A esa mujer tengo ganas de besarle el alma y jamás apartarla de mi lado. El susurro de su nombre se mete entre mis sueños y me hace sentir el calor de su cuerpo. Nada se compara a uno de sus besos. No existe metáfora para poder describir al menos uno, pero me gusta porque sobria me besa con miedo y ebria descubre mis más íntimos secretos. Al mirarla se enciende en mi interior, lo que hace mucho tiempo no sentía y lo que creí haber perdido. No puedo evitar sentir, no lo puedo evitar. 

Ella tiene una protección que no me deja ver su interior, pero anoche pude ver el nacimiento de lágrimas en sus ojos y juro que me partió en millones el corazón. Lágrimas que provocó mi desconfianza e inseguridad. Lágrimas que no debería derramar por nadie, y menos por mí. Por segundos pensé que la perdía, así que até mi orgullo y la busqué para acariciarle el alma y parar el llanto. Sabía que ambas iríamos a la cama con la espina en el corazón y que no conciliariamos el sueño, al menos yo. Cómo podría permitir eso. Para otros es una flor cualquiera en un jardín, para mí es esa flor que se encuentra apartada de todas las demás y que emana más claridad que las mañanas en mi estación favorita del año. Es aquella que miro con el alma y a la que visito cada mañana para verla más reluciente que el día anterior. Hoy la tengo entre mis brazos y al segundo se desvanece, dejándome por algo que tarde o temprano acabará con nuestros besos eternos o las caricias en su rostro pálido, con las miradas pícaras y con la cautela con la que a veces andamos. 

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