Desperté. La modorra me abrazaba en la cómoda cama. Tanta pereza hasta de poder estirar mis extremidades. Aquel bostezo invitaba a renunciar al día. La piel tan suave y limpia de cicatrices, dignas de un trofeo del temor al no arriesgar. Anhelaba la madrugada, aquel momento de paz y discusión con mi propio ente.

No quise levantarme, pero la necesidad es el cáncer benigno de nuestra evolución. Con el dolor pagas tu miseria, y del dolor compras la armadura a tu confianza. Con gran pesadez, moví las sábanas, para luego tender la cama. Una ducha, y posteriormente un café cargado bastaba para alimentar las ganas. Casi nunca hubo un desayuno consistente debido a mi compañera fiel, la impuntualidad.

Llegó el momento. Mis compañeros en la cola para el ingreso. Amistades saludando con sonrisas forzadas. Volver a la rutina. Un día más de obra y práctica. Pasaban las horas ordenando y lidiando con personas de toda carga positiva, negativa y neutra. “¡No nací para esto!”, el grito que toda boca quiere expresar con ira. Grito que se encarcela por el paradigma en el que se vive para librarnos en un futuro. Futuro que para llegar, se tiene que montar un burro, mientras otros nacen al lado de un Ferrari.

Cinco de la tarde, y queríamos ya largarnos, volver a ser soldados de clase baja, volver a ser sumisos a la miseria, estar en una falsa tregua y dejar la guerra que lleva a nuestra utopía. Mientras más miraba el reloj, sus flechas no querían separarse entre sí. Extrañaba el placer de no tener deber, no ver esas caras de autoridad y sus voces pronunciando instrucciones que eran blasfemias al libertinaje. Mi alma era infiel al pecado, mi ser se retorcía al no ver el cambio del color del cielo. Mi día completo encerrado con universos llenos de historias, pero desconectado de la naturaleza.

Se acercaba la noche y el jefe notaba el desgano encarnado en mis manos. Mostraba unos párpados semiabiertos, rasgo del cansancio diario. Me ayudó en mis deberes sin palabra mencionada, pero a la vez dijo suficiente. Los segundos eran tan lentos, y tan rápida era la llegada de la desesperación. Los actos de aquella autoridad no fueron más que la de un líder, pero a la vez me dio un golpe al orgullo, al hacerme ver inútil.

Así es, la flojera estaba encarnada en mi energía pensante, pero aquella ayuda fue un golpe a mi orgullo, el cual me impulsó a hacerlo todo de manera estricta.

“Mañana sabrás ordenar mejor las cajas”, dijo el encargado. Asenté la cabeza y con una vergüenza interna comencé a hacer más de lo planeado. Fue como aquel golpe de conciencia, que te quema el estómago y te enciende para reaccionar. Fue una sensación de cólera que dejaba manchas en el templo del bien, manchas que le dan sentido a ese espacio.

Los minutos corrían. Uno no sabe qué es lo que le espera en un ambiente tan abierto a distintos caracteres. En lo que más pensaba era en el dinero que iba obtener, lo verde y “pesado” que iba a tener en mi billetera. Mi mente tan superficial gobernaba las ganas. El egoísmo era parte de la motivación. Veía caras satisfechas pasar, prendas tan finas y de calidad. De un momento a otro conversaba con la reina de las lanas, luego con la dama delos cueros. Pero luego de un lapso, llegó una clienta, quien, coincidentemente, llevaba la misma forma de vestir que mi madre, es decir, no era de la tan querida clase alta, al menos no mostraba esa imagen. Estaba acompañada de un adolescente no más de 17 años. El muchacho tan bien vestido, ropa de calidad y pulcro, mientras la madre tan humilde y sin lujo alguno…notaba en su rostro cansancio eterno.

“Buenas tardes, joven”, dijo con una sonrisa amable pero cansada, haciendo muecas que intentaban disfrazar el hostigamiento.

“Buenas tardes, señorita”, dije.

“Quisiera aquel par de zapatos en la parte superior”, dijo con un timbre de voz nerviosa y carente de energía.

Mientras iba por aquellos zapatos. De alguna manera hizo contacto a mi forma de convivencia con mi madre, un ser cansado, pero de energía ilimitada por amor a darle lo mejor a su heredero. En ella vi a mi madre y en él me vi a mí mismo. Cómo una madre sin tener ambición propia, la tiene por su hijo. Su voz, sus ojos humedecidos en los que pude ver mi silueta. Todo mal, todo castigo prolongado habitaba en su ser, todo acto jovial se había ido en su descendiente.

No me di cuenta de la injusticia que estaba haciendo al quejarme de mis horas. No me di cuenta de que si yo tuve que montar un burro, ella tuvo que caminar descalza por el fuego.

No me di cuenta que mientras yo lloraba lágrimas, ella lloraba sangre…

Fue entonces que me di cuenta que un trabajo siempre te hará abrir los ojos.

Opté por darle los zapatos con una sonrisa de oreja a oreja, como un arcoíris invertido que quería sellar esas mejillas. Y en cuanto vi a su joven hijo, sólo unas palabras bastaron para saber que no estaba mal encaminado: “Las cuidaré mucho”, y en mi interior sólo pensé:

“Cuidarás mucho de las gotas de sudor de tu madre”

Fue así que desperté.

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