Muy pocos lo reconocemos, puede que solo frente a la barra de la taberna de la estación, pero lo cierto es que el tren siempre ha marcado con su pulso nuestras vidas. En Ciudad Crucero todo gira en torno a ese titán de acero que atraviesa la ciudad con impasibilidad. Los afortunados se marchan, pero el resto nos quedamos para ver pasar el convoy, porque apenas se detiene aquí.

Recuerdo que cuando era pequeño, nuestros padres estaban aterrados por los peligrosos juegos que practicábamos después del colegio en las vías. Me hicieron prometerles que yo no pertenecía a ese grupo de niños que incumplía la prohibición del ejército de merodear por los aledaños de la estación. Cada año, el gobierno militar toma medidas más drásticas, para que nadie afecte al tránsito normal del tren y retrase la llegada de su mercancía a alguna de las capitales en guerra. ¿No lo escuchas? Es el golpe de las botas contra el pavimento.

Para mí solo existe aquel verano, cuando los dos niños de mi clase se retaron a cruzar las vías. Ninguno podría asegurar, ya de mayores, el porqué de la riña. Un leve sabor a hierro y barro me trae la imagen de una niña o de un empujón en las escaleras a la hora del recreo. El caso es que aquella calurosa tarde todos los niños fuimos a presenciar el enfrentamiento entre Abelardo Miguel Fuertes, apodado como “Blanquito”, y Jonathan Jiménez, al que todos conocíamos como “el Pelos”.

El juego consistía en aguantar el tipo en la vía del tren mientras el mastodonte se acercaba a los contendientes. El primero que saltase la vía era el perdedor, se ponía de rodillas y le colocábamos por encima un bidón oxidado, cubriendo todo su cuerpo. Después, todos los chicos golpeábamos con palos la piel metálica a modo de campana, durante al menos quince Misisipis.

A la hora convenida y con resolución feroz, los dos chicos se colocaron sin mirarse en la vía. Blanquito, con su apariencia débil, sus carnes fofas y su peinado de adulto, estaba dispuesto a todo: quería romper el gobierno despótico al que nos tenía acostumbrados el Pelos. Así que allí aguantaría, hasta el final.

Con un sonido horripilante, mezcla de hierros expandiéndose y de tela rasgada, el tren anunció su llegada. La violencia de la máquina y el temblor del suelo asustaron al Pelos y saltó fuera de la vía. Gritó a Blanquito para que se apartase, que el tren lo iba a matar. Blanquito no lo oía, gritando y brincando en la vía, sintiéndose ganador por primera vez en su vida. Como un rayo, el Pelos se abalanzó sobre él, salvándole la vida, un instante antes de que el tren pasase con una estela de hojas secas, periódicos propagandísticos y ventisca ocre de arena. Los dos chicos fueron arrastrados varios metros. Los encontramos más allá del cruce, magullados pero vivos. Blanquito seguía con una sonrisa en la cara. Todos supimos que la tiranía del Pelos había acabado.

Años más tarde, cuando cumplimos los quince, el tren se detuvo en Crucero. Toda la ciudad pareció revivir y sus habitantes nos agolpamos en la estación. Buscaban reclutas jóvenes para los frentes nacionalistas. Los padres de Blanquito lo alistaron sin dudarlo, para sacarlo de su vida de delincuencia juvenil a la que le había llevado su victoria sobre el Pelos. Otro que se alistó también, como miles de jóvenes a los que sus padres no podían mantener. Así que los dos niños compartieron destino en aquel tren, sentados cada uno en la otra punta del vagón, vigilando sus reflejos en el cristal, vestigios de la antigua rivalidad infantil.

Se dice que fueron usados como cobayas para probar un nuevo traje de seguridad que retenía la energía cinética de las explosiones cuyo diseño estaba basado en la constante de Boltzmann. Me los imagino poniéndose la aparatosa armadura sin rechistar, ajustándose el exoesqueleto incómodo, calzándose el peto que cubría el torso y achinando los ojos para intentar ver a través del visor del yelmo. Los niños de Ciudad Crucero somos duros: nunca olvidamos la infancia metidos en la campana.

Así pues, junto a un selecto grupo, fueron los reclutas más jóvenes en probar el traje en el campo de batalla.

Entraron los primeros en aquel pueblo del norte, para barrer y detectar minas y explosivos que hubiese colocado la guerrilla. El resto del ejército mantenía su posición mientras los artilleros limpiaban la zona. Las primeras explosiones comenzaron a oírse a los pocos instantes en que se desplegaron.

Nuestros dos paisanos iban juntos. Blanquito se despistó con el eco de las detonaciones y no se dio cuenta de que pisó un mecanismo. La metralla y el fuego le dieron de lleno, envolviéndole y lanzándole a varios metros, aterrizando en una zona llena de bombonas de carburante. Al caer, había presionado una báscula que soltaba el queroseno de las bombonas, que se acercaba lentamente a un par de teas encendidas. Nunca sabremos por qué el Pelos se acercó a Blanquito, si quería ayudarlo o ver cómo ardía, pero lo cierto es que con ello se condenó, pues la bola de fuego los engulló a ambos.

Aquella explosión provocó las mechas y mecanismos de las otras y la ciudad se consumió en llamas. Ante aquel infierno, el ejército tomó un rodeo, sin esperar a los artilleros. Supusieron que ninguno sobrevivió. Así que rodearon el pueblo, lo que les llevó a otra trampa de la guerrilla, que les esperaba escondida entre los árboles. Pero eso es otra historia.

Nadie se preguntó por Blanquito y el Pelos. Sus familiares recibieron un papel en el que se notificaba la defunción de los muchachos, pero nunca recibieron cuerpo alguno. Recuerdo ambos entierros, los ataúdes huecos, las miradas vacías, los abrazos contenidos.

Sin embargo, he escuchado rumores sobre dos siluetas en medio de las llamas. Dos trajes calcinados vacíos. Dos sombras entre los árboles, intuidas por las patrullas rebeldes, como un susurro más de los que pueblan el bosque.

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