De casas y papel

De casas y papel

Thomas Hardy

06/06/2019

Se sentó a la mesa para ponerse a escribir. Una mesa enorme, hecha de una sola pieza de un árbol milenario que ya dejó de existir, llena de manchas de tinta y marcas de compás. Ocupaba casi toda la habitación, que tampoco suponía gran reto ya que la habitación había sido previamente la despensa y antes de eso la habitación de la caldera. El aire que se respiraba, o por lo menos hacía el esfuerzo de meterse en sus pulmones, era denso, olía a hongos, a levadura y a harina, y permanecía en un estado de perfecta hegemonía y equilibrio flotando en el vacío oscuro del cuarto. Las paredes ahora eran cinco centímetros más anchos en comparación de cuando se construyeron. Cinco centímetros de hongos y capas de pintura antihumedad. Para poder sacar la silla para sentarse primero hizo falta apoyarse en la mesa y luego cerrar la puerta con la extremidad que más libre tuvieras. Era la mesa de su padre, un arquitecto famoso, o por lo menos más famoso que su hijo, quien decidió dedicarse a la escritura. Su padre era un hombre cuadriculado y práctico y los edificios que había diseñado eran reflejo de ello. Él en cambio lo único que había heredado del famoso arquitecto era la mesa.

Las manchas y marcas apenas se apreciaban, quedaban tapadas por pilas y pilas de hojas en sucio, grandes torres de papel, como bloques de edificios, cada piso con un personaje y un escenario distinto. El primer piso era una jungla en la que residía un tigre desdentado que moriría en breve. En el séptimo vivía un hombre que había perdido las ganas de vivir debajo del sofá. En el ático, el último papel que quedaba a la vista encima de la torre solamente había una frase grabada en la pared: “Un compás confuso…”.

Apartó la hoja en la que había empezado a escribir el día antes. Apenas se podía leer lo que había garabateado con ese lápiz rojo que siempre dejaba en el medio de la mesa. Nunca fue amante de las plumas que dejaban un río de tinta a su paso, ni de los bolígrafos Bic que parecían brotar de cualquier cajón de la casa. La verdad es que en su vida nunca había sudo amante de nada, solamente era cómplice en una relación fugaz con la escritura. Siempre escribía con ese lápiz, lo utilizó para escribir la carta al amigo de su padre anunciándole su muerte. La muerte de su padre, no de su amigo, le hubiera asustado mucho más si no.

Debajo de la mesa había tres cajas llenas de folios que aún estaban sin estrenar. Cientos de posibles historias por escribir y añadir al montón, y otros miles que acabarían directamente en el cubo de basura, que ya volcaba sobre el suelo como una avalancha de ideas que solo servían para manchar las hojas de papel. Sacó una de debajo de la mesa sin mirar y la colocó en el poco hueco que había, dejando la madera casi totalmente tapada.

Sacó punta al lápiz cuidadosamente, casi medía menos que el propio sacapuntas. Se negaba a tirarlo, era imposible saber cuántas palabras quedaban guardadas en esos gramos de grafito. Apartó las virutas con la mano, empujándolas hacia un rincón de la mesa en la que se encontraba una pequeña pila como si entre las historias que había escrito viviera un albañil o un leñador en miniatura que salía de entre ellas y se ponía a trabajar cuando no había nadie en la habitación.

“No sé por qué sigues con la tontería esa de escribir, no te dará para vivir”, le había espetado su padre un par de horas antes de morirse. Esa frase le venía a la cabeza cada vez que sacaba otra hoja de las cajas para luego tirarla o añadirla a las torres de ideas que no llegaban a convertirse en historias. Saca otra hoja, esta se queda arriba. Otra hoja, esta va directamente a la basura. Otra a la torre, otra al suelo y así hasta que las cajas quedasen vacías, hasta que los folios faltasen.

Pero las cajas no se vaciaban, la punta del lápiz no se desafilaba, la mesa se llenaba cada vez más de historias sin acabar, el suelo se inundaba de ocurrencias que nunca llegaban a ocurrir. Las hojas llenaban la habitación, no se podía mover la silla y la puerta quedaba atascada. Sigue escribiendo. Las torres crecían, temblaban, balanceándose hasta desplomarse hacia su dirección. Quedó sepultado bajo una montaña de malas ideas y peores recuerdos. Le encontraron muerto, tumbado encima de un folio en el que solo estaba escrito un título “De casas y papel”.

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