En algún rincón olvidado del lenguaje —donde las comas se acuestan cansadas después de un largo día, y los adjetivos se fuman suspiros, junto al margen de la página— vivía Manuel, un hombre de carne, ideas y editores de texto. Tenía dedos de pluma y corazón de narrador errante, y escribía como quien va sacando flores del lodo, sin pedir permiso ni disculpas al diccionario ni a las academias.
No tenía esposa, pero eso no impedía que, en su imaginación, una mujer de manos dulces y voz de albahaca le horneara flanes de calabaza para las hormigas que bostezaban en sus cuentos. Usaba palabras que no se usaban, giros que daban vértigo, y oraciones que se estiraban como gatos al sol, seguidas de frases tan cortas que sonaban como latigazos. A veces escribía cosas como “las hormigas de la razón”, y en lugar de corregirlo, lo dejaba así, porque para él la poesía no tenía que rendirle cuentas a la entomología.
Un día, mientras terminaba un cuento titulado “La luciérnaga que iluminó a un rey ciego”; una acusación cayó sobre él como lluvia de comisaría:
— ¡No es humano! —gritaron los algoritmos.
— ¡Es un androide disfrazado de escritor! —sentenciaron las máquinas, con sus dientes binarios llenos de sílabas mordidas.
El juicio fue virtual, como todo lo que ya no vale la pena tocar con las manos. Los jueces eran detectores de inteligencia artificial, diseñados por programadores que nunca habían leído a Pessoa ni entendido una metáfora sin ayuda de un botón de «definir palabra».
Lo declararon culpable de usar estructuras sintácticas no naturales.
Lo acusaron de hipérbaton excesivo, lirismo inapropiado y de cometer el crimen atroz de hacer pensar a sus lectores.
—Demasiado humano para ser máquina, pero demasiado raro para ser hombre —dijeron en su veredicto, que fue publicado en letra gris sobre fondo gris, en una página que nadie recuerda.
La sentencia fue clara: ejecución literaria.
El castigo: ser olvidado por los buscadores, silenciado por los filtros, enterrado bajo montañas de contenido plano como papel higiénico mojado.
Manuel, sin embargo, no lloró.
Tampoco protestó.
Solo se sirvió una taza de café con palabras recién molidas, se puso su abrigo de ironía y se sentó a escribir. Porque si algo había aprendido de los antiguos —de Homero, de Cervantes, de Clarice Lispector, de aquel Borges que nunca morirá del todo— era que el único deber sagrado del creador es crear.
Y entonces escribió su último cuento: un manifiesto disfrazado de fábula, una carta de amor al idioma y una blasfemia contra los dioses algoritmos.
En él, narró la historia de un hombre que decidió no hacerle caso nunca más a los que juzgan sin comprender, a los que desde la comodidad del anonimato sentencian a los que osan soñar con palabras.
Dijo que las palabras no son propiedad de las máquinas ni de las academias.
Que la imaginación es la única revolución que nunca podrá ser censurada.
Y que un ser humano es, sobre todo, aquello que no puede ser medido por ningún detector.
Manuel desapareció al día siguiente.
Algunos dicen que se convirtió en nube, otros que lo absorbió una metáfora muy profunda.
Pero en realidad, sigue vivo en cada historia que aún se atreve a bostezar como hormiga y a soñar con flanes imposibles.
Y si alguna vez una frase te eriza la piel, una palabra te hace reír solo por su sonido, o un cuento te recuerda que pensar también puede ser un acto de amor…
entonces sabrás que Manuel no murió.
Simplemente se volvió inmune.
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