Sentado frente al último modelo de televisión QLED 8K, pero sin prestarle atención, intentaba borrar esa conversación de su recuerdo.
Un recuerdo que, cuando emergía, seguía haciéndole demasiado daño.
Recordaba que estaban paseando, cogidos de la mano, por el paseo marítimo de Oeiras.
La brisa marina los envolvía con tibieza, haciéndoles creer que la felicidad existía y que les había sido regalada.
Ella se había detenido y mirándole a los ojos le había preguntado a bocajarro si alguna vez podría llegar a odiarle.
Y él, que nunca antes había sentido aquella plenitud, le había contestado alarmado :-” ¿Cómo voy a poder odiarte.? Ni te atrevas a decirlo. Seguro que no puedes creer que hasta que tú has aparecido en mi vida, nunca antes había sentido así. De verdad, créeme, nunca antes había creído que esto fuera posible.”
Recordó como la había estrechado entre sus brazos, en un abrazo cálido, mientras le confesaba a ras de cuello:-”Nunca podré olvidar que me has enseñado a querer a pesar de la incredulidad de los años y con la ilusión de un niño. No. Nunca podré odiarte.”
Desviando la mirada de la televisión, miró el jergón que, al fondo del salón, fingía proteger a la mujer del frio suelo de granito.
No se movía. Acurrucada sobre su costado derecho, le miraba fijamente. Las ataduras que le había hecho en las manos y en los pies no terminaban de impedirle variar su posición en la colchoneta cuando se sentía incómoda.
Había intentado dejar de amarle, pero se había rendido a la evidencia de que eso nunca podría hacerlo.
Volvió a recodar aquel momento, cuando ella mirándole de frente le había preguntado si sería capaz de odiarla.
Y volvió a recordar su escandalizada respuesta, asegurándole que eso nunca podría hacerlo porque ya no podría dejar de amarle nunca.
Oyó su suspiro nasal. La mordaza en su boca evitaba que pudiera cansarle con sus ruegos y suplicas de dejarla libre.
Había intentado aceptar que había perdido, que la había perdido. Había intentado ser un buen perdedor.
Pero no lo había conseguido.
Ella era todo lo que él tenía, todo lo que él quería. Era su vida. Vivía dentro de él y, sin ella con él, nada tenía sentido.
Cogió la pistola.
Le hubiera gustado hacerle entender que no era una cuestión de odio. Era solo una cuestión de vacío.
Un vacío que era una insoportable y demoledora ausencia de todo.
El viaje de su vida sin sentido había llegado a su final.

Y él tenía dos billetes para ese viaje.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS