En este planeta azul —el único que he visto, palpado, olido y sufrido— habita una especie insólita, como salida de un sueño inconcluso de la creación: los hombres extraños. No son enteros. Caminan por la vida como mitades errantes, como si el cosmos, en un descuido de eternidad, los hubiese moldeado con prisa, o como si Dios, fatigado de tanta simetría, se hubiese dormido con la arcilla aún húmeda entre los dedos.
Están los del ojo izquierdo. Ven apenas la mitad del mundo, y marchan, obstinados, hacia ese costado, respirando por una sola narina del alma, oyendo solo con el oído zurdo del espíritu. La derecha les parece una herejía geométrica, una ilusión óptica inventada por los otros para perturbar su fe. Si alguna vez tropiezan con ella, se les eriza el pensamiento, y juran que es un espejismo sembrado por traidores.
Del otro lado están los hombres derechos. Respiran por la fosa opuesta, miran con el ojo que el sol acaricia primero, y avanzan hacia la diestra como si el universo terminara en una línea recta. Se burlan de los zurdos, los llaman desviados, y en el fondo —muy en el fondo— los temen. Ambos bandos viven zurcidos al hilo del dogma, cosidos con puntadas de ideología, convertidos en bestias de ángulos, incapaces de ver el círculo completo de la existencia.
Y yo, que los contemplo desde mi rincón del mundo —donde las ideas no tienen dueño y la verdad no se alquila ni se vende al mejor postor— me pregunto cuándo nacerán los hombres de los tres ojos:
Los que vean con el derecho y con el izquierdo, pero también con el ojo invisible de la intuición;
Los que respiren con ambos pulmones del espíritu, sin asfixiarse en trincheras;
Los que caminen hacia el centro del corazón humano, donde no hay izquierda ni derecha, sino simplemente luz.
Quizás ese día, cuando los hombres dejen de ser extraños entre sí, el planeta recupere su simetría perdida, y la humanidad —esa palabra antigua, sagrada y casi olvidada— vuelva a tener sentido. Los extremos son peligrosos, como Polifemo.
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