La República de el olvido

La República de el olvido

Antonio Fernandez

01/07/2020

En tiempos de moralidad cuestionable en ningún lugar se arrastra peor consecuencia como en la llamada República de el olvido, sus habitantes han sufrido por veinte años la maldición, de cargar sobre si, las consecuencias de sus acciones.

El episodio que ocasionó tal pesada sentencia es algo que los responsables condenaron a lo más profundo de su memoria, -como si dejar de nombrar algo lo hará desaparecer.-

Todo comenzó una tarde lluviosa, cuando la doncella de rostro cubierto se dirigió a la plaza de la ciudad y lanzó la profecía que se ha convertido en la peor pesadilla de sus habitantes.

Cada decisión que conlleve un retroceso en su moralidad los hace perder sus rasgos inherentes, hasta llegar, de a poco, al vacío de la conciencia; el primero fue Phillipe, el gobernador quien justo después de su mandato no recordaba quién era, menos abrupto el caso de Fausto el médico que luego de su consulta habitual de los viernes vagó por las calles de la ciudadela al no recordar donde estaba su hogar, o Amadeus brillante abogado quien por años llevó una importante causa y cuando se dictó sentencia perdió el habla para siempre.

Se pondrían nombrar muchos casos más, pero con estos, basta para ilustrar la terrible situación; nadie sabe en detalle que hicieron estos y otros; lo que es cierto es que absolutamente todos viven moviéndose entre el miedo y la duda de dar un paso cada día; sucumbir en el olvido propio es un castigo tan vil que los habitantes le temen más que la muerte misma.

Se tejía por supuesto todo un misticismos sobre su origen, el párroco de la ciudad asegura que el ser oscuro lanzo una maldición que duraría hasta que alguien pudiera demostrar su existencia ajena de inmoralidad, algo que los habitantes suponían imposible; otros decían que el pueblo se encontraba ahora sumido en un purgatorio del que nadie saldría.

No pocas veces sus habitantes intentaron abandonar el lúgubre lugar que los vio nacer, pero era imposible tal empresa, el acceso a la ciudad era solo posible desde dos puentes ubicados en los extremos que los conectaba con sus ciudades vecinas, y desde el día de la profecía el primero se desplomó, y en el segundo se divisa al final, una hórrida figura demoníaca dispuesta a devorar a quienes osaran acercarse, fue apodado por todos como «el ajusticiador».

Los religiosos proponían una vida de austeridad y mortificación, los catedráticos una elevación al ser a través del conocimiento, las sectas un sacrificio para aplacar a los dioses, los optimistas apelaban a mejores tiempos, y los pesimistas invitaban a abrazar el destino con profunda resignación.

Si la inmoralidad encerraba tal castigo, la moralidad seria la redención -se decían-, ¿quién acaso es capaz de vivir llevando una vida inmaculada sin haber sucumbido a la avaricia, el resentimiento, o el deseo?

Todos los intentos acabaron en rotundos fracasos, muy buenos aspirantes, hombres y mujeres llevaron una vida ejemplar pero, aun en una estoica vida sorteando tentaciones, el más fuerte se ve inclinado por el mal, ¿estaba la República condenada para siempre? las pérdidas de los rasgos seguían elevándose. 

….

Ahora, sin embargo, en los últimos años, un rayo de esperanza se asoma en un pueblo que solo percibe oscuridad aunque sea de día, un joven cuya decisión de sus habitantes podría ser catalogada como radical, pero, situaciones desesperantes conlleva a decisiones extremas, un último intento antes de que todos vaguen por sus calles sin reconocerse entre sí cual espectros movidos hacia la nada absoluta.

Abel un joven arrancado de los brazos de su madre hoy cumple dieciocho años, para cortar todo lazo de afecto se decidió ocultarle para siempre la identidad de su progenitora, apartado, ajeno a toda tentación, solo en una cabaña a los pies del puente del cual se asoma la abrumadora figura que parece recordarles cada día la cruel sentencia que se cierne sobre ellos, ha sido este su hogar y lo único que ha visto desde que tiene memoria.

