La caridad de la risa

La caridad de la risa

Antonio Fernandez

14/03/2019

Un pedazo de tela me persigue. Está a punto de atraparme, pero despierto y mi novio pide que sonría. Lo beso, aunque no lo complazco del todo. De camino al trabajo la muchacha del cartel de turno sonríe. Los anuncios del metro igual. Mi jefa habla del don de sonreír. Hasta yo me digo, vamos, tú puedes… y el cristal de la puerta me devuelve una mueca, esa que, a veces, pongo para las fotos cuando nada es gracioso, pero la vida ordena fingir. Y mi trabajo va un poco de eso. Soy el molesto personaje que encuentras cada dos por tres en cualquier sitio de la ciudad: la captadora de socios para ONG. Hace unos meses yo era como tú, transeúnte yendo a lo mío, esquivando «la gente del peto», así nos llamaba. Era de esos que saludan amables, cuando ya no queda más remedio porque le están interrumpiendo el camino. Ah, esos tiempos de inconciencia sobre el dolor ajeno que ya nunca más han de volver, porque ahora tengo peto y cuando me lo quito siempre paro en seco al ver uno de los míos. Y sonríe, mujer, sonríe. Ese señor no se detuvo por esta seriedad crónica tuya. Esta melancolía. No soy buena vendedora. Y me digo: Pero si no estás vendiendo nada. Y es mentira. Claro, vendo un bien intangible: caridad… más cuando su destinatario está en el otro mundo. La caridad es un bien codiciado por todos, por eso me miran con miedo desde lejos. Temen que le despierte el deseo de tenerla. O al menos la vergüenza por no quitarse de la cerveza, el café o los cigarrillos… como me dijo alguien alguna vez… Temen ser yo, mañana, porque la rueda es así, arriba ahora, abajo luego… Pero la mayoría tiene claro que No es No. Y todo lo que valga sale de sus bocas para justificarse. Al menos así hay que entenderlo. Hay que asumir que todos pueden y quieren hacerse socios nuestros. Tan solo hay que insistir o, mejor dicho, argumentar. Y cuando se logra el Sí, nada de coger los datos rápido, no señora, es momento de mimos, empatía total, hablar de la vida mientras le sacas la información casi sin que se percate de ello. Yo no soy buena en esto. Lo tengo claro. Y no debiera decírmelo ahora que estoy en plena jornada. Hay que creer en una misma. Seguro. Hay que tenerse fe. Seguro. Y, sobre todo: Muchacha, sonríe, que todo con una sonrisa entra. Y me duele la cara por la mueca que aprieto con mis dientes. Ve, para ese perfilazo, es socio seguro. Debe estar en un montón de ONG, esos son los objetivos de nuestro tiro al blanco. Recuerda, informa sin agobiar. Ah, si preguntan ten a mano algún as. O varios. Mejor varios. Rebate, rebate… pero a ese no, ese es No seguro, te lo dijo desde lejos. Usa las señales de las personas, gestos, cosillas que dejan salir. El peto aprieta encima de tanta capa de invierno. Las axilas sudan y hace mucho más frío. Ahí viene otra. Para a todo lo que venga. La ley de las probabilidades… Esta señora dice buenos días al tiempo que niega con la cabeza. No es el nuevo saludo. Se ha detenido, me pregunta, escucha atenta… afirma todo el rato… no tiene apuro… y al final del discurso: Pero estoy en paro. Sigue hablando. Y pierdes tiempo. Se escapan otros socios potenciales. Ahora asientes tú… y cortas con un Gracias por detenerte… El peto aprieta. Ya ha pasado el descanso. Las tostadas con tomate me han caído mal. Ah, si viniese alguien y me gritara: Oye, tú, sí, tú misma, apúntame, toma mi IBAN… Hay gente que dice haber vivido esa fantasía. Yo creo haber soñado con eso. No me acuerdo bien. La jefa hace gestos de motivación con las manos. Y yo adentro con la lengua afuera. Los árboles me miran. Los edificios también. Son testigos del mareo que indica pararme sin hacer nada. Cuánto tiempo paso así… Cómo se mide la paz. La mano de mi jefa me saca de ese cuarto íntimo. El resto del equipo está reunido a mi lado. Balance del día. Ni un socio. Llevo una semana así. Los ojos de la jefa pasean por cada uno de nosotros con una mirada de Te entiendo, muy parecida a la del paso 2 del rebate del No. Manda a quitarnos el peto. Estoy a gusto con él, por fin, pero obedezco. La cremallera no baja. Una compañera viene a ayudar y se lastima el dedo sin lograr bajarla. Otros dos más lo intentan, hasta que la jefa sugiere que me lo quiete por encima. Suspiro. Dejo la mochila en el suelo. La gente pasa por nuestro lado con más calma, aunque dejan una distancia prudencial. Imagino que mandan a dormir a sus hijos diciéndoles: A la cama o viene el peto y… Sonrío, de verdad, por primera vez en todo el día. Cojo el trozo de tela por los bordes para sacarlo por mi cabeza. No cede. No hay problema, pienso, me quito el abrigo también. Agarro el abrigo y tiro hacia arriba con fuerza, pero nada ocurre. Abro la cremallera del abrigo por debajo del peto; en una contorsión saco una manga, luego la otra y el abrigo cae al suelo. Sudo. Mi jefa frunce el ceño por primera vez. Se me acerca y pregunta si estoy bien. Claro, respondo. Halo y nuevamente nada ocurre. Saco el primer suéter con el mismo procedimiento aplicado con el abrigo. Luego el otro. Se me ve el sujetador por los huecos laterales del peto. Todos mis compañeros halan para sacarlo y nada. Caigo de nalgas en el suelo. Una risa húmeda me sube por la garganta. Explota en mi cara y contrae mi estómago, costillas, esfínter… Acaricio la tela, ya una extensión más de mi piel. Todos me miran muy serios y yo no puedo parar de reír.

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