Pensó si le robaría, o lo mataría, con cómplices ocultos en el bosque. Estaba mal alimentado, sucio, pidiendo ayuda, muy desvalido como para ser peligroso. Le creyó. Lo llevó a la estación policial.
El agente de la entrada notó algo en ese rostro que le recordó a la foto del niño de once años en el cartel de “personas desaparecidas”. Le preguntó si era él.
El muchacho, de unos veinte años, al verse, se echó a llorar. Pidió hablar con su abuelo. Sabía que su madre estaba con su abuela y que su padre había muerto, el único cercano, si es que vivía, era el abuelo.
Se resolvió una desaparición de diez años. El joven, raptado por su madre y su abuela fue ingresado a una secta a los once años. Ahora, a los veintiuno, había escapado. Atravesó un bosque, y en la ruta pidió auxilio.
El policía que lo reconoció comandó el operativo para allanar a la secta. Se internó en el bosque con cinco compañeros.
Hace diez años que no se sabe nada de ellos.
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