Una mañana te despiertas, estás en tu cama sudoroso y agitado, por unos momentos no sabes dónde estás, la misma pesadilla claustrofóbica que se repite  cada noche te ha desvelado. Son las 7 de la mañana y sales de la cama alicaído, tu cuerpo pesa, parece que llevas sobre tu espalda el peso de la humanidad. La vuelta del mundo de los sueños a la realidad es salvaje, pasa de lo onírico a lo tangible en unos instantes. Al cabo de unos minutos el café ya está listo y la taza humeante en la encimera del mármol de la cocina reparte su aroma por todo el pequeño apartamento. Enciendes la radio. Rusia inicia la invasión de Ucrania, parece que tendremos guerra otra vez en Europa. El euríbor alcanza cotas históricas, muchas familias tendrán problemas para pagar sus hipotecas, “pero los bancos no perderán sus beneficios”, esto último lo apunta con voz irónica el locutor. Seguidamente la misma voz anuncia una canción y empieza a sonar: Do ya think i’m sexy?, de Rod Stewart. Subes el volumen. Tomas el café y te sientas en el sofá, en el comedor como en todo el apartamento reina el minimalismo; la televisión no funciona y es simplemente un mueble decorativo, las paredes están vacías, -sin cuadros ni ninguna ornamentación-, pintadas de un color blanco nuclear y montones de libros apilados en columnas desiguales esparcidas por los laterales del suelo, dan sensación de amplitud, también hay un puf junto a una simple y robusta mesa de madera barnizada, con tres sillas a juego, todo comprado en IKEA. En la mesa descansan una lata de cerveza vacía y arrugada, servilletas y los restos de pizza que sobraron de ayer por la noche en un plato, también hay un libro abierto de Cartarescu volcado al revés. 


Después del café, como siempre un centrifugado salvaje invade tu aparato digestivo y te diriges con premura al lavabo. El baño está alicatado con la cerámica de hace 40 años y se conserva en buen estado, las tejas dibujadas con la simetría propia de las decoraciones del boom inmobiliario de los 80 decoran todavía las estancias de muchas viviendas construidas en esa época y no han perdido vigencia. Te sientas en la taza del váter y descargas tus desechos al mundo y te sientes liberado. Te desnudas y entras en la ducha, piensas en masturbarte, pero decides postergarlo para otro momento, giras el monomando y el agua cae muy caliente sobre tu piel, te quema, pero lo soportas con estoicismo y te quedas inerte sentado sobre la porcelana de la bañera, mientras el agua ardiendo no cesa de caer sobre tu cuerpo. El vapor inunda el espacio. Te agrada ir girando lentamente el grifo del agua, e ir jugando con la temperatura, subiendo hasta experimentar cierto dolor, por unos momentos sientes las cosas de manera tranquila, y ese dolor paulatinamente se convierte en placer, la sensación que deseas; como una inyección de diazepam líquido que entra en tus venas, mientras la piel arde y empieza a ponerse roja, en esos momentos te viene a la cabeza la imagen de una langosta viva arrojada a una caldera de agua hirviendo. Antes de provocar lesiones en tu piel, cierras el grifo, y te quedas un instante observando un rato como el agua cae libre soltando vapor hacia el precipicio del desagüe. Te reincorporas y con una mano limpias el entelado del espejo y puedes observar que tu pecho, tu dorso y tus extremidades, están rojas y emanan vapor. Empiezas a sudar y tus poros de la piel están abiertos y sensibles. Ves de reojo la cuchilla envuelta en papel higiénico que está encima del mueble del baño, y observas tu cuerpo desnudo, piensas y verbalizas: algo que ni tú mismo entiendes. Cierras los ojos y haces unos meneos con la cabeza de izquierda a derecha, y ejecutas unos movimientos como si tocara las teclas de un piano en el aire con los dedos de las manos. Te fundes con la melodía de la canción que está sonando en la radio, realizas unos movimientos circulares con la curvatura cervical de tu cuello para desentumecer esa zona castigada. Con tu mano examinas la geometría de la piel de tus brazos, surcada de cicatrices pasadas buscando una nueva ubicación, deslizas tus dedos por toda la perimetría de tus extremidades superiores. Desenvuelves con cuidado y lentitud, el papel higiénico y extraes la cuchilla, como has hecho otras veces. Tu pensamiento por un momento se instala en la duda, pero esa incertidumbre solo dura unos segundos. Es necesario, es necesario repites y verbalizas. Te infringes, con la minuciosidad de un neurocirujano, un corte lo suficiente profundo para atravesar tu piel y producir un efecto deseado de dolor y sangre. Abres otra vez el grifo del agua caliente y te quedas un rato ahí sentado en la bañera, sintiendo como ese ardor te redime, sintiendo como tu piel lacerada te quema y viendo como el agua se tiñe de rojo mientras se cuela por el desagüe de la bañera.

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