Cuentiembre 2019-Segunda semana

Noviembre nueve

Jerusalén se fue quedando atrás, El Monte de los Olivos se redujo hasta perderse de vista. Un grupo de personas iba en dirección a Jericó. El objetivo era comenzar una nueva vida para todos. Los planes habían salido a pedir de boca y ahora la nueva concepción del amor a Dios exigía que los apóstoles predicaran y fueran hasta el último rincón de la Tierra para llevar la nueva buena. La muerte había sido derrotada. El hijo del hombre se había levantado de la tumba para demostrar que su doctrina era la correcta. Era primordial cambiar de identidad. Jesús sería un hombre habitual, viviría para su familia entregándoles su amor, trabajaría en el campo y haría muebles para mantenerse. De vez en cuando irían sus discípulos a consultarlo para orientar a la gente. Quedaba pendiente la tarea de añadirle a la Torah, la redacción moderna, había que transformarla, dividirla en los acontecimientos pasados y la nueva era. Decidieron escribir un nuevo testamento. Las largas caminatas les ayudaban a decidir qué sucesos serían los más importantes en las escrituras.

—Jesús—dijo Judas acercándose al borriquillo que llevaba a cuestas al Mesías–, quiero que me bautices y me des un nuevo nombre cuando lleguemos a Betania.

—Y ¿Cómo deseas llamarte, Judas?

—No sé, Jesús, tendré que pensarlo, ¿Tal vez Saúl?

—No lo sé Judas. Te cambiaré a ti el nombre y tu harás lo mismo conmigo. Seremos dos hombres que atestiguarán el milagro. Por mis huellas en las manos tendré que ser prudente. Diré que fui perdonado en la cruz y que mi dueño romano pagó mi liberación.

—Está bien. Y ¿los demás?

—Los demás tendrán que irse muy lejos. Llevaran la noticia a todas las tierras de las tribus de los hijos de Abraham, luego Roma y Egipto, de allí hasta donde puedan esparcirlo como si fuera trigo. Esta doctrina es la salvación del hombre.

Jesús bajo del borrico y cogió de la mano al pequeño José. María y Magdalena iban un poco más atrás. “Cuando estuve en el desierto—comentó Jesús—pude ver el interior de los hombres, fui tentado por el mal y estuve a punto de claudicar en mi tarea. Tenía un miedo enorme. Le tememos a lo desconocido y eso nos angustia, pero si logramos tomar el control sobre nuestras emociones más fuertes, se abre un nuevo mundo. El mal estuvo a punto de destruirme, pero razoné sobre mi situación y descubrí que la gente se martiriza con ideas infundadas. Los demonios a lo que tanto tememos son solo un reflejo de nuestro instinto de conservación. El mal no existe en la naturaleza, queridos míos. Es la ausencia del bien la que nos hace culpables. Siempre que lastimamos a alguien hacemos que esa ausencia del bien provoque algo negativo. Por eso la violencia, el hurto, el abuso y las cosas que producen dolor o perjuicios es lo demoniaco, lo malo. El más allá, la nada no tiene lugar porque Dios es infinito y nosotros somos parte de esa inmensidad. Él va con nosotros en el corazón y si logramos que los demás lo vean su bondad se contagia. No hay ni pasado ni futuro. Amemos a nuestros seres queridos ahora sembremos la bondad en los corazones y recogeremos cariño y comprensión. Hay personas que son incapaces de abrir su corazón, no las juzguemos, entendamos su problema y ayudémosles a descubrir su bondad. No nos cuesta nada. Un poco de control, atención para escuchar y buena voluntad para orientarlos. Es muy sencillo. La gente enferma porque se causa daño, pero si logramos que se libere de la envidia, el rencor, la venganza y le mostramos que perdonar es más beneficioso que nada, entonces todos lo harán”.

