Estaba harto de Valodya. Llevábamos unos meses viviendo en una buhardilla muy pestilente y fría. Lo dejé solo para siempre y me marché a buscar empleo.

Nuestro habitáculo tenía un olor de aguarrás, pinturas y alcohol que se mezclaban con el del vómito de mi compañero, que bebía vodka como si fuera agua. “Es el Zapoi, dorogoi”. Decía siempre que llegaba con sus botellas de Stolichnaya y sus tarros de tomates y pepinos en conserva. Sacaba un pescado seco de su chaqueta y le quitaba con cuidado el envoltorio que era una hoja del Le Monde. Decía que era muy difícil conseguir esos pescados secos. “Aquí no los hacen. Dorogoi, saben mucho de quesos apestosos, pero de estas delicias, nada”.

Al principio nos habíamos caído bien. Lo conocí en la Plaza de Fontaine. Estaba vendiendo sus cuadros el domingo a mediodía. Entablamos una conversación muy interesante. Me sorprendió que supiera tanto de arte y que dominara todas las técnicas para pintar. Puedo hacerlo hasta con una brasa, amigo mío, el carboncillo es mi especialidad. Y en efecto, era muy talentoso. No tenía a dónde ir y el me dijo que entre los dos podríamos compartir un pequeño estudio para trabajar juntos. Pensaba que seríamos una especie de Van Gogh y Gauguin, dos grandes ges y una v de victoria. Así lo hicimos, nos montamos en un tren de cercanías y, a las afueras de la ciudad en un edificio muy viejo, encontramos un desván en buen estado. No tendremos que pagar nada aquí. Lo celebramos con unas cuantas botellas. A mi me gusta beber, pero Vladimir es terrible. Duerme con su abrigo de pieles chino. “Me lo hicieron mis amigos—dice vanagloriándose—, me aseguraron que es puro pequinés”.

También tiene un gorro de la misma piel y todo está en tal mal estado que los de las organizaciones en pro de los derechos de los animales, seguro que ya lo habrían multado por darle a esos cueros de perro un trato así. En fin. Es gordo y alto, habla con un fuerte acento ruso. Tiene el pelo castaño, los ojos grises y sus manos parecen de obrero, no obstante, cuando pinta se vuelven diminutas y es capaz de dibujar y colorear figuras apenas perceptibles. Le envidio esa cualidad, y además es un dibujante excelente.

Con Valodya siempre me dolía la cabeza porque nunca faltaba el alcohol. En ocasiones no teníamos para comer, pero vodka siempre hallábamos, así que para matar el hambre nos metíamos una o dos botellas. Cuando las tripas de plano ya no nos dejaban en paz, nos íbamos a la ciudad y hacíamos retratos. Si había turistas ganábamos bastante y hasta nos dábamos el lujo de irnos a bañar a una sauna y comer en un restaurante.

Se nos ocurrió hacer cuadros diferentes. Cosas que atrajeran la atención de los paseantes. Valodya dijo que desde que el arte había muerto, lo único que valía era Malevich, pero que había que vivir. Fue así como se nos ocurrió inventar colores. Fuimos por hierbas, flores, arenas, polvos, aceites y algunas grasas de roedores y aceites raros. Al poco tiempo teníamos oleos de gran colorido. Pintamos unos cuantos lienzos, los dejamos secar para comprobar la consistencia de la pintura y descubrimos que no estaba mal la cosa. Había en especial un verde gris muy desagradable que usábamos para contrarrestar la belleza de los azules, rojos o amarillos.

Pintamos algunas copias de cuadros franceses impresionistas, uno que otro moderno y algunos retratos. Valodya había hecho un cuadro de Monet, el Puente japonés, le había puesto en la plataforma, los arcos y los contenedores, el verde horrible que nos enorgullecíamos de haber inventado. La gente veía con asombro la pintura y creían que aquel verde era el original. Fue tanto el barullo que armó que nos detuvieron. Estuvimos tres días detenidos hasta que un hombre muy delgado con tipo de italiano nos pagó la fianza.

Antes de que se vayan, me gustaría pedirles un favor. Con cara de asombro lo miramos prometiéndole que haríamos lo que fuera para no volver a la celda de la comisaría. “Quiten ese verde grisáceo del puente porque está patentado. Si no lo saben, es el Pantone 448C”. Luego supimos que nos habían detenido por la violación de los derechos que tenía ese famoso verde seco. Más tarde nos enteramos de que muchos tonos estaban patentados y ya no podíamos usar algunos azules, ni amarillos, ni rojos, ni rosas, ni violetas. Nos habían dejado solo una variante de negro otra de blanco. Decidimos dedicarnos a otra cosa. Yo me fui de dependiente y Valodya siguió robando.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS