A mediados del mes abril del año 2016, una intensa sequía afectaba al territorio venezolano, en los noticieros se informaba de la reaparición de los restos del pueblo de Potosí, que había estado sumergido bajo las aguas del embalse Uribante Caparo, ubicado en el estado Táchira.

https://www.infobae.com/2016/05/07/1809628-reaparecio-un-pueblo-venezuela-que-estuvo-30-anos-el-agua/

Maritza, quién era una oficial de la Guardia Nacional Bolivariana, cuando custodiaba la zona durante la primera semana de la reaparición del pueblo observó a una anciana que caminaba con paso lento por el reseco terreno. Con una mano tiraba de una carretilla, mientras que con la otra sostenía una rosa roja.

La oficial se encolerizó al verla en esa zona de acceso restringido, pero sintió curiosidad de averiguar qué la traía a este lugar, por lo que reprimió el impulso de detenerla.

La vio como caminaba a lo largo de la calle principal, que aún conservaba los linderos, para luego detenerse frente a la fachada de la iglesia que aún se mantenía de pié, inclinándose en señal de reverencia, mientras se persignaba. Continuó casi arrastrando los pies por otros tantos metros hasta detenerse frente a las ruinas, en donde alguna vez estuvo levantada una casa.

Maritza seguía cada uno de sus movimientos desde una posición estratégica, desde donde se podía ver toda la zona. Mediante el uso de potentes binoculares la vio arrullar en sus brazos a la flor con ternura, para luego colocarla lentamente sobre una pequeña losa de cemento, que había resistido con firmeza los treinta y dos años que pasó bajo el agua.

Tomó una pala que llevaba y con las manos temblorosas por el esfuerzo, la acercó a la losa. Con un pie intentó introducirla en la compactada tierra. Tal vez para extraer un tesoro, que se había mantenido oculto durante ese tiempo, pensó Maritza.

Tras constantes intentos logró desprender la losa, que se deslizó con facilidad en la inclinada superficie, dejando a la vista una fosa recubierta con ladrillos de arcilla, de donde extrajo una caja.

Para ese entonces la curiosidad de la oficial se transformaba en codicia, y la movía el deseo de apoderarse del contenido de la caja, mientras imaginaba las muchas monedas de oro que podría contener ya que era muy común en otros tiempos, que se enterrara el dinero para protegerlo. Estaba segura de que algo de mucho valor tendría que haber allí, para hacer que esa decrepita anciana se atreviera a venir a esa zona.

Con paso veloz se dirigió hacia donde estaba la mujer que ya iniciaba el viaje de regreso. Volvió la mirada por última vez hacia las ruinas de la antigua casa, en lo que representaba una nueva despedida.

Maritza que ya había llegado al lugar se interpuso en su camino.

—¿Qué hace usted acá? ¿Cómo logró burlar el cerco de seguridad de la zona?

—Viví con mi familia en este pueblo —respondió la sorprendida mujer— pero luego nos obligaron a irnos por la construcción de la represa. Conozco muy bien los alrededores del valle y pude pasar.

—¿Y qué hace acá? —volvió a preguntar ahora con más autoridad.

—Mi más grande tesoro se había quedado acá y vine a recuperarlo.

La mirada llena de codicia de la oficial se dirigió a la carretilla, mientras le decía:

—Esta es una zona restringida y debo confiscar lo que lleva ahí.

Edelmira, así se llamaba la anciana, se interpuso entre ella y la caja de manera decidida, en una acción defensiva y con una mirada intensa, que casi hizo retroceder a la oficial.

—Apártese.

—No puede quitármela, es mi único tesoro —dijo Edelmira mientras se abalanzaba sobre la caja, con una expresión facial de desesperación.

—Apártese, si no quiere que la retire a la fuerza —le gritó mientras sacaba de su cinturón un garrote de madera y se lo mostraba de manera amenazante.

—Por favor no me la quite, es lo único que me queda.

La tomó del brazo y la tiró al suelo con facilidad, la frágil cadera de la anciana se resintió por la caída, reflejándose en su rostro una expresión de intenso dolor, aún así casi como impulsada por un resorte volvió a levantarse y cargada de adrenalina se abalanzó sobre la oficial, haciéndola caer.

—Es mi único tesoro y vine a recuperarlo, no puede quitármelo – le dijo ahora de manera desafiante.

La oficial sintiéndose aún más furiosa y humillada se levantó y con el garrote golpeó salvajemente a la anciana en la cabeza, para luego apartarla de un empujón.

Tomó la caja en sus manos que le temblaban de la emoción, los ojos casi le brotaban de la cara, mientras la abría con cuidado. Cerca de observar el contenido, vio que tenía una fecha grabada, que coincidía con el día y año de su nacimiento, lo que por poco desviaba su atención, pero aun así continuó.

Al ver lo que estaba adentro de la caja la alegría de su rostro se transformó en rabia, mezclada con asco y decepción. De manera brusca la dejó caer sobre la carretilla.

—¿Qué demonios es esto?

—La adolorida Edelmira trató de hablar, pero el llanto le cortaba las palabras. Con dificultad se levantó y dirigió sus pasos a la carretilla. Un hilillo de sangre le recorría el rostro, desde donde había recibido el golpe, pero ella parecía no notarlo. Tomó la caja y la arrulló en sus brazos, mirándola de manera tierna, luego volvió a colocarla en la carretilla y decidida se dispuso a irse.

Con expresión de incredulidad por la osadía de la mujer, la oficial veía cómo avanzaba, luego en unas zancadas la alcanzó y se interpuso nuevamente en su camino.

—¿Adónde cree que va?

La anciana intentó esquivarla sin decir nada, pero la oficial la detuvo con la mano.

—¿Qué es eso que lleva en la caja?

—Aquí estaba enterrada mi única hija —respondió mientras se secaba las lágrimas con el dorso de la mano.

—Pero no puede venir acá sin un permiso.

—Usted no entiende, no tuve más hijos. Ella era el lazo que se supone me mantendría unida a este mundo luego de mi muerte y yace dentro de este improvisado ataúd. Nada pude hacer para salvarla, murió al nacer. La vi a los ojos tan solo un instante y ella pareció entender que debía despedirse, en esa mirada que era de bienvenida. Quedó acá, abandonada por tantos años, y vine para darle una digna sepultura.

—De acá usted no se lleva nada —le dijo mientras volvía a tomar el garrote para amenazarla.

Edelmira sintió miedo por primera vez desde el encuentro con Maritza, no sólo por la mirada desquiciada que le dirigió, sino también porque estaba recordando haberla visto antes. Fue por unas imágenes donde la oficial estaba sobre una indefensa mujer y le cruzaba la cara varias veces con contundentes golpes con el casco de protección. Lo había hecho sin remordimientos, haciéndole pagar la osadía de protestar por llevar más de diez horas en una cola para comprar comida.

Edelmira se dio valor por el deseo de rescatar los restos de su hija, encomendándose a Dios avanzó decidida en dirección contraria de donde estaba la oficial, pero a los pocos metros sintió un tirón de los cabellos que la hizo caer hacia atrás.

—¿Acaso le he dicho que puede ir a algún lado?

—Debo ir a darle cristiana sepultura a mi hijita, no voy a causarle ningún problema, le aseguro que nadie me verá pasar.

—¿Retirarse, así nada más? ¿Cómo si nada hubiese pasado? ¿Llevándose la abominación que tiene en esa inmunda caja? Todo lo que hay en esta zona es propiedad del Estado venezolano, que yo represento. Incluyendo esa porquería que tanto le importa y que no vale ni el esfuerzo que hizo en venir hasta acá.

—Por favor, deje que me la lleve.

—¿Usted cree que puede exhumar restos humanos y llevárselos, así nada más?

—Discúlpeme, tenía que aprovechar la oportunidad única, que me permitió la sequía para rescatar los restos de mi hija.

—Debió obtener los permisos, le dije ya.

—Eso se tardaría meses, para entonces las lluvias volverían a llenar la represa.

—Eso no es asunto mío, dé gracias a que le permitiré irse, pero de acá no se llevará nada.

La idea de dejarla ir, era para no informar que había burlado la seguridad, ni de los violentos golpes que le había propinado.

—Por favor, piense en lo importante que es mi hija para mí, ¿qué haría usted en mi lugar?

Maritza se perturbó al escuchar esa pregunta, recordando la fecha escrita en la caja, cuando el destino fijó su propia suerte, con la muerte de su madre al momento del parto. Se preguntó si su madre habría tenido la oportunidad de tomarla en los brazos y cruzar una mirada de despedida en ese acto que era de bienvenida. Pensó entonces en los restos de su madre. —¿Acaso estarían enterrados en el cementerio de este extinto pueblo que la vio nacer?

Tan sólo había vivido unos días en ese pueblo, transcurridos en el hospital, hasta que una tía, de muy mala gana había aceptado llevársela. La tía, sentía rabia por ella y la culpaba de esa muerte. — “Si no hubieses nacido, ella estaría viva” —siempre le decía.

En medio del dolor por los recuerdos, Maritza volvió la mirada hacia Edelmira, quién se alejaba con un maltrecho caminar por una calle lateral y pasaba frente al cementerio. Fue tras ella, pero se detuvo al ver los restos de una lápida. Trató de leer el nombre con la esperanza de que fuera de su madre, sabía que esta se llamaba Maritza igual que ella, pero las letras estaban desgastadas.

Dirigió nuevamente la mirada hacia Edelmira, que ya casi llegaba a los linderos del pueblo. A pesar de la distancia no se le hizo difícil alcanzarla. y le preguntó con autoridad:

—¿Adónde se los llevaron?

—¿Se llevaron a quienes? —preguntó la anciana confundida.

—A los muertos que había en el cementerio. ¿A quién más iba a ser?

—A algunos sus familiares los trasladaron a otros cementerios, pero muchos continúan aquí.

—¿Y qué sabe usted de ella?

—¿De quién?

—De Maritza, mi madre. Usted debería recordarla, murió al darme a luz, el mismo día del nacimiento de su hija, según la fecha que vi en esa repulsiva caja.

—¿Maritza Hernández? ¿Acaso tú eres…?

—Sí, mi madre murió ese día.

—Sí, la recuerdo perfectamente, estuvo a mi lado por horas durante el trabajo de parto, se veía muy frágil. Era apenas una adolescente cuando quedó en estado, huyó de su familia llegando a este pueblo donde vivió en una casa abandonada los últimos meses del embarazo. Yo acababa de perder a mi hija y ella trataba de darme consuelo a pesar de que sentía que la vida se le escapaba, en su último suspiro me hizo prometerle que cuidaría de ti y te dejó en mis brazos.

Maritza contuvo una lágrima por la emoción de saber que su mamá pudo tenerla en sus brazos por lo menos un instante, el necesario para ver que la hija por la que había luchado estaba viva. No interrumpió a Edelmira para que continuara.

—Me permitieron cuidarte en el hospital durante varios días, hasta que me avisaron que una tía había venido a recogerte. Esa mujer no te quería, pero aun así te alejó de mi lado. Cuando te fuiste se incrementó el vacío que quedó en mi corazón, luego de la muerte de mi hija.

Cuando salí del hospital me enteré de que le habían entregado los restos de mi hija a mi marido, que embargado por el dolor se había ido lejos, sin decirme dónde la habían enterrado.

Maritza, sin importarle la hija de Edelmira, volvió a preguntar:

—¿Adónde se la llevaron?

—Nunca lo supe.

Sin saber si lo hacía por curiosidad o por simple cortesía, Maritza preguntó:

—¿Cómo fue que su hija terminó enterrada en esa caja?, y ¿cómo se enteró hasta después de que el pueblo había sido desalojado?

Hace algunos años mi marido antes de morir me dijo dónde estaba el cuerpo de la niña, lo había enterrado dentro de esa antigua caja. Cuando me enteré que la sequía había dejado al pueblo al descubierto, no dudé en venir a buscar los restos de mi hijita, para darles cristiana sepultura.

Edelmira aprovechó que la oficial daba muestras de sensibilidad, para nuevamente tomar la carretilla e intentar alejarse por donde había llegado.

Esta vez Maritza parecía titubear. La anciana logró avanzar más de cincuenta metros, con el paso más presuroso que su adolorido cuerpo le permitía, pero nuevamente le dio alcance, tirándola de los cabellos hasta hacerla caer. Edelmira se resintió nuevamente de la cadera, al punto de no poder levantarse.

—Ya se lo dije, que no puedo dejarla llevarse nada de acá. Usted debe salir de esta zona. Hágalo antes de que cambie de parecer.

Edelmira se quedó en el suelo, adolorida y sin fuerzas para levantarse.

Maritza tomó la caja que se veía muy bien conservada, pensó en que tal vez tendría algún valor y no estaba dispuesta a dejarla, ni siquiera por la repulsión que sentía de solo tocarla. La sintió pesada a pesar del contenido y sin darle mayor importancia inició la retirada del lugar.

Edelmira parecía vencida, no había acción física que pudiera ayudarla a recuperar los restos de su hija, fue cuando usó su último recurso.

—María de Jesús —gritó con fuerzas para que pudiera oírla.

La oficial, extrañada volteó a mirarla.

—María de Jesús —repitió la anciana— es el nombre de la niña, para la lápida.

Maritza, desconcertada miro la caja y la lanzó al suelo sin ningún cuidado y se fue sin voltear la mirada.

Edelmira, con expresión de dolor se arrastró hasta la caja y la tomó, revisó su contenido y mientras acomodaba los restos de su hija en su interior notó que con la caída quedaba al descubierto una amarillenta moneda que tímidamente se asomaba por una rendija del fondo, con el dedo la devolvió a su lugar y emprendió la retirada.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS