Una enigmática criatura de Carcosa

Una enigmática criatura de Carcosa

Ramses Yair Ayala

28/11/2018

Son contadas las ocasiones en las cuales como seres humanos podemos sentirnos afortunados. Tenemos una tendencia natural adherida para actuar con pesimismo lo breve de la existencia y repetirnos frente a cada objeto que refleje una pequeña parte de nuestra frágil corporeidad, que el infortunio es designio otorgado por el creador y en la fortuna hay algo de sospechoso que no merecemos, a no ser que haya llegado acompañada de lo que el imaginario colectivo llama suerte. ¿Pero qué es la suerte? ¿No es acaso una de esas palabras timoratas por ser neutrales? Un punto medio, ni buena ni mala, amiga fiel de la fortuna, amantes irresistibles para el espíritu, jugadoras expertas e irónicas de la vida. ¿Cuántas ocasiones hemos sido afortunados con mala suerte y desafortunados con buena suerte? Ésta reflexión se ha vuelto un pensamiento obsesivo y lo compartiré con el afán de que me vuelva afortunado como hice yo con el viejo andrajoso.

Hace un par de días la ciudad colapsaba como es habitual cuando llueve por más de dos horas. Bajé fastidiado del Metrobus y caminé por las calles de revolución entre despojos de hombres embriagados y prostitutas andróginas con toda clase de sorpresas entre las piernas. Detuve mis pasos frente un local para cubrirme de la furia de Tláloc.

Un hombre yacía recostado sobre un cartón húmedo, con las ropas desgarradas, el rostro arrugado con mugre sobre cada pliegue de piel y una bolsa de plástico transparente sobre la cabeza que dejaba mirar sus cabellos canosos y despeinados con los piojos alimentándose de las ideas. Emanaba un extraño aroma a alcohol, estiércol y lluvia. Al sentirme cerca abrió los ojos, se sentó y una enorme sonrisa sin dientes y encías sangrantes se dibujo en su rostro. Me pidió una moneda a cambio de un tesoro que poseía y pertenecía a una ciudad de otro planeta. Al principio, su historia me parecía un disparate, creación de un esquizofrénico o un escritor estéril; Sin embargo, con la mano en el pecho y jurando por la única virgen (estandarte de conquistas, genocidios y esclavitud espiritual) aseveró que la procedencia de aquel tesoro secreto era Carcosa.

¿Carcosa? La curiosidad me ronroneo al oído como un enorme gato de extraños presagios; Sin dudarlo, saqué mi billetera del bolsillo y el hombre buscando entre sus ropas, me entregó con demasiado cuidado un frasco pequeño que contenía un espécimen extraordinario. Recogió sus cosas, besó el billete y se fue gritando que era el hombre más afortunado del mundo, nunca más esclavo de sus deseos.

Quedé sorprendido al escuchar tal disparate. Pensé en tirar aquel timo al primer contenedor de basura que hallara en el camino; Sin embargo, había algo de hipnotizante en aquella criatura inmóvil.

Llegué a casa y extraje el cadáver del frasco. Lo coloqué sobre una franela blanca y lo miré detenidamente con una lupa. Tenía su diminuto cuerpo cubierto por una armadura color bronce y siete patas color tornasol. Unos surcos dividían el caparazón como una especie de máquina miniatura de sofisticada ingeniería y un signo amarillo cubría la cabeza hasta el límite de donde salían unos prominentes colmillos que aún tenían petrificado un líquido azulado que quizá habría podido ser saliva.

Lo observé intrigado por varios minutos. Una voz interior alimentaba mi deseo de tocarlo y rebotaba dentro de mi cráneo. Lo coloqué sobre mi mano y lo toqué con mi dedo para sentir la consistencia de su estructura. Estaba tibio y duro como si estuviera elaborado de metal. Froté su caparazón con la yema del dedo y un escalofrío sentí en la espalda.

Percibí que me desvanecía y la oscuridad se fue convirtiendo poco a poco en un sitio desconocido donde en el cielo se divisaban unos soles gemelos y unas estrellas negras que por instantes eran cubiertas por unas gigantescas lunas que rotaban sobre sí mismas de modo impresionante. Sobre el suelo rojo y arenoso se erguían unas construcciones colosales rodeadas de ríos plateados que provenían de un lago nebuloso y por donde transitaban, sobre unas máquinas flotantes, los habitantes de rostros cubiertos con largas máscaras metálicas adornadas con materiales que nunca antes había visto, provenientes del territorio de esa civilización avanzada.