Judas abrazó a Jesús y le pidió que jamás lo volviera a poner a prueba traicionándolo, aunque eso fuera fundamental para su doctrina. Jesús le dijo que la historia lo condenaría, pero que con su nuevo bautizo renacería y podría ir alimentando a la gente de bondad. “Pon la otra mejilla cuando te ofendan, no hay peor cosa que la violencia. Es un monstruo que no se debe despertar por que destruye poblaciones enteras. La guerra es inútil, el soldado solo defiende los intereses de su amo y nunca recibe ni la recompensa ni el perdón. Un hombre que vive con la conciencia opacada por sus crímenes nunca será libre, ni siquiera de sí mismo”. Caminaron varias semanas, pasaron las noches en el desierto, se alojaron en pesebres y agradecieron la amabilidad de algunas personas buenas que les abrieron las puertas de su casa. Se alimentaron de lo que les brindó Dios y al final llegaron a Betania. En Jerusalén empezaron a cambiar las cosas. La muerte de Cristo y su resurrección provocaron la división de los monjes del templo. Los romanos comenzaron a dudar de sus dioses y sentían curiosidad por las historias de Jesús.

Noviembre diez

Magdalena comenzó a resentir los dolores en el vientre. Se le había reventado la bolsa y el dolor comenzaba a apoderarse de ella. María trató de calmarla. Jesús estaba haciendo un encargo. Le habían pedido que hiciera una gran mesa para una familia acomodada de Jerico. Se había marchado a la ciudad con su hijo José, con uno de sus ayudantes y cinco mulas que llevaban provisiones y sus herramientas. “Acuéstate y te sentirás mejor—le indicó María guiándola hacia el lecho—, ¿Recuerdas cómo nació Josecito?”. Magdalena sonrió y dejó que María fuera a preparar agua caliente y sabanas limpias. Había otras tres mujeres que al enterarse de la noticia se pusieron manos a la obra. Era mediodía y el sol calentaba con fuerza. Primero limpiaron a Magdalena y le dieron ánimos. Le recomendaron que se pusiera un palo entre los dientes para no destrozarse la lengua. Poco a poco fueron aumentando las contracciones. La parturienta se esforzaba pujando y entre los descansos que hacía, se consolaba con la imagen de su marido animándola a seguir en su esfuerzo. Oyó que Jesús la consolaba desde la lejanía y que su sonrisa la llenaba de paz. “Será una preciosa niña—le dijo a María apretándole la mano—. Me lo ha dicho Jesús. Es la única manera de que la sangre de los hijos de Abraham se propague”. Las dos sonrieron. Una mujer le limpiaba el sudor a Magdalena, le daba instrucciones y le tocaba el vientre para adivinar lo que hacía el pequeño ser que pronto vería la luz. Pasaron cuatro horas en la que Magdalena se desgañitó y por fin asomó la coronilla. “Tiene un pelo negrísimo—apuntó María sonriendo—. Seguro que será una mujer muy linda y bondadosa”. Le pondremos Eva, dijo entre dientes Magdalena que ya casi no podía pujar más y cuando se sintió desfallecer llegó el alivió. Parecía contradictorio que para sacar a su hija tuviera que pujar con todas sus fuerzas y en el momento más importante en lugar de hacerlo con todas sus fuerzas se hubiera relajado al máximo. Salió la niña, estaba viscosa, la depositaron en una sábana para poderla sostener mejor. La hicieron llorar y la envolvieron para dársela a su madre. Al sentir el calor del cuerpo materno se quedó tranquila y pronto se durmió. Magdalena se bebió dos vasijas de agua y también se durmió.

A medianoche Magdalena despertó. Miró con dificultad el rostro de su hija porque la Luna era incapaz de iluminarla. La cogió y se acercó a la luz. Vio una carita arrugada y tranquila, después un leve llanto. Magdalena se descubrió el seno y le dio de comer. La pequeña estaba hambrienta y succionó a su madre como tratando de absorberla por completo. Luego se volvió a dormir. Magdalena la recostó en la cama y se quedó mirando el cielo. Estaba mandándole un mensaje de amor a su esposo.