Solo una persona está facultada para llevarle provisiones y vigilar su bienestar; como una especie de ritual macabro cada viernes le preguntan su nombre y algún aspecto propio de él; de ese modo se confirma si no ha perdido su conciencia, el joven es aplicado, cita a su autor preferido para demostrar que su experimento no ha fracasado, pero esa mañana todo cambiaría para siempre, Gustav el regordete y desprolijo heraldo del pueblo no entonaría la flauta como lo solía hacer para animarlo, ahora en cambio era hora de decirle la cruel noticia que inundaría de tristeza al joven Abel.

Su madre, cuya identidad siempre le fue negada, enfermó gravemente, necesitaba cuidado y observación permanente, Fausto, hizo lo posible pero en uno de sus episodios del olvido no pudo llegar a ella y murió, los casos seguían en aumento, de hecho, la hija de Gustav había perdido la escucha recientemente, y la hija del concejal su vista, todos rogaban al joven en el que depositaban sus esperanzas alguna solución.

Abel, al saber la noticia con lágrimas en los ojos supo que era el momento, pidió que convocara a los habitantes a la plaza dentro de tres días, era momento de la redención.

Pasado el término, había una enorme expectativa sobre lo que tendría que decir a sus habitantes, ¿tendría la solución a la maldición de la República de el olvido?

Era la primera vez que lo observaban, Abel, con gran elocuencia les comentaba que «el ajusticiador» se le había aparecido en sueños, eliminar la maldición era imposible, pero si abandonar la ciudad, para ello, los habitantes de la ciudadela debían confesar todos sus secretos entre ellos públicamente, «que la verdad ilumine la oscuridad, y esta nos mostrará el camino», fueron sus palabras.

La plaza se convirtió en un epicentro caótico y vergonzoso donde uno a uno fueron revelando delante de la muchedumbre todas las tropelías que se habían proferido entre ellos, una escena bochornosa pero todo por aplacar la ira de «el ajusticiador», avergonzados todos volvieron a sus hogares esperando que al día siguiente pudieran dejar atrás ese lugar.

Al día siguiente a primera hora Gustav, visita a Abel solo para ver con horror como la imponente figura seguía incluso más cerca de la ciudad, presta a tragarse a todos sin recato.

Lastimosamente no había sido suficiente para «el ajusticiador»; Abel le comunicó que este demandaba una prueba de renuncia material, así que ordenó que la personas llenaran carruajes con todos los bienes de valor posible, que fuesen amarradas a unos caballos y enviados en dirección al puente, luego de ello, los dejarían cruzar.

Gustav, así lo comunicó, cinco carretas llenas de oro, plata, y objetos valiosos fueron enviadas al final del puente, todos fueron a sus casas preocupados, habían perdido todo por lo que habían trabajado, pero esperanzados que al amanecer pudieran cruzar el puente y dejar atrás todo lo malo.

Al día siguiente Gustav volvió a ir a la cabaña y encontró a Abel de pie al puente, «el ajusticiador» ahora lucia mucho más temible, enorme y cada vez más cerca, Gustav, cayó de rodillas.Seguía sin ser suficiente, «el ajusticiador» demandaba algo mucho más gravoso y de incalculable valor.

Abel despachó de nuevo al heraldo a la ciudadela, esta vez ordenó a las personas que debían enviar en carretas lo que más apego sentimental les genere…luego de ello podrían cruzar.

En la ciudadela el ambiente era hostil, amarraron en carretas en contra de su voluntad niños, hombres, y mujeres de todas las edades, la escena fue dramática pero los que quedaban volvieron a sus casas esperanzados que al amanecer pudieran dejar atrás aquella ciudad terrible.

Los primeros rayos del sol hicieron su presencia, todos salieron a la calle y las consecuencias seguían allí, no había opción, irían a ese puente, a ver si al menos había un cambio.

