La huelga de Vasena. El pueblo sublevado.

La huelga de Vasena. El pueblo sublevado.

La huelga de Vasena. 


El pueblo sublevado.
 


2 de diciembre 

Heme aquí hambriento.
Heme aquí explotado.