Esperanza abrió la puerta del mueble que se encontraba sobre el fregadero. Sacó un vaso de cristal. A continuación, cogió la jarra con filtro para el agua, que se hallaba al lado del frigorífico. Salió de la cocina y se dirigió con una caminar ágil para una señora que rozaba los ochenta años hacia el sillón que estaba frente al televisor del salón.

El piso se encontraba dolorosamente vacío desde que Adolfo, su marido, había fallecido hacía aproximadamente un año y medio. Sus tres hijos iban a visitarla los fines de semana con sus familias. La ternura de sus nietos alegraba temporalmente su corazón, pero después de cada visita volvía a encontrarse allí, sola, entre aquellas frías cuatro paredes.

Depositó la jarra y el vaso sobre la mesa, y se sentó en el sillón. Era un sillón muy cómodo, conocido como “relax”. Allí dormía unas largas y plácidas siestas. Se sirvió un vaso de agua y encendió la televisión. Puso el noticiario de la noche de Canal Sur. Se pasaba los días entre noticias, telenovelas y concursos.

Una periodista contaba cómo en los hospitales de Wuhan, una ciudad china, habían detectado los primeros casos de una neumonía de origen desconocido.

Cada día, sentada en su sillón relax frente al televisor, Esperanza asistía a la evolución de esta nueva enfermedad, llamada COVID-19, provocada por un cruel tipo de virus, un coronavirus en concreto. Sus síntomas más comunes eran: cansancio, fiebre y tos seca, pero en los peores casos podía causar una neumonía, que era más letal en las personas mayores y pacientes de diferentes enfermedades. Se transmitía a través de la tos, los estornudos y las espiraciones.

Se propagó cómo la pólvora por todo el mundo. El once de marzo, la Organización Mundial de la Salud consideraba ya la enfermedad una pandemia. Tres días después, el gobierno español declaraba el estado de alarma. Nadie podría salir de su casa durante los próximos quince días, salvo por motivos justificados.

Esperanza vivía este acontecimiento histórico con una mezcla de incredulidad y aflicción. Alguna vez había escuchado que a cada generación le toca vivir una gran crisis. Esta parecía ser la suya.

Una semana después de la declaración del estado de alarma, estaba viendo el programa de actualidad Andalucía Directo en su televisor. Una periodista contaba como el número de fallecidos en España superaba ya los mil trescientos. “¡Dios mío!”, exclamó para sí misma.

El siguiente reportaje trataba sobre una ONG andaluza, Por Nuestros Mayores, que se dedicaba a mejorar la calidad de vida de los ancianos. Según contaba el director, se estaba viviendo un verdadero drama en las residencias de mayores, pues en muchas de ellas estaban falleciendo un gran número de ancianos. Por Nuestros Mayores estaba enviando voluntarios a residencias de toda Andalucía, debido a que algunos profesionales no querían arriesgarse a contagiarse y otros estaban en cuarentena. Esperanza se preguntaba cómo las generaciones más jóvenes podían abandonarlos en un momento como aquel, después de tantos años de esfuerzo y sacrificio dejándose la piel por darles un futuro mejor.

En ese momento, apareció en la pantalla el número de teléfono de Por Nuestros Mayores. Esperanza cogió su teléfono móvil de la mesa y lo apuntó.

Habló con una trabajadora de la ONG. Ayudaría en la cocina de la residencia Vive de su ciudad, Jerez de la Frontera, donde precisamente necesitaban una cocinera.

Aquella noche habló por teléfono con Pablo, el menor de sus hijos. Pablo no comprendía cómo su madre se atrevía a trabajar en la cocina de aquella residencia donde podía contagiarse, formando parte de uno de los grupos de riesgo del maldito COVID-19. Esperanza le contestó que aquellos ancianos la necesitaban. Pablo sabía que su madre era muy terca y, cuando tomaba una decisión, no había quien pudiera hacerla cambiar de parecer.

– ¿No puedo decir nada que te haga rectificar?

– No, Pablo.

Pablo asimiló la respuesta de su madre durante unos segundos.