De pronto, me encontré dentro de la habitación de lo que parecía ser un palacio. Desde el balcón podía observarse una fortaleza que rodeaba la construcción en la cual me encontraba. Una escultura rocosa tallada con un rostro de pulpo y enormes tentáculos era adorada y resguardada por lo que supuse eran sacerdotes. Uno de esos seres entró y llevaba sobre su cuello una cápsula que contenía una criatura idéntica a la que me había dado el viejo andrajoso. Se inclinó y con una reverencia entregó a otro individuo la cápsula. La abrió y extrajo de su interior a la extraña criatura que emitía un zumbido aterrador que hacía flaquear las piernas y desplegó sus prominentes colmillos como si estuviera hambrienta. El individuo la sostenía con fuerza con sus cuatro dedos y se colocó frente a mí. Era como si un cristal nos separara, como si cada uno se encontrara al otro lado de un espejo. Se despojó de la máscara que cubría su rostro; Su fisionomía era similar a la humana, a excepción del tamaño de los ojos, los labios y los orificios que tenían para respirar. Se quedó mirando fijo como si sintiera mi presencia del otro lado y supiera que lo miraba. Con un gesto frío y burlesco, se acercó aún más y dirigió la criatura hacia su ojo izquierdo. La criatura salivaba una sustancia azul y viscosa mientras el signo amarillo de su cabeza brillaba con mayor intensidad al sentirse cerca de la humedad del ojo. Desplego sus colmillos y devorando la pupila se introdujo dentro. Desde entonces se dirigían a ese individuo como el Rey Amarillo.

Me convertí en un espectador de la vida del Rey Amarillo. Donde se encontrara él me encontraba yo. Lo que deseara el rey era concedido y la criatura que habitaba dentro aumentaba su tamaño y podía observarse caminar por debajo de la piel.

La fortuna acrecentaba. La ambición y el poder eran siempre acompañadas de desgracias. Atestigüé largas y sanguinarias batallas que iban acabando con la ciudad prodigiosa de Carcosa hasta dejarla poco a poco en ruinas.Justo antes de que la ciudad quedara devastada por completo, el Rey Amarillo deseó el exterminio y el fin de su vida y del organismo que lo habitaba. Sin embargo, el sacerdote le clavó una daga en la cabeza.Removiendo los sesos tomó a la criatura que tenía el tamaño de un conejo. Recitando una oración a una pequeña escultura como la que había visto desde el balcón de la habitación, sorprendentemente el espécimen regreso al tamaño de un insecto con su habitual zumbido rompe cráneos y fue introducido a una cápsula pequeña que fue lanzada al espacio.

Comprendí que la criatura formaba parte de un extraño culto del dios Pulpo mucho más antiguo que Carcosa, capaz de cumplir los deseos más profundos y retorcidos de la psique.

Desperté alterado sobre la alfombra de mi sala, me sentía desorientado, sin la certeza de saber si lo acontecido había sido un largo sueño, una fantasía o un desvarío. Al parecer cada objeto estaba en su sitio. Sobre la mesa reposaba la cápsula vacía idéntica a la de Carcosa, pero de la enigmática criatura no había rastro.

El corazón me palpitó de manera acelerada acompañado de un sudor frío que escurría por la frente y me calaba los huesos. Comencé a sentir que algo ascendía por debajo de la piel de mi pierna y caminaba velozmente hacia mi estómago, mis brazos, mi abdomen. Las pequeñas patas se incrustaban en cada movimiento. Me desnudé y palpé uno por uno los músculos del cuerpo. Corté con la navaja de afeitar cada centímetro que me pareciera sospechoso. Nada me pareció ajeno hasta que escuché un zumbido que me hizo sentir vértigo. Corrí al baño para mirarme frente al espejo y allí estaba, justo dentro de mi ojo, caminando en círculos en busca del punto exacto para abrirse paso hacia el interior de mi organismo.

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