Subía y bajaba por las escaleras de la estación, buscando la conexión que me llevaría a mi futuro, los minutos pasaban como un suspiro, iba jadeando cargando mi portafolios.

No tenía por costumbre encaramarme a trenes ni caminar por andenes, pero no tenía escapatoria.

Lo encontré y desde el andén, solo vi como se alejaba ese locomotor por un minuto de tardanza. Me senté en la banca cabizbaja.

Mis pies agradecieron ese momento de descanso, esperando el siguiente tren. Subí calmada y menos agitada. En mi cabeza buscaba todo tipo de explicaciones que tendría que justificar mi demora.

Llegue al pueblo, donde debí haber estado hace media hora, y de nuevo me encontré con escaleras que subían y bajaban, sin pensarlo, me subí por la más cercana.

Deseaba salir de ese sótano con olor a humos y humedad, gente que va y viene presurosa, aunque yo tenía más prisa que ninguno. Alcancé la calle, no sabía donde dirigirme, tomé un taxi, le indiqué la dirección, sonrió, solo anduvo tres calles. Pulsé el timbre, abrieron la puerta, entré y di mi nombre. La chica me miró y dijo – Llegaste tarde, cogieron al comercial que llegó a primera hora. 

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