– Ándate con mucho cuidado, mamá.

– No te preocupes, hijo mío, el Señor cuidará de mí.

Al día siguiente, acudió a la residencia de mayores. Cuando llegó, una trabajadora de la residencia le pidió que se lavara las manos con gel hidroalcohólico. Luego le entregó una mascarilla higiénica y unos guantes de látex. Después la acompañó a la cocina.

Simón, el jefe de cocina, estaba muy sorprendido de ver a una señora de su edad allí. Le explicó con palabras delicadas y cariñosas cómo trabajaban y cuál sería su función. Se ocuparía de preparar los platos fríos.

Pasadas las dos horas, se había percatado ya de que algunos trabajadores no llevaban puestos ni la mascarilla ni los guantes. No pudo reprimir su curiosidad y le preguntó a Simón por qué sucedía aquello. Este, con una expresión de resignación, le contó que no disponían del suficiente material de protección. “¡Cielo santo!”, exclamó Esperanza consternada.

Algunos días después, se encontraba sirviendo unas raciones de gazpacho. Cuando terminó de servir la última en su correspondiente bandeja, salió de la cocina para ir al servicio.

Andaba por un pasillo de la residencia, cuando vio al fondo como un anciano sentado en una silla de ruedas le gritaba reclamándole su ayuda. Se acercó caminando tan rápido como pudo. Al llegar, el anciano señaló a su derecha y le explicó nervioso que una señora se estaba asfixiando.

Al girar su cabeza, vio a unos metros más alejados de ella a una anciana con el rostro enrojecido que luchaba por recuperar su respiración sentada en una silla de ruedas.

Esperanza, alarmada, comenzó a recorrer el pasillo que quedaba a su derecha solicitando a gritos la ayuda de algún cuidador. En ese momento, una cuidadora salió de una de las habitaciones. Esperanza le pidió ayuda desesperada. La cuidadora, al ver a la señora luchando por respirar, con lágrimas en los ojos le respondió que lo sentía, pero no podía acercarse. Esperanza, atacada de los nervios, le dijo que aquella señora se estaba asfixiando. La cuidadora repetía entre lágrimas que no podía ayudarla. Entonces, la anciana de repente dejó de moverse. Esperanza se acercó a ella. Puso su oreja sobre su pecho. Tras unos segundos comenzó a llorar. La señora había fallecido.

Dos semanas después, tras muchos momentos de tensión y desesperación, disminuyó considerablemente el número de residentes con síntomas del COVID-19 y, gracias a los voluntarios, la residencia contaba con una cantidad de profesionales suficiente para poder cuidar a los residentes con normalidad.

El director de la residencia le comunicó a Esperanza que ya no necesitaban su ayuda y le agradeció con ojos emocionados su trabajo allí. Esperanza, modesta, le respondió que no tenía que darle las gracias.

Se despidió de Simón y el resto de sus compañeros de la cocina. Simón le dijo que había sido un honor haberla conocido y le pidió que se cuidara.

Algunas horas después de llegar a casa, Esperanza habló por teléfono con una chica de Por Nuestros Mayores. Le preguntó si era necesaria su ayuda en otra residencia. La chica le respondió si estaba segura de volver a arriesgarse a contagiarse. “Estoy completamente segura, hija.”, le dijo Esperanza.

Aquella noche, volvió a hablar por teléfono con su hijo Pablo. Este le dijo que estaba muy contento de que por fin terminara su voluntariado en la residencia. Esperanza le contestó que tenía que contarle algo. Pablo le pidió que se lo contara. Entonces, Esperanza le reveló que en dos días partiría para una residencia de ancianos de Granada, donde también necesitaban voluntarios.

– ¿Te has vuelto loca, mamá?

– No sabes la falta que hacemos en las residencias.

Pablo, impotente porque sabía que no podía luchar con su madre contra el argumento de la ayuda al prójimo, cambió su estrategia:

– ¿Has pensado cómo vas a ir hasta allí?

– Viajaré en autobús hasta Sevilla y allí cogeré un tren hasta Granada.

Pablo contuvo su rabia por un momento. Después, conocedor de la determinación de su madre, le respondió:

– Un día nos vas a dar un disgusto, mamá.

Dos días después, por la noche, llegó al hotel donde se alojaría. Era uno de otros tantos hoteles que habían habilitado para que se hospedaran en ellos los voluntarios. Esperanza dispondría de una habitación para ella sola.

A la mañana siguiente, partió temprano para la residencia de ancianos La Montaña Alta. Allí trabajaría también como cocinera.

Se hizo amiga desde el primer momento de Lola, una joven estudiante de hostelería que sentía especial devoción por las personas mayores.

Esperanza le contó su experiencia en la residencia de Jerez. Lola, asombrada, admiraba el corazón de oro de Esperanza. Al lado de aquella anciana tan valiente se sentía como si estuviera con su abuela. Esperanza, por su parte, miraba a aquella cariñosa chica como si fuese su nieta.

Una mañana, Esperanza empezó a toser fuerte. Su tos era seca. Lola le pidió preocupada que se hiciera la prueba del coronavirus. Esperanza acudió al médico de La Montaña Alta.

El médico, tras ver el resultado de la prueba, le dijo serio que estaba contagiada. En aquel momento, a Esperanza se le heló la sangre. El médico le mandó estar quince días en la habitación de su hotel aislada. “Cuando hayan pasado esos quince días, si no da positivo, le recomiendo volver a casa”, le aconsejó preocupado.

Esperanza estuvo dos largas semanas encerrada en su habitación del hotel. El discurrir del tiempo se le hacía eterno, impotente por no poder estar en la residencia junto a Lola y el resto de compañeros.

Pasadas las dos semanas volvió a hacerse la prueba. Esta vez dio negativo.

Lola, en la cocina, se acordaba de Esperanza mientras preparaba unas raciones de merluza al vino blanco. Deseaba de todo corazón que hubiera superado el virus y vuelto a su hogar.

En aquel momento, escuchó la voz de Esperanza saludándolos a todos. Se dio la vuelta deseando estar equivocada. Entonces la vio allí de pie, con sus ojos limpios asomando por encima de su mascarilla.

– ¡Ay, por Dios! ¿Qué hace usted aquí?

– Ya estoy bien otra vez, así que he vuelto para ayudaros.

– Pero, Esperanza, ¿no se da cuenta de que se arriesga demasiado a morir?

– Dime, hija mía, ¿hay alguna manera mejor de morir que dando la vida por los demás?

Lola, superada por la emoción, logró decirle a duras penas:

– ¡Qué buena es, Esperanza!

Algunos días más tarde, el número de contagios se redujo de manera drástica en todo el país. Los voluntarios de La Montaña Alta, por fin, pudieron volver a sus hogares.

Lola le pidió que se cuidara y le dijo que nunca se olvidaría de ella. Esperanza le agradeció sus palabras y le deseó lo mejor en la vida.

Luego salió de la cocina. Todos los trabajadores y voluntarios de la residencia le habían hecho un pasillo. La despidieron entre aplausos. Esperanza les devolvió el gesto.

La tarde del día siguiente llegó a la estación de autobuses de Jerez. Su hijo Pablo, como ya se podía salir de casa, había ido a recogerla en su coche.

Al encontrarse, se dieron un sentido abrazo.

Mientras iban a casa de Esperanza en el coche de Pablo, este le dijo a su madre:

– Me alegro mucho de que por fin haya terminado esta pesadilla.

– No ha terminado.

Pablo la miró sorprendido.

– Escuché al médico de la residencia decir que en septiembre habrá un rebrote. Ya le he dicho a la chica de Por Nuestros Mayores que, si hiciera falta, cuenten conmigo.

Pabló miró a su madre con tristeza. No dijo nada y continuó la marcha. Esperanza percibió el dolor que habían causado sus palabras en su hijo. Sin embargo, no reculó en su decisión, pues sabía que hacer lo correcto, a veces, implica hacer daño a las personas que más amas.


Este relato está inspirado en la increíble historia de Ana María.

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