Un voluntario no trabajo

Un voluntario no trabajo

David Román

19/03/2019

La mañana empieza con el cantar de los gallos, en la plenitud una tímida luz apenas asoma por entre las montañas. Los marineros se lanzan a tierra desde las hamacas donde duermen a dos metros de altura. Cada uno de ellos tiene un reloj escondido en la intuición. Nunca he visto que pasadas las cinco, estén levitando aun en el profundo dormir. Luego los espantapájaros se preparan la agüita santa, el guarapo, añaden panela, piden otra al patrono y se la llevan consigo. A rutinales pasos se les ve, se pierden en la selva por entre la falda de la montaña. Suben, suben que suben, hasta llegar al pico del valle, casi como queriendo ir con dios. Se divisa apenas unos punticos negros desde el rancho de donde salieron. Y ahora bajan, bajan que bajan por detrás del filo. Llegan al corte, o tajo que se le dice, solo es una plantación de matas de hojas color verde opaco, prodigiosa planta que entra por las fosas nasales, hecha polvo para hornear, para hornear drogadictos.

Y yo, joven de 12 años, me levanto y para mis adentros me digo

– ¿A dónde se ha ido todo el mundo? –

Salgo a la cocina, donde un fogón de arcilla prepara un desayuno de mendigos reyes. Mamá me pregunta:

– ¿No era que se iba a levantar temprano?, alístese que su abuelo va a llevar el desayuno a los trabajadores, para que se vaya con él.

Prefería ponerme los vaqueros, tenis, gorra y un camisón para irme con el abuelo, en vez de quedarme todo el día acompañando las vacas, las gallinas y los cerdos. El anciano traía un viejo burro, ponía el enjalma, y encima los portas con la primer comida del día para los que ya habían marchado. Yo me montaba en el animal, y que arranca la travesía. Sube que sube, baja que baja, hasta que llegábamos al lote, donde los raspachines con furia arrancaban los pétalos de coca que la naturaleza dejaba crecer en su inocente maldad.

Aquí que empieza el curioso laborar. Primero hay que envolverse los dedos en tiras de toldillo, eso es para que no se te hinchen las manos con ampollas. Si alguien ha intentado tocar la punta del pie con el dedo corazón, sin doblar las rodillas, entonces, vamos por buen andar. Lo habitual es que la planta mida cerca de un metro o metro y medio. En esa posición, se somete al matorral en medio de las piernas, esta vez si puedes doblar las rodillas, para alcanzar las ramas de la base. Haga un circulo con el índice y el dátil gordo, detrás del índice los demás dedos, como si sostuviera, que se yo, una escoba. Intercambie este utensilio por el gajo de coca y vaya de abajo a arriba, usurpando cada hoja, déjela caer en la lona. Mejor dicho como pueda haga que el arbusto quede como los cuernos de un reno, deshabitado, como si un otoño diera lo mejor de sí.

Con una radio de pilas, sonando vallenatos y rancheras, el oído afina su concentración de equilibrio, para que el trabajador no caiga al abismo del solitario desesperado. Trascurre la mañana, la música que hace bailar los bufones, también las charlas entre todos. Imagine usted lector; entre una jauría de diez hombres, sin una mujer cerca que aliviase el sexo inútil, de que más se puede hablar. Hay algunos que las noches del día sábado la dedican al placer del cuerpo, y durante toda la semana se le mira marchar a paso lento entre los matorrales, para ganar el dinero que los haga vivir.

Cuando el sol se encuentra a noventa grados, el abuelo asoma otra vez con el almuerzo. Se devora, y se continúa con la labor. Yo aunque que prestaba mucha atención a lo que los demás hacían y decían, seguía en lo mío. Que se llene el saco, el bongo con el producido, eso era el objetivo. Se pagan 6000 pesos colombianos por cada arroba de hoja de coca raspada, eso son como casi dos euros. Hay que apurar el manotear. Así entre el ir y venir de risas, eructos, peleas, charlas, cantos se termina la jornada. A las cuatro de la tarde el abuelo por tercera oportunidad llega, esta vez con seis mulas a su sombra. Las bestias eran para llevar la hoja de vuelta casa. Pobre animal aquel que tenía que surcar la montaña con el corrupto peso del hombre. Pero qué le vamos a hacer, aquí en el país de la envidia todo se vale, todo se inventa, para que los bolsillos, para que los estómagos se llenen. Ese polvito blanco que a los gringos tanto les encanta, nos desangro el espíritu, y aquellos que venían aquí, al fin del mundo, era para vivir del narcotráfico, o para morir de él.

Pero no nos desviemos mucho. Al llegar de nuevo al rancho, viene la parte más ambiciosa del día, cuanto se pagara por lo que se hizo hoy. Se trae una romana, se cuelga de un árbol y se pesa lo que cada personaje robo del hábitat con sus propias manos. Cuatro arrobas, tres y media, dos, cinco, tres… Y tú chico, me preguntaban.

– Yo, Ummm, diez libras –

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