Ricardo, Jorge y yo.

Cuando tenía 11 años solía quedar después del cole con mis amigos Jorge y Ricardo para ir a jugar a la rambla “del Molins”. A veces jugábamos al fútbol o a las carreras con las bicis, otras cazábamos lagartijas. Daba igual, lo pasábamos muy bien los tres. Una tarde, creo que fue Jorge, el que propuso subir a la cueva “del encanto” y comprobar si era verdad la leyenda que decía que dentro se podía escuchar a una madre llamar a gritos a su hijo perdido. Cogimos unas linternas y empezamos a subir por el empinado camino hasta llegar a la entrada. Nos miramos unos a otros para comprobar si alguno se rajaba en el último momento. Los tres asentimos con la mirada y entramos en la cueva.

La primera galería era la más grande, con un poco de pendiente hacia abajo. Al final del todo se abría un pequeño túnel a la izquierda. Tuvimos que arrastrarnos con la linterna en la mano por delante para alumbrarnos. Había que avanzar despacio ya que el suelo de la cueva era de un polvo muy fino que llenaba el aire y que hacía difícil respirar y ver. Llegamos a otra galería que era la mitad más o menos que la primera. Vimos que en el techo había como una docena de pequeños murciélagos negros, colgando boca abajo. Nos callamos para comprobar si era verdad la leyenda, pero tan sólo escuchamos nuestra respiración y toses y al fondo lo que parecía un goteo incesante, como de un grifo averiado. Pudimos comprobar que al final había una rampa de arcilla algo húmeda y resbaladiza y en lo alto otro túnel por el que seguir explorando. Ricardo que era el más alto (y fuerte) nos ayudó a subir a Jorge y a mí, una vez arriba tiramos de él entre los dos y atravesamos el túnel. Éste fue más fácil, era algo más amplio y corto que el primero. Enseguida se ensanchó lo suficiente para juntarnos los tres y decidir si continuábamos adelante a través de la grieta que teníamos delante. Ricardo casi daba con la cabeza en techo, el sitio era cada vez más pequeño.

Tomé la iniciativa y entré en la grieta, mis amigos me siguieron. Al poco tuve que empezar a subir a través de la grieta para poder avanzar pero en seguida me quedé sin opciones.

  • -Hay que volver, apenas puedo respirar y no veo por dónde seguir.
  • -Vale- dijo Jorge.
  • -Esperad- Ricardo hizo un gesto para que nos calláramos.- el agua se escucha más fuerte aquí.
  • -Sí- contesté- pero no veo de donde viene y ya no puedo respirar, ¡vámonos venga!

Retrocedimos algo apresurados hasta la galería donde colgaban los murciélagos y con las prisas los debimos asustar y empezaron a revolotear a nuestro alrededor. Yo me agaché, con los brazos cubriendo mi cabeza, hasta que salieron volando por el estrecho túnel. Una vez calmados emprendimos el tramo final hasta la salida.

Una vez fuera nos miramos unos a otros y empezamos a reír. El polvo de la cueva nos cubría por completo. Estábamos blancos. Nos quitamos la ropa y nos sacudimos bien hasta recobrar nuestro color. Entonces ocurrió. Vi a Ricardo desnudo, con algo de vello aquí y allá, un cuerpo bien formado, fuerte. Él se dio cuenta y sonrió.

A uno de los tres niños se lo había tragado la cueva para siempre.

Miguel Ángel Payá Giménez, 25-10-2019

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