“Vivirás —le dijo— porque es necesario que nazcan tus monstruos para crear héroes”. Dicho esto, murió en aquella madriguera. Un lugar alejado y oculto donde reinaba la diosa del mal. Elvira tenía una mirada fuerte, hipnotizadora, sus caderas eran muy redondas y sus pechos también. Era la perdición de los hombres. Le gustaban los machos descompuestos, con el alma retorcida, en el interior se parecían a ella, insensibles como reptiles y ardientes en el apareamiento.

Decían que tenía piernas de serpiente, pero no era por que tuviera escamas o su piel fuera áspera, más bien era por su fuerza trituradora. En cuanto se le montaba algún guerreo conspirador, algún traidor avaricioso o algún ser hercúleo feo, ella los aprisionaba y los sometía a una lucha viperina en la que la segregación fértil se mezclaba con el sudor. De esas confrontaciones eróticas nacían monstruos de aspecto normal en el exterior, pero con toda la maldad por dentro.

Sus críos eran el azote de las ciudades. Mataban sin misericordia, se robaban a las mujeres y confabulaban contra los reyes y emperadores. Vivian en grutas como su madre y tenían un período de asueto en el que sufrían su cambio de piel. Era un proceso en el que se desgarraban el cuerpo para librarse de cualquier sentimiento noble que los pudiera asaltar.

Gimeno, un carnicero inmisericorde dejaba las poblaciones anegadas de sangre y piltrafas esparcidas por doquier. Su hermano, Cerillo, atacaba por las noches y era igual de cruel que su madre.

Un día salieron a la ciudad para vengarse de la muerte de unos de sus ayudantes. Llegaron a la plaza central y comenzaron a asesinar a la gente que se había reunido para festejar el carnaval. Los rebuznos de un asno parecían la terrorífica música de fondo para la gran tragedia. Los hermanos no cogieron los cofres de oro, no querían riqueza, no sentían esa intensa comezón de la avaricia.

Se fueron al amanecer. Habían cercado toda la explanada con sus monstruos armados hasta los dientes y se habían deleitado arrancando cabezas, descuartizando cuerpos, sacando las tripas y estrujando huesos. Se marcharon dejando un rastro de sangre, pues se habían llevado algunos miembros mutilados para seguir comiendo en su trayecto de vuelta.

Enfadado el jefe de la seguridad nacional mandó a Heraclio en busca de los criminales. Fueron largos días de confrontaciones. Las bajas eran continuas y tuvo que pedir refuerzos en tres ocasiones. Sufrió varias emboscadas, fue hecho rehén, pero como iba disfrazado de soldado se pudo escabullir a mediodía cuando los bandoleros luchaban con la camorra.

Reunió a su ejército e ideó el plan más seguro y rápido. Sorprendería a los monstruos por la noche. Les echarían una pintura con fósforo para que la oxidación radiara una luz adormecedora. Hicieron pasar a los monstruos por unas zanjas llenas de líquido brillante. Las emisiones les impedían esconderse y fueron cayendo uno por uno.

Heraclio llegó a la cueva de Elvira, la progenitora del mal, que estaba sentada en su trono. Se había echado perfumes encantados y un camisón transparente le daba un aspecto muy sensual. Al acercarse, Heraclio, no pudo resistirse a la tentación. El maquillaje de la mujer era encantador. Sus ojos eran hipnóticos y la tibieza del cuerpo lo atraía. Sintió la tensión de sus músculos, ella lo cogió de la mano y lo condujo con firmeza al lecho. Se tendió dejándole al descubierto toda su intimidad. Él no lo pudo evitar, era su instinto el que lo había transformado en león. Comenzó a rugir como si estuviera en brama. Tensaba los muslos y se dejaba caer sobre Elvira, que enrollaba el cuerpo de su presa para triturarlo, pero el era más fuerte. Ella perdió fuerzas y se aflojó, entonces la sometió a su voluntad. Estaba empapado en sudor, ella era escurridiza, se giraba sin poder arrancarse de las manos que la aprisionaban. Al final, no pudo evitar un ataque de contracciones, se llenó de una sustancia láctea que la hizo gritar de placer y se quedó rendida.

“¡Vivirás! —le repitió—Porque es necesario que, en este mundo ingrato, sigan luchando el bien y el mal. Nunca te cansarás de echar fuera de tu vientre bestias malignas, pero serán destruidas porque ahora serán diferentes. Llevarán la marca de tu debilidad y eso los hará vulnerables a los hombres. Siempre habrá algún valiente guerrero que los vencerá. Se hizo el silencio y Heraclio quedo convertido en barro. Más tarde nacieron sus hijos que pecaron de incesto.

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