Noche de invierno. Los nervios empezaban a invadir todo mi cuerpo. Por motivos profesionales, sería el segundo año consecutivo donde tendría que disfrutar de una cena y una copa de vino en compañía del silencio y la soledad. Casi imposible llegar a tiempo a casa y ser un privilegiado poder compartir en familia la llegada de un nuevo año. Mis ojos lucían enrojecidos y sus lágrimas estaban a punto de resbalar y, humedecer todo mi rostro.
Entre sentimientos encontrados y bajas temperaturas había terminado la jornada laboral cuando los relojes daban las 20:00, tras la decisión de última hora, sin dudarlo salí inmediatamente de la oficina y me dirigí a la estación de tren más cercana. ¿Llegaré a tiempo y cogeré el tren de las 20:30?, Me pregunté en silencio. Introduje mi temblorosa mano en el bolsillo de aquella chaqueta “Beige” que lucía y saqué el móvil, fijé la mirada en la hora y faltaban tan solo diez minutos para tener la suerte de abordar el último tren y me faltaban unos quince en llegar. Sin suerte, al llegar exactamente a las 20:30 escuché una estremecedora explosión, fragmentos de los andenes de aquel tren se esparcieron. Lloré tras la tragedia.
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