Amanecía, el cielo era gris, se avecinaba una tormenta, debía decidir si continuar con mi trayecto o quedarme ahí aferrada a la nada, paralizada ante el miedo. Comencé a recorrer el camino descalza mientras el frío atravesaba mis huesos, miré al infinito para ver lo que me deparaba el destino

Gotas frías caían sobre mi espalda desnuda, me refugié en un árbol pero su tronco no era fuerte y sus ramas blandeaban con el viento. Tan densa fue la lluvia que confundió mis sentidos, anduve a la deriva intentando avanzar y encontrar protección.

De pronto entre la bruma una pequeña choza apareció en mi camino. Era vieja y casi en ruinas, sus grietas revelaban los años transcurridos; como salida de un sueño estaba frente a mí cuando más amparo ansiaba mi cuerpo y alma. Con cimientos fuertes me acogió y sin comodidades se dispuso a brindarme refugio.

Sus ventanas filtraban la luz iluminando mi oscuridad, brindándole calidez a mi soledad, aclarando mi mente y ahuyentando mis miedos. Esa vieja choza fue el cristal a través del cual brillaron en mi interior pequeños brotes de esperanza, me dio confianza para aferrarme a una mejorada versión de la vida. De a poco perdí el miedo a ver la inmensidad, con el mundo que se revelaba ante mis ojos; las húmedas y fértiles tierras y las infinitas llanuras tapizadas de vivaces colores penetraron mis sentidos. Vislumbré a lo lejos sin temor los desiertos áridos pero con oasis; en la lejanía prometieron los azules lagos refrescar mis pies y por vez primera sentí que los tiempos de andar descalza sobre filosas y puntiagudas rocas habían quedado atrás.

Con el apoyo de la vieja choza que me había acogido, determinada decidí emprender mi nuevo camino. Tuve valor para penetrar entre los verdes y silenciosos bosques, perderme en las enigmáticas noches de otoño, donde novias del cielo engalanadas con sus traslúcidos vestidos, me seducían invitándome a danzar bajo las lunas de octubre. Aliviado mi temor y reconfortada mi alma empecé a dejar mis huellas; sabía que volvería a haber tempestades y noches oscuras, sin luna, pero también que habría sol y viento fresco que me acariciarían el rostro.

Gracias a su abrigo seguro me hice fuerte y he sido capaz de recorrer mares turbulentos que me han trasladado a playas paradisiacas, he escalado montañas viendo desde su cima amaneceres espectaculares y anocheceres con tintes de majestuosa belleza. Cuando abrumada por el peso de la vida temí claudicar conocompañeros que me ayudaron a llevar mis pesadas maletas, mitigaron la soledad e hicieron amenos mis andares.

Han pasado muchos años ya, pero aún llevo en lo profundo de mi ser la calidez de aquella vieja choza que un día me brindo refugio y amor. Se ha derrumbado ya, sucumbió al paso del tiempo; pero con amorosa lealtad por siempre conservaré un trozo de ella en mi corazón.

Para ti, Abuelo Gregorio, por haber sido en mi vida esa amada y entrañable Choza.

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