En la plaza del horno no había ningún horno. Nuestro perro no tenía dientes. Decíamos que éramos una familia, aunque no hubiera ni padre ni madre. Bueno, Lorena hacía un poco de madre, porque era algo mayor que todos nosotros. Su maternidad no existente era despreocupada, pero cariñosa. A veces, no traía de cenar, pero se alegraba mucho cuando era capaz de dejar algo para el día siguiente y podía fingir que preparaba un desayuno.

Todos queríamos dormir junto a Lorena, porque su piel era suave y siempre le sobraba algo para arroparnos. Sólo de noche y a cubierto se descubría un poco los brazos y acariciarlos era una rutina para dormirnos. La piel de Lorena se deshacía bajo el agua y por eso andaba siempre muy vestida. También el sol le hacía daño. Y el viento. Lo malo es que el sol regresaba todos los días y, de vez en cuando, el viento. Por las noches, nos contaba historias extrañas, difíciles de seguir, sin final, sin orden, y que escuchábamos hasta que ya no sabíamos si eran sólo historias o si eran de verdad. En ese momento de duda, nos quedábamos dormidos y soñábamos con entender un poco de esas historias a la noche siguiente.

Durante el día ella, Lorena se quedaba allí, en la esquina profunda de la plaza del horno, sin lluvia ni sol ni viento, y nosotros salíamos a caminar, a buscar, a estar con la gente, a jugar a veces. Algunos se pasaban el día entero fuera y otros, los más pequeños, se alejaban sólo hasta las bocacalles, sin perder nunca de vista a Lorena, que, de tanto en tanto, los saludaba. Cada cierto tiempo aparecía un hermano más o algún otro no regresaba por la noche. Por eso, aunque nos queríamos mucho, tampoco llegábamos a encariñarnos demasiado unos con otros. En eso sí que parecíamos hermanos de verdad, según Lorena.

Yo tenía talento, así que me perdía cerca de la estación, casi nunca solo, porque dos niñas más pequeñas no hacían más que seguirme a todas horas. Fue por ellas por lo que todo empeoró. Al principio, a la entrada de la estación había un quiosco muy grande donde vendían periódicos y dulces y conseguíamos un poco de todo, pero luego lo quitaron hicieron obras y abrieron un bar. Lo llevaba una mujer que desde el primer día nos sonreía, o eso pensé yo al principio, porque luego me di cuenta de que era a ellas a quienes les ofrecía las mejores sobras. Cuando les preguntaba, ellas decían que yo era su hermano mayor, porque sabíamos fingir muy bien, y, entonces, la señora del bar dejaba de sonreír y les metía a ellas un poco más de comida en sus bolsillos, como si yo no lo viera. Se lo conté a Lorena y no le gustó.

– Ve tú solo a partir de ahora – me dijo.

La mujer del bar me siguió dando algo de vez en cuando. Los primeros días que faltaron me preguntó por mis hermanas, que dónde estaban y yo le decía que con mis padres, con quién si no. Ella asentía, pero después me seguía mirando y no decía nada. Vestía un mandil siempre limpio que no debía de servirle para nada. Le conté a Lorena lo de ese mandil tan extraño que ningún día tenía manchas y eso la decidió: teníamos que movernos.

Aunque volvimos alguna vez, la plaza del horno dejó de ser lo que veíamos cada mañana al despertar. El nuevo sitio era húmedo y estaba al final de un parque largo que, de noche, daba miedo a los más pequeños. Yo me lo aguantaba, como el resto de los mayores, pero también estaba inquieto y me despertaba muchas veces durante la noche. No sé si Lorena tenía miedo. No lo demostraba. Sólo estuvo más tiempo seria, más tiempo durmiendo de día, más noches fingiendo que ella se había comido toda la cena y ya no quedaba ni una sola uva roja ni blanca.

Así que, cuando todo terminó, aquella mañana lloramos para que Lorena no se sintiera tan mal, no porque realmente nos apeteciera seguir fingiendo que éramos una familia sin serlo. Fue muy sencillo, los policías nos decían que teníamos que estar tranquilos, que no pasaría nada, y Lorena les fue indicando dónde estábamos todos. La escena fue muy civilizada y con alguna que otra sonrisa. A mediodía, nos llevaron a todos a una oficina y unas mujeres que ya no eran policías nos fueron separando en mesas, aunque podíamos mirarnos los unos a los otros. Todas aquellas mujeres eran jóvenes, pero mayores que Lorena. En la oficina no estaba ella. Nos fueron preguntando los nombres y nos costó un poco recordarlos. A mí en especial, porque según supe luego ya habían pasado más de cuatro años desde que salí a jugar con mis regalos de reyes y mis padres se desesperaron y me buscaron por toda la ciudad, por los pueblos de los alrededores, por otras ciudades, pero nunca en aquella donde había una plaza del horno tan particular.

No quería, se lo dije muchas veces a la mujer joven que estaba conmigo. Con toda la seguridad que pude, le repetí que estaba muy seguro de que no quería, pero aun así me hizo pasar a otra sala con juguetes donde había un hombre y una mujer que me dijeron que eran mis padres. Se parecían mucho a los sueños que yo tenía cuando Lorena nos contaba sus historias inacabadas y sin principio. Sí, se parecían, pero no eran iguales, porque éstos que decían ser mis padres estaban raros, contentos pero arrugados, como si les costaba mucho estar derechos. Me abrazaron y me besaron. Les pregunté por Lorena y me dijeron que se había ido, pero que ya había pasado todo. También pregunté por mis hermanos que no lo eran. Al recuerdo arrugado de mi madre le costó entenderme hasta que acertó a decir que los otros niños estarían bien, con sus padres.

– ¿Podré verlos?

– Siempre que quieras – contestó.

Eso me tranquilizó y les hice caso y les llamé papá y mamá. Eso les gustó mucho. Hablamos un buen rato; casi todo el rato ellos porque a mí no me apetecía hablar demasiado. No, en realidad, sí me apetecía hablar, preguntarles otra vez por Lorena y si a ella también podría visitarla. Pero no dije nada de eso. Sólo me dejé llevar, primero por su conversación y luego por su mano hasta el coche, hasta una casa que era la mía y al abrir la puerta se encendieron muchas luces incluido un árbol pequeño que estaba en el salón y que se veía desde la puerta de la calle, con un montón de paquetes detrás de dos zapatos brillantes. Mis padres dijeron que volvía a ser reyes ese día y por eso había tantos regalos bajo el árbol iluminado. Quise creerles y, al cabo de un rato, lo hice de veras, porque todos aquellos juguetes eran maravillosos y pensé que a Lorena le habría encantado que yo los tuviera.

[Este relato se publicó en el número de diciembre de 2018 de Salamanca al Día (pagina 18): https://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_796398_20181130.pdf#_blank]

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