Nota. Anoche mi hijo me retó a contarnos historias. De ese reto nació este relato que irá avanzando a medida que el tiempo del que disponga y las musas me sean propicias, pero puedo decir que me entusiasmó la idea. Que sepa plasmarla es otra cuestión.
Era una época primigenia, la tierra temblaba con fuerza y a menudo. Todo era hostil en la superficie: el clima, el entorno, los animales, el ser humano. Dios no había aparecido aún en la mente del hombre, no habitaba marcando directrices sobre el bien y el mal. Los hombres actuaban por instinto, sin remordimientos. Cada día era un regalo, una victoria que impulsaba a la tribu a buscar el sitio propicio para instalarse.
Caminaban siempre hacia la salida del sol buscando su protección. La noche estaba llena de miedos amortiguados por la compañía del firmamento, que además de arropar la soledad nocturna, suponían una especie de jeroglifico que tras años de observación repetía patrones, marcando pautas sobre eventos climatológicos venideros.
El grupo no fue muy numeroso al principio, las bajas hacían mermar la tribu más rápido de lo que podía reponerse. Enfermedades, ataques de animales, enfrentamientos con otras tribus, incluso con ellos mismos, dejaban un reguero de cadáveres que servía de banquete a las alimañas. Pero hubo épocas relativamente tranquilas que hicieron próspera la natalidad dotando de cierta entidad al grupo. Cuantos más eran, más fuerza tenían, aunque ralentizaban la marcha y hacía más difícil su manutención.
Fue durante una etapa de bonanza cuando sucedió, era noche también. Un rugido descomunal anunció un movimiento de tierra, en la zona sobre la que descansaban, agitándola de un lado para otro con brusquedad, en un enorme vaivén. Si hubieran estado en altar mar, podría haberse comparado con el desplazamiento que una ola monstruo, produce sobre cualquier objeto que ose flotar en su trayectoria, y al igual que tal efecto, fueron desplazados de un lugar a otro en cuestión de segundos, quedando atrapados entre dos placas de tierra en una oquedad de titánicas proporciones lejos de la superficie.
El terror dio lugar a cierta calma cuando todo se volvió quietud al estabilizarse el suelo bajo sus pies. Durante largo tiempo esperaron a que volviera a suceder, pero no pasó. Ya no pasó más. Seguía siendo noche, pero más oscura y cerrada. Buscaron con la mirada las luces que los acompañaban desde el cielo, el globo que los observaba mutando de forma, pero no vieron nada. Tampoco vieron amanecer al día siguiente porque ya no amaneció más.
El movimiento de placas fue de tal magnitud que sepultó una placa bajo otra desgarrando y arrasando todo cuanto encontró en su camino. La suerte de la tribu fue relativa, quedó encajada y atrapada en una burbuja subterránea, formada por túneles que partían y confluían en forma de laberinto.
La noche los acompañó por el resto de sus vidas, la de sus hijos y la de los hijos de los hijos durante generaciones, por milenios.
Sobrevivieron porque las rocas permeables de los estratos superiores filtraban el agua de lluvia, formando acuíferos, con los que se abastecieron sin escasez. Saciaron el hambre con los animales que, atrapados como ellos, lograron sobrevivir y que pese a las circunstancias también lograron reproducirse. Cuando no encontraban nada, recurrían al canibalismo. Con el tiempo, adaptaron su alimentación incluyendo tierra como sustento en épocas de escasez absoluta, llegando casi a la extinción.
Años de oscuridad marcaron las pautas genéticas para posteriores generaciones. La evolución mermó sentidos inútiles como la vista y estimuló el desarrollo del olfato y el oído a niveles iguales o superiores a los de las ratas. La evolución fue notable después de varias generaciones, cuando la adaptación ya era casi completa y donde apenas quedaba ya nada de lo que un día fueran los habitantes de aquella tribu.
La piel que ya no cumplía más función que la de aislar músculos, órganos y esqueleto del exterior, los envolvía con una capa casi transparente, de extrema delgadez. Si hubiera filtrado en algún momento un rayo de luz, se podría haber contemplado en algunos individuos, el funcionamiento de los mecanismos del sistema digestivo o el fluir de la sangre por las venas.
El lenguaje mantuvo la memoria nítida de lo que fue la vida anterior al suceso. Las leyendas sobre el cielo estrellado, su movimiento, el sol ardiente que quemaba la piel, la nieve que helaba hasta congelar, la brisa, la lluvia, la naturaleza, los árboles, la alegría de ver nacer un nuevo día, estimularon la imaginación de las nuevas generaciones, que no cesaron de buscar en cada recóndita cavidad una salida que los condujera al ansiado paraíso cien mil veces narrado.
Les supuso varias décadas recorrer los túneles y hacerse una idea mental de su recorrido. Muchos de ellos perecieron, perdidos y aislados al no encontrar la manera de retornar al epicentro, pero la necesidad, los condujo a dibujar con la punta de huesos afilados mapas trazados con finas líneas sobre la piel de la espalda de cada uno. Con el tiempo, no hubo necesidad de esto, los túneles formaban parte de la información genética heredada por la generación siguiente. Un sentido especial, les dotaba de increíble agilidad para hacerse con la ubicación exacta de su posición. Este instinto, similar al que poseen los murciélagos, les permitía también, moverse con rapidez, sin colisionar, por ecolocalización.
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