Estrepitosos sonidos de sirena ensordecían. El comisario, mudo y paciente, esperó a que los decibelios tornaran a una frecuencia que no crispara sus nervios. Sabía que no tardaría en ocurrir pero, mientras tanto, escudriñar a la víctima manteniendo una postura erguida e inmóvil podría aportarle la primera pista. A veces ocurría… un pelo, hilo roto donde debería encontrarse un botón, una marca de barro en un zapato, piel bajo las uñas y un sinfín de detalles con los que podría tener la suerte de encontrar algo que llamara su atención y le sirviera de hilo conductor. No sería la primera vez. A simple vista era complicado y, desde su distancia, había pocas opciones de que la suerte se aliara con él. Pero era fiel a su procedimiento, y hoy no iba a alterar su hábito. Ni ínfimamente. Las sirenas enmudecieron bruscamente y las titilantes luces azules dejaron de molestar.

—¿Alguien se ha pronunciado? Veo mucha gente mirando.

—No, señor comisario… no que yo sepa, señor comisario.

El comisario se tocó su negro sombrero borsalino, dio una larga calada a su cigarrillo, miró con cara de no ser bondadoso para repartir amistad y ordenó secamente y mostrando la perenne seriedad que le caracterizaba:

—Pues dígale a todos que se marchen a sus casas y que dejen libre la escena del crimen.

—Sí, comisario, a la orden, comisario, como usted ordene, comi…

—¡Váyase! —apuntilló cortando el nervioso acato del rechoncho policía.

«¡Inútil!», pensó mientras el otro se retiraba.

—¡Coged la camilla! —dijo alguien a lo lejos.

—Sin prisas… está muerta —contestó otro.

Dos hombres, ataviados con idénticas batas de color naranja y portando una camilla, pasaron por delante del comisario con intención de transportar el cadáver hasta la ambulancia.

—¡Quietos! —sonó, áspera, la voz del comisario.

—Somos de la forense, señor. Tenemos orden de llevarnos al cadáver —anotó el más atrevido de los camilleros.

—Después, y solo después, de que yo haya hecho mi trabajo, ¿entendido?

Los dos empleados se miraron y, prudentemente, callaron.

El comisario se acercó a la víctima mientras mesaba el ridículo desfile de hormigas que tenía por bigote. Era una chica de no más de veinte años. Estaba desnuda, tenía el brazo derecho bajo la espalda, su mano izquierda tapaba su ombligo, las piernas cruzadas, aunque no impedían mostrar su pubis, y mostraba signos de violencia en la cara, en los brazos y en las piernas. A priori resultaba labor imposible saber la causa de la muerte.

«¿Asesinato? Seguro al cien por ciento. Ninguna mujer se quedaría desnuda en un parque público esperando a que la muerte apareciese. Y las marcas en su cuerpo evidencian que ha sido agredida. No hay duda, la han asesinado», pensó. Apartó la vista de la joven víctima, sacó un par de guantes de uno de los bolsillos de su gabardina y se los colocó, se agachó y comenzó a hacer su exhaustivo recorrido por el cuerpo del cadáver. Milímetro a milímetro fue observando cuanto detalle pasaba ante sus ojos mientras un policía no dejaba de disparar una Nikon. Nada que llamase su atención. Tras un par de intensos minutos de exploración, fijó su mirada en los labios de la malograda chica. Entre la seca sangre que había quedado pegada a sus labios sobresalía, ínfimamente, algo parecido a un papel. Rebuscó entre los bolsillos de su gabardina, esta vez para dar con una pequeña pinza, y extrajo cuidadosamente lo que, en un principio, le pareció un documento plastificado.

—¡Agente! —advirtió al que hacía las fotos —, tome varias fotos de esto y envíelo después al laboratorio.

El fotógrafo obedeció sin mentar palabra y el comisario pensó que su labor allí había terminado, por lo que se incorporó y, dando la orden pertinente a los camilleros para que cubrieran y se llevaran el cadáver, se deshizo de los guantes y se dirigió a su coche con el pegajoso presagio de estar ante un complicado dédalo de incógnitas. «Gajes del oficio», pensó mientras giraba la llave de arranque de su Mercedes 320.


Sonaba de fondo la canción Smooth Operator, emitida por una emisora de radio local.

El perchero de la entrada, situado tras la puerta de su despacho, fue el destino de la gabardina y del sombrero del comisario. Al cerrar la puerta dejó de oír la melosa voz de Sade. Puesto en faena no era amante de entretenimientos, por lo que no tardó en acercarse a su mesa y descolgar el supletorio. Marcó el 03, la línea que le comunicaba con el laboratorio.

—¿Sí? —contestó alguien al otro lado del hilo.

—Soy el comisario Araujo. ¿Hay algún adelanto en la prueba del papel extraído de la boca de la chica que asesinaron ayer?

—¿Un papel? —respondió la voz denotando extrañeza.

—Realmente era una especie de D.N.I, no pude verlo bien con tanta saliva.

—Ah, sí. No es un carnet, comisario, es un papel plastificado… tiene tan sólo una letra escrita, una pe mayúscula.

El comisario trató de prestar toda la atención que pudo a las palabras que escuchaba y, tras unos segundos, pidió:

—¿Puede acercarme esa prueba, Luis? Voy a estar ocupado haciendo unas llamadas.

—Claro, comisario —dijo el del laboratorio y, al unísono, ambos colgaron sus teléfonos.

La solitaria P que aparecía en aquel trozo de papel no le decía nada. «¿Penélope? ¿Patricia? ¿Paula…? Puede tratarse de un nombre de mujer… o no. La duda, como en todas las pruebas que se encuentran en la escena de un crimen, siempre aparece. Un novio celoso pudo haberse dejado llevar por la ira y haberla asesinado. La letra P podría ser el insulto a la víctima: «Puta», pensó mientras miraba la primera pista que tenía entre sus manos.

—¿Se sabe el nombre de la víctima?

—Sí, comisario. Alexandra Asunción Argüelles. Ya hemos empezado a llamarla La Triple —aclaró.

—¿¡La Triple!? —dijo el comisario, perplejo.

—A, A, A, tres aes en su nombre.

—¡Ya! —dijo secamente el comisario—. Descartado que esa P sea por su nombre, habrá que seguir investigando por otro sitio. ¿Se sabe ya si era de aquí?

—Vivía en las afueras, en una urbanización llamada Los Rosales, era de familia adinerada, tenía dieciocho años y estudiaba en un colegio privado, el San Lorenzo.

—Sé dónde está todo eso. Gracias, Luis.

Tan pronto el del laboratorio abandonó el despacho del inspector, éste cogió de nuevo el supletorio. Esta vez marcó el 02.

—Sargento Muriel —sonó una voz grave.

—Sargento, envíe a dos de sus hombres a la urbanización Los Rosales y otros dos al colegio San Lorenzo. Que procuren sacar cuanto dato sea posible sobre la chica que apareció ayer muerta en el parque… diga a los que envíe al colegio que saquen el máximo provecho de sus pesquisas.

—Entendido, comisario —acató el sargento y no tardó en darle la espalda.

Continuará…

N. del A: Extracto de la saga «El comisario», actualmente en proceso.


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