La primera vez que le paso, fue una sensación rápida, feroz. Un presentimiento.

Una de esas experiencias que no tiene explicación racional, como cuando estas solo en una habitación y sentís que alguien te observa.

Tan imperceptible resultó para su conciencia, que reparó en el hecho recién a la noche. Estaba por acostarse y de repente lo revivió como si estuviera allí:

El aula blanca con las raídas cortinas azules, el sol de la mañana provocando esa incandescencia irreal de las pesadillas. El hueco sonido de sus tacos al caminar entre las hileras de bancos, «El Túnel» de Sábato entre las manos-sosteniéndola- el silencio atronador del grupo.

Y la extrañeza recorriéndole el cuerpo. Un sentirse ajena, un presagio de que algo no estaba bien , sin saber por que.

Ese grupo…

¿Eran tan silenciosos extraños e inmóviles? ¿Hacían sus tareas o solo la observaban?

Sacudió la cabeza, intentando quitarse la perturbadora escena, tomó el ultimo sorbo de agua y se dispuso a dormir.

Cuando volvió a pasar, puso más atención. Ese día «Ficciones» de Borges descansaba en el escritorio y la acompañaba.

La sensación la asalto sin previo aviso escribiendo en el viejo pizarrón. Mientras el susurro de la tiza trisaba el silencio, se quedó muy quieta, casi en suspenso y se dio vuelta rápido intentando atrapar lo inesperado. Ellos la miraban impávidamente, como siempre, con la mirada perdida, ¿Le pareció o tenían los ojos huecos? Carraspeó y con el ceño fruncido preguntó si se entendía la letra. La respuesta al unísono le provoco un escalofrío.

Durante el recreo, mientras tomaba el café, intentó escuchar lo que decían los demás profesores del grupo. Nada. Ningún comentario que coincidiera con lo que ella experimentaba.

Supo entonces que se lo hacían a ella.

Esa noche sola, hojeando el Martín Fierro, mientras sus perros se lamían distraídos, pensó que le faltaba poco- apenas un año para jubilarse- y que el cansancio tal vez comenzaba a afectarle.

Toda la vida en el aula, horas y horas, enseñando lo mismo, con esos jovencitos que no apreciaban la literatura, ni su formación; impertinentes, desafiantes, irrespetuosos, alborotados.

Concilió el sueño, cuando la pastilla que tomaba comenzó a surtir efecto.

Para agosto, estaba segura. Se lo hacían a propósito. Los meses habían pasado desgranándose como una letanía, y aunque evitaba pensar en ellos, siempre que estaba frente al grupo, sentía la extraña sensación.

Algo inexplicable pasaba con esos jóvenes, tan silenciosos, tan ordenados, que la miraban fijo y respondían al unísono. Y estaba convencida, mientras ella escribía en el pizarrón, sus ojos, sus extraños ojos, se volvían huecos, carentes de vida.

Pero eso no era lo más raro, lo que realmente le afectaba, eran los murmullos y las risotadas en su cabeza.

¿Nadie se daba cuenta? todos a horario, todos con uniformes en perfecto estado. ¿Nadie veía sus miradas perdidas? ¿A nadie le parecía extraño que no salieran a los recreos?

En septiembre tres pastillas juntas no surtían el mismo efecto, el sueño no llegaba. Y la imagen del grupo ya no la soltaba, no importaba lo que estuviera haciendo.

Claro que pensó en renunciar, pero lo descartó de plano, con lo que ganaba, apenas le alcanzaba para vivir, no podía dejar horas cátedras

El día que se encontró gritándoles desaforadamente, para que reaccionaran, supo que no había otra salida, eran ellos o ella.

El primero de noviembre, decidió poner fin a aquel suplicio. Se vistió con el suéter rojo, y el pantalón gris, maquillo un poco sus ojos, y se puso carmín en los labios, tomó su maletín y salió decidida. Esa noche dormiría tranquila.

Ya en el aula esperó el momento propicio, justo cuando de espaldas al grupo escribía consignas en el pizarrón, giró inesperadamente, con un movimiento calculado, y allí estaban con sus pavorosos rostros de ojos huecos, con sus murmullos ininteligibles que sólo podía oír en su cabeza. No lo dudo, abrió su maletín y puso fin a aquellas espantosas criaturas.

Los hombres de blanco llegaron y se la llevaron a la rastra, mientras “ellos” con sus ojos sin vida, miraban impávidamente la escena.

La directora tranquilizó a todos y les solicitó que volvieran a sus aulas, levanto a «Cien años de soledad» del suelo y se entristeció pensando en la anciana profesora de literatura -que una vez mas había entrado a esa aula vacía sin que nadie la notase…

Viviana

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