La multitud llegó la cabaña y encontraron a Abel con total tranquilidad comiendo una manzana apoyando sus pies en el muro que daba al puente, «el ajusticiador» seguía imponente, la vista acobardó al más valiente de la turba.

-¿Pero cómo es posible que no podamos cruzar aun?, -Preguntaban a Abel, en tono recriminatorio como si fuese el responsable de tan cruel destino- Abel absorto no apartaba la vista del puente, luego de un silencio se puso de pie y se incorporó a la turba iracunda subiéndose al muro para que todos pudieran observarlo mejor.

-!Siempre pudieron hacerlo!, -extraña afirmación que retumbo el oído de todos, mientras empezaba a caer la lluvia.

-¿El ajusticiador lo va a permitir?,- replicó la asustadiza hija del herrero mientras se le quebraba la voz.

-No existe tal cosa, es toda una ilusión, como la que han vivido aquí por dos décadas.-

-¿Pero cómo?- Entre murmullos, todos se miraban intentando hallar una respuesta a las confusas palabras lo que sobre ellos se vertían. 

La verdad

Cuando la ciudad vecina cayó en desgracia solicitó ayuda a sus vecinos, la ciudad en el otro extremo envió lo necesario, pero esa ayuda jamás llegó a su destino, fue retenida por la avaricia de la ciudad que los separaba.

La ciudad vecina vio la tragedia de su pueblo y quiso vengarse, lo hizo con la táctica más efectiva para vencer pueblos: mentira y superstición.

Lanzó una supuesta profecía y cada quien en su mente se encargó de hacer el resto, la mente cree lo que quiere creer; le confesaron todo hace años al joven Abel a quien viendo que fue sometido a tal cruel experimento lo convirtieron en su aliado para mantener la falsa, curiosamente nadie comprobó el otro extremo del puente que nunca se derrumbó, abrazaron palabras sin comprobarlo.

Phillipe el arquitecto del robo a la ciudad cercana, fingió perdida de la conciencia para inhabilitarse de ser juzgado si se sabe lo que hizo. Amadeus el abogado era el encargado de sobornar a los jueces por años, fingir que perdió la voz le impide rendir testimonio de las cosas que hizo. Fausto el médico, perdía la memoria justo los viernes, día en que se escabullía a casa de Felicia, la mujer de Gustav cuando este visitaba al joven, la sordera de su hija fue el remedio que consiguió para no tener que aguantar la insufrible melodía de flauta de su padre.

Cada uno concibió la mentira en su mente y fingió la suya para no sufrir las consecuencias; Abel visitaba la ciudadela en las noches y pudo comprobarlo, pero la identidad de su madre, la única que lo retenía a no abandonar todo, la que pudo haber sido salvada de no ser por la lujuria del galeno Fausto, permaneció en un enigma indescifrable, aun en su muerte.

Abel continuaba su confesión ante la mirada de sorpresa de todos, les dio la oportunidad de confesar sus tropelías en la plaza pero se guardaron lo que más importaba, los bienes era la retribución de lo que le quitaron a los vecinos, y la supuesta expiación fue la confirmación del egoísmo total de dar en sacrificio a quienes amaban solo por mantener la mentira.

El joven reconoció que estuvo tentado a mantener la farsa por muchos años más pero a juzgar por su comportamiento, el asesinato entre ellos no tardaría en asomarse.

Los avergonzados habitantes cruzaron el puente, no sin antes notar que con vista desde la ciudad vecina se leía un enorme letrero sobre su ciudad que rezaba:

«Bienvenido a la República de el olvido, sus habitantes viven en la mentira»

La enorme figura que llamaron por años «el ajusticiador» había sido erigido con barro y ramas, se empezaba a desintegrar a su paso con la lluvia como la mentira que los aprisionó por años, del otro lado, en su ciudad rival, estaban aquellos que dieron en supuesta expiación sanos y salvos.

Desde ese momento y para siempre, los habitantes no querrían volver a la ciudad que los desnudó y los mostró tal cual eran, y nadie, aunque lo intente, podrá borrar de su mente lo que ocurrió en la que llamaron la República de el olvido.

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