas, necesito volver al mundo real.

–¿Con tu BMW?

–Mi BMW no se toca. Lo que quiero decir es… ¿Sabes cuánto hace que nadie me muerde el culo?

–¡Qué! A mí no me dejabas…

–… Siglos, Antonio, siglos. ¡Vamos a entrar en El Corte Inglés!

–¿Ahora?

–Te compraré caramelos y luego subiremos a ver la ropa interior.

–Pero, ¿y tu abogada y la discreción?

–¿Ya no te gusta la ropa interior?

–¡Claro que me gusta! ¡La lencería es lo único que impide que me vuele la cabeza con…!

–… ¿El secador de pelo? Venga, será divertido, por los viejos tiempos. Por cierto, ¿y esa manía por los caramelos?

–Son para saber si he perdido el gusto.

–¿Por el coronavirus?

–¡Pues claro! ¿Por qué no me has dicho nada del divorcio?

–Porque estabas muy ocupado inventando putitas de azotea.

–Ya no me convence esa historia, ahora creo que voy a presentar otra sobre una mujer que come cocodrilos…

–… Como me pongas en un cuento, te mato. ¡Vamos a cruzar!

–¡Pero no ves que el semáforo está rojo?

–¿Y tú no ves el atasco? ¡Dame la mano!

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