Existen pocas diferencias entre un ser maligno y uno que intenta ayudarte. Ambos creen, desde sus respectivos puntos de vista igualmente retorcidos, que hacen el bien. Claro está que el bien de uno de estos corresponderá con un bien universal pero ¿Quiénes somos nosotros para decidir cuál es?

Otra ola de dolor le inundó quitándole el poco aire que quedaba en sus pulmones. La habitación era pequeña, oscura y conocida. Había bajado muchas veces a la despensa que se encontraba en la habitación de al lado. Esa habitación nunca se cerraba con llave. Con todas sus visitas al sótano del convento se había hecho amigo de las ratas que se alimentaban a base de las migas que caían al suelo como acto de piedad o por accidente y de la humedad que se filtraba por las paredes. En invierno las paredes supuraban gotas de lo que podría considerarse agua.

Ese aire, lleno de humedad, moho y polvo tan antiguo como la trinidad a la que adoraba, se metía de nuevo en sus pulmones. El espíritu santo le quemaba. Si pudiera elegir, lo hubiera rechazado, pero su cuerpo lo necesitaba y el vacío que se formó en sus pulmones absorbería lo que fuera.

Su espalda estaba al descubierto expuesto al frío que guardaba esa habitación. Sus heridas abiertas notaban más la brisa que entraba por debajo de la puerta que el monseñor había cerrado otra vez con llave. La brisa recorría sus laceraciones como agua por un cañón haciéndolo poco más profundo a su paso. Sus rodillas estaban calientes, bañándose en un pequeño charco de sangre creada por las rozaduras que habían aparecido después de la primera hora de arrodillarse sobre el suelo de guijarros.

Arriba no se se escuchaba nada, pero abajo las paredes oían todo y ampliaban el sonido de los golpes, el sonido del cuero curado del látigo contra el cuerpo que el monseñor quería curar. Se distorsionaba el sonido, las paredes jugaban con el eco. El golpe seco retumbaba más en la habitación que en su cabeza, pero el sonido de su propia piel abriéndose al paso del látigo no hacía eco, solamente las ratas podrían escuchar las gotas de sangre caer al charco que se aumentaba poco a poco.

Arriba en cambio, silencio. Hace un par de horas habían acabado de comer y ya se había recogido todo. Ahora sólo se escuchaban pasos.

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