Las moscas. (Colección Algarve)

Las moscas. (Colección Algarve)

Fran M. Moreno

17/08/2019

Miguel Araullo comprobó que la casa seguía en silencio y le pareció el silencio más desolador del mundo. Aunque había seguido su ritual a rajatabla, un terrible desasosiego que retumbaba en su cabeza lo atormentaba.

De nuevo, escudriñó compulsivamente todos los objetos dispuestos sobre la mesa, palpándolos uno por uno para asegurarse de que su cerebro no le estaba engañando y no se había olvidado nada que pudiera interrumpir el flujo de palabras, si es que volvían alguna vez: cenicero, tabaco, mechero, portátil con hoja de Word en blanco, cargador, ratón y taza de café humeante… ¡Ese era el problema! No había puesto leche de soja sabor chocolate al café.

Fue a la cocina, la cual había limpiado entera dos veces seguidas, y añadió 30 centilitros de bebida de soja sabor chocolate a la taza de Mr. Wonderful: «Hoy va a ser un día genial», le animaba la taza, pero a Miguel le pareció un timo.

La verdad es que no pintaba bien la cosa, sobre todo cuando Duarte, su editor, empezara a llamarlo exigiendo el último capítulo de la novela. Un capítulo que no sabía si llegaría a escribir nunca.

Se aseguró dos veces de que la puerta de la nevera estuviera cerrada y la plataforma de la cafetera americana apagada. Aquella casa que había alquilado en Ferragudo con la intención de aislarse de la ruidosa Lisboa no le estaba dando la paz que necesitaba para acabar aquella estúpida novela de mierda.

Miguel se sentó en la mesa, agarró la pantalla del portátil y la apretó con todas sus fuerzas mientras insultaba a la hoja en blanco, esperando que por arte de magia todo se llenara de palabras, pero eso no ocurrió.

Estaba decidido, solo le quedaba una solución posible: lo dejaría todo, se iría del país y empezaría de cero. El exilio era la única solución después de haberse fundido el adelanto de un libro que jamás acabaría.

Al principio le pareció la mejor idea que había tenido nunca. Su última novela fue un éxito tremendo, y además de hacer que su cara fuera famosa en todo Portugal, también le había llenado generosamente los bolsillos. Todo parecía tener sentido hasta que un pequeño zumbido lo distrajo de su plan perfecto.

Una estúpida mosca diminuta se había colado por la ventana del comedor. Aquella pequeña criatura molesta lo había sacado del interior de su mente privilegiada y había empezado a revolotear a su alrededor con una danza burlona. Mientras intentaba asustarla con la mano se dio cuenta de que no venía sola, aquella pequeña hija de puta se había traído una amiga.

—¡Por dónde habéis entrado, bichos asquerosos! —gritó mientras intentaba matarlas a manotazos. Las moscas no respondieron, pero sí que lo hizo el rumor de unas cuantas docenas que aparecieron de golpe tras él.

Enrolló un periódico viejo de los dueños de la casa y empezó a dar porrazos al aire con gran torpeza. Fue ahí cuando Miguel notó que algo más contundente chocó contra su espalda. Un gran abejorro le había agredido a traición como los cobardes y se burlaba de él con un zumbido amenazante.

Abriéndose paso a palmadas cruzó la nube de insectos, que habían pasado de decenas a centenares, y cerró la ventana de la sala de estar. Al girarse pudo comprobar como los abejorros y moscardones también se estaban multiplicando por momentos, incluso se habían unido a la fiesta otros parientes cercanos que no pudo identificar entre la bruma negra que formaba el conjunto.

Miguel Araullo estaba muerto de miedo. El silencio se había convertido en el murmullo ensordecedor de hordas y hordas de insectos que habían tomado la casa por asalto.

La valentía de intentar hacerles frente con un periódico enrollado se desvaneció con cada estampida que le daban a la vez multitud de aquellos pequeños cabrones.

Hundido, rendido y humillado, Miguel corrió por el salón tapándose todos los orificios visibles y solo le dio tiempo de agarrar el portátil y la cartera antes de salir y dar su retiro creativo por perdido.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS