Los años pasan rápido, nadie puede hacer nada al respecto para evitar la muerte, no hay que temer, porque a fin de cuentas nacimos para ello.

Dicen que cuando mueres, toda tu vida pasa ante tus ojos antes de que los cierres para siempre y tu alma pase a formar parte del campo de la energía latente del universo, la que sabemos que existe, pero pocos son elegidos para percibirla, Antonella lo supo desde su estancia en Paso del lobo, un pequeño pueblo situado en una cordillera de su natal Argentina, pero lo asimiló hasta el último día de su vida. Yo conocí a Antonella en mi México lindo, en León, Guanajuato un domingo veinticuatro de agosto del 2011 para ser exacto.

Era temporada de la feria internacional del globo y, como es usual, siempre llega gente de todas partes del mundo a ver el espectáculo que se ofrece en aquel lugar. No obstante, conduje desde Michoacán en compañía de mis amigos, nunca me arrepentí de haberlo hecho porque de haberlo hecho de verdad, no hubiese pasado tantos momentos agradables al lado de Antonella. Cabello negro azabache, mirada atractiva con ojos verdes como las esmeraldas extraídas en bruto y delineados por unas cejas densamente pobladas, estatura media y cintura curvada fueron los rasgos físicos que me gustaron de ella, sin embargo, fueron su nivel intelectual y su sencillez de mujer las características primarias que volvieron idiota a mi mente y tibio a mi corazón.

De lo que yo voy a acordarme o más bien quiero recordar, es de la vez que hablamos por primera vez en el puesto de hot dogs situado cerca de la valla de contención de la explanada del espectáculo. Creo que accidentalmente tire mi cerveza sobre su busto porque alguien me empujó debido al tumulto que ocasionó la avería de un globo o quizá fue porque yo lo hice adrede para llamar su atención y de inmediato pedir disculpas y charlar como suelo hacerlo con todas las mujeres que provocan esa sensación de emoción y revuelo (puedo jurar que alcanzo a contarlas con mis dedos de las manos) en mi mente llena de temperamento, quizá fue lo segundo o lo primero. Yo, no recuerdo y ni quiero recordar. Lo único que eventualmente recuerdo y, a decir verdad, lo hago porque el corazón me da un vuelco cada vez que miro en el cajón de mi buró y veo la polvorienta y añeja foto que me dio un día helado de diciembre mientras conversábamos sobre la absurda eternidad, haciendo el amor a la luz de las estrellas invernales tirados en el jardín de su casa de descanso en Tlaquepaque, Jalisco con el único abrigo de nuestros cuerpos y una colcha gruesa, al tiempo que escuchábamos La oreja de Van Gogh y su canción Deseo de cosas imposibles, aquella que dice: pero pase lo que pase y aunque otra (o) me acompañe, en silencio te querré tan solo a tí.

También bebimos tequila, dizque Antonella quería sentirse mexicana y sentir la mexicana y que su primera vez fuera tal cual la he descrito. Solamente lo hice por cumplir sus soñadas niñerías, las cuales resultaron conmover mi alma impaciente y también por complacerme a mí, por supuesto.

Lo demás ya no lo voy a contar porque soy un confidente leal y no quiero decir las cosas que ella me dijo a la luz de la luna y de la fría madrugada o quizás se me haya olvidado. Yo, no recuerdo o quizá sí, pero ya no quiero recordarla a ella principalmente, y no es porque le guarde rencor o sienta lástima sino porque me matan las malditas memorias, supuestamente tengo un corazón helado, pero eso no significa que no la haya llegado a amar como nunca he amado en la vida. Por el contrario, todo el amor que sentía ella por mí se fue desvaneciendo desde que tajantemente me culpó de una vil infamia que nunca cometí; cruelmente me culpó de haberme acostado con su prima Celeste, aquella adolescente precoz que se enamoró profundamente de mi humilde personalidad la vez que estuve en casa de Antonella, en la región de la Pampa de Argentina, San Miguel de Tucumán para ser preciso.

Celeste tenía un desorden emocional muy complejo por la ausencia de sus padres, los cuales murieron en un frenético accidente cuando estalló la industria siderúrgica del país, ella contaba con apenas siete años de edad, fue un trauma horrible, no se esperaba menos, es por eso que Celeste recurría a estancarse en un hondo sentimiento que la mataba paulatinamente y cuando me conoció, intuitivamente buscó refugio en la confianza que le ofrecí desde el momento que sentí su mirada lasciva después de la cena de acción de gracias. Así mismo, platicaba esporádicamente con Cel, como solía decirle, pero nunca hubo ni un beso a excepción de la mejilla, ni un abrazo morboso, ni nada que me culpara, pero Antonella era celosa hasta sus peculiares cejas.

A decir verdad, Antonella siempre me culpaba de todo, que si tenía cólico era por mi culpa, que si no menstruaba en su periodo escasamente irregular era mi culpa porque todo el tiempo le sugería usar píldoras de emergencia, que si yo estaba molesto y que si mi día iba mal dependía de mi perspectiva estúpida que tenía de la vida –figúrese usted–. Nunca tuve intención siquiera de mandarla al carajo, ni de levantar la voz, sabía que sufría porque durante un tiempo perdió su trabajo diplomático en México debido a la poca resonancia de sus logros y el incumplimiento de sus metas tanto personales como laborales, ¿Ya dije que resultó ser temperamental y neurótica después de conocerla bien y que eso mismo ocasionó un sinnúmero de fisuras en nuestra relación, y que se fueron acumulando y estallaron como un globo o dilucido bien como un cáncer que se acumula y estalla como cohete? Eso fue lo que pasó, todo estalló y se consumió, pero lo cierto es que, no te puedes consumir si no estás ardiendo.

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