Jesús estaba acostado al lado de Josecito, abrió los ojos y se dio cuenta de que su hijo lo miraba con mirada interrogante. “¿Ya habrá nacido mi hermano? —preguntó muy bajo para no asustar a las mulas—. ¿Cómo será? Jesús le sonrió y contestó que era una niña. Miró con alegría la cara de desconcierto de su hijo. “Tendrás que cuidarla y protegerla, hijo mío, solo a través del amor maternal es como el hombre conoce ese sentimiento. Es la mujer la que nos llena de ternura, pues su amor es incondicional. Lo sabrás cuando seas grande, ya que nunca encontrarás jamás un amor más sincero y fuerte que el de tu madre Magdalena. “Pero… —le cuestionó José—¿Tú no me amas?”. Claro que sí, respondió Jesús muy alegre, pero mi amor es diferente. Mi misión es educarte para que puedas brindarle seguridad a tu madre y hermana. Debes ser fuerte y razonable. Es muy difícil vivir en paz entre los hombres, por eso necesitas sabiduría. Escucha siempre mis palabras y haz lo que te indique tu corazón. Yo no puedo dominar los demonios que te acorralaran en tu vida, pero puedo ser la luz que te indique el camino.

José se quedó dormido y al día siguiente se despertó alegre. Sabía que ocupaba un lugar importante en el corazón de su padre y que su madre lo aceptaría siempre. Tuvo un contratiempo cuando entró a lavarse en una de las bifurcaciones hechas en el río Jordán para llevar agua a Galgala. Se estaba secando el pelo cuando por accidente pisó un escorpión y este le insertó su aguijón. Por fortuna el bicho había matado a una lagartija un poco antes y su veneno no era mortal, sin embargo, José empezó a calentarse y la fiebre lo hizo delirar. Pensó que estaba próxima su muerte. Tembló por la extraña mezcla del frío y el miedo. Lloró bajo un poco angustiado y cuando le preguntó a su padre si iba a morir, este le dijo que su hora no había llegado todavía porque no había cumplido con su misión. Tuvieron que hacer una parada hasta que José se recuperó de la fiebre. En esas horas había dormido mucho. Había perdido mucha agua y se levantó con mucha sed. Bebió mucho y comió un poco de frutas, dátiles y queso. Cuando se levantó no encontró a su padre y le dijeron que se había reunido cerca de allí. Llegó al sitio con dificultad y vio con asombro la forma en que su padre hablaba de un redentor, de un salvador de la humanidad que había padecido como él la crucifixión. “Sí, hermanos—les decía con voz potente—. Lo vi junto con sus apóstoles. Era como cualquiera de nosotros, pero sus palabras llegaban pronto al corazón. Se decía hijo del hombre e hijo de dios porque el Señor, El verdadero y real creador, estaba dentro de todos los hombres. Por eso tenía fe. Decía que, si todos sacáramos a ese dios que teníamos en el corazón, entonces seríamos hermanos y comprenderíamos a nuestro prójimo”. José escuchó las difíciles preguntas que le hacían los hombres, pero las respuestas eran irrevocables y hasta él, que era solo un niño, las podía entender. Se acercó y abrazó a Jesús que lo abrazó y lo presentó como su hijo. Luego explicó que había llegado la hora de partir porque lo esperaban en Jerico. La gente le dio la mano a Jesús, algunos lo abrazaron y le desearon un buen viaje. Hubo hasta quien tuvo tiempo de traer un poco de provisiones. José se alejó de la multitud. Se sentía orgullosos de su padre y un pequeño halo de vanidad le dio fuerzas para emprender la marcha.

Noviembre once

La gente superó el remordimiento y la mañana se presentó clara e iluminada. La semilla que se había sembrado en sus corazones empezó a germinar. El pequeño tallo que asomaba hacía que los saludos fueran más cordiales y que la gente se deseara paz y amor. Los padres comenzaron a dar el ejemplo a sus hijos controlando sus propias emociones. La ira, el reproche y los castigos se cambiaron por el diálogo y el compromiso. Las personas preferían hablar de sus problemas con las personas y siempre recibían apoyo y consejos sensatos. Los convenios entre los comerciantes y los clientes eran justos y se realizaban con buena voluntad para que hubiera armonía.

“Lo dijo el Señor, hermanos —les repetía Pedro Simón Cefas—. ¡Amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos! Si vuestro corazón es tan mísero que no encuentra ni siquiera lugar para vosotros mismos, entonces seréis incapaces de amar. Muchos de ustedes me preguntan si se puede amar a los injustos y los soberbios y os digo que sí porque uno mismo debe ser el portador del cambio. Sed el cambio que queréis ver en los demás. Si trato a un soberbio con rencor él reaccionará igual, pero si soy humilde y digo la verdad, él se dará cuenta de su propio error. No se puede pagar con mal el amor, tarde o temprano triunfa el bien sobre el mal, pero hay que estar preparados para todo y mantenernos en la línea. Nos lo dijo Jesús, quien ahora está eternamente con nosotros”.

Las personas satisfechas oían los sermones de los alumnos de Cristo. Se ennoblecía su corazón. El viento tibio de las tardes llevaba a todos los hogares una canción de esperanza, la letra era sencilla y más que entenderla o interpretarla la gente la sentía. Era suficiente escuchar los primeros compases para llenarse de cariño. Las madres derramaban lágrimas de amor por sus hijos, los maridos crueles o infieles volvían a su hogar arrepentidos, el ladrón reparaba los daños causados y hasta los criminales se arrepentían y enmendaban las consecuencias de sus actos. Solo los avaros, vanidosos, ambiciosos, envidiosos y, en general quien temía perder dinero o poder, se resistían al cambio. Las mujeres embellecieron y los hombres se hicieron más responsables. Todo mundo fue comprendiendo que lo material no era para siempre y a algunos les traía más complicaciones que placer.

“Razonad, hermanos—pregonaban los hombres de buena voluntad—el dinero satisface necesidades, pero cuando se intenta complacer con él todos los deseos, se convierte en una fiera indomable. A nadie se le prohíbe añorar riqueza, pero es más importante la del alma, que la material. Las monedas nos compran cosas temporales, en cambio los sentimientos duran más, a veces, para toda la vida. ¡Ayudemos a los pobres, a los lisiados y a los enfermos porque son incapaces de trabajar! Ellos lo agradecerán sin duda, pues no hay alma que no reconozca un buen acto. Pecadores serán aquellos que al recibir un favor no lo correspondan o abusen y engañen a quien se lo ha hecho. Abandonados en su egoísmo, los ricos morirán sin haber podido cumplir todos sus sueños y se irán del mundo con pesar aferrados a su oro”.

Las palabras de esperanza motivaron a quienes habían perdido sus sueños. Ahora lo sabían en todos los rincones del planeta, Jesús venció a la muerte, hay una vida en el más allá y aquí mismo. “Es ciego el que no quiere ver—decían los más sabios—, es sordo el que no quiere oír, es pobre el que no enriquece su alma y es desgraciado el que no quiere compartir su amor”.

De Jerusalén habían salido los hombres que llevarían el mensaje de la nueva buena. Dios mandaba a su hijo para festejar que la humanidad había madurado. Ya no habría ovejas descarriadas, los dioses paganos se habían retirado a formar parte de la mitología. Los fariseos y saduceos comprendieron que sus intereses eran jerárquicos, económicos y no religiosos. Pronto se erigiría sobre los restos de un apóstol la casa del Señor. Habría cobijo para los hombres de buen corazón. El agua del Jordán fue lavando las cabezas de los nuevos cristianos. Miles de Bautistas en nombre de Jesús convirtieron a la gente en seres nuevos. Las historias se transmitían de boca en boca. La gente buscaba a Magdalena, a María y a los discípulos para saciar su sed. La convicción de los nuevos creyentes era tan fuerte que doblegaba la necedad de algunos romanos. Los cuales al no poder argumentar contra los milagros obrados por Jesús, inclinaban sus cabezas para ser recibidos en la nueva humanidad.

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