La picaresca del coronavirus

La picaresca del coronavirus

Aran Blanche

12/04/2020

Larra los llamaba «calaveras», Pío Baroja se refería a ellos como «golfos». Y es que parece que el nacimiento de cada generación lleva implícita la aparición de una serie de personajes cuyo único propósito en la vida no es otro que el de perfeccionar el arte de lo absurdo, alcanzar el súmmum del garrulismo. En efecto, el ser humano es complejo.

Y en medio de estos tiempos de confinamiento donde la lógica y el sentido de la responsabilidad deberían primar sobre nuestros anhelos de libre albedrío, asistimos boquiabiertos al surgimiento de una nueva casta. Sus hazañas, publicadas en Twitter y en algunos periódicos, no dejan a nadie indiferente, y como en toda garrulada que se precie, existen distintos grados o niveles de ridiculez: está el que, a falta de mascota y confiando en la miopía del prójimo, va a dar una vuelta con un perro de peluche; el que opta por darle un toque más exótico al asunto y sale a pasear con su loro; el que decide bajar la basura y resguardarse del frío bajo el abrigo de un disfraz de T-Rex; o la politiquilla que, a falta de Fallas, decide dar ejemplo y celebrar Sant Josep a pie de calle en compañía de un grupo de iluminados. Tampoco faltan los reincidentes: espíritus libres cuyos bolsillos deben estar repletos, pues no contentos con ser multados una vez, repiten la aventura con la misma despreocupación.

Esto me recuerda el caso de un gijonés que, tras escuchar la llamada del mar, se atavió con su bañador y se lanzó a la playa cual Neptuno, pero antes de poder siquiera rozar el agua, fue alertado por la policía. Lo que debía transcurrir como un mero acto informativo, desencadenó las ansias de revolución del invertebrado y culminó con una multa. Al día siguiente, aquel pobre ser dotado de branquias, que debía tener su domicilio en algún barco anclado en el fondo marino, intentó de nuevo la zambullida. Los mismos policías, absortos en una escena propia de El día de la Marmota, volvieron a impedir el regreso de Neptuno a su hogar. Ahora, las malas lenguas dicen que reside en las inmediaciones del río Piles, esperando con ansia la corriente de agua que logre, al fin, devolverlo a sus orígenes.

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