“¿Dónde queda mi futuro?” -se preguntó- tras asumir triste que allí, en ese paraíso de diez metros cuadrados, no sería. Cerró la maleta mientras frenaba las lágrimas y reconocía que era hora de seguir su camino, aunque le pesara, aunque no supiera cómo enfrentarlo.

“No quiero volver” –pensó.

“De todos modos no tiene sentido quedarme –se dijo. Aquí hace mucho frío, el idioma es difícil, no tengo trabajo” –concluyó intentando animar con algo de lógica al corazón inconsolable.

“El futuro no existe, es un concepto que distrae y angustia” -reflexionó.

Luego sintió vértigo.

“Sólo tenemos el ahora. ¡No quiero que el mío se convierta en pasado!”. Entonces lloró a escondidas, justo antes de partir a la estación donde caducaría su mejor presente.

“Mucha suerte en Madrid” – le susurró él al abrazarla.

Después se marcharía afectado, para retroceder pronto impulsivo y regalarle un beso intenso con temple de grito ahogado. Era de los que pensaba que toda buena historia de amor merece como punto final un gesto sublime.

Al alba ella le vería alejarse taciturno, desde el andén, sin sospechar los tantos reencuentros que les concedería ese tiempo insondable y siempre ausente, adonde vuelan con tenacidad los sueños inexorables.   

 

 

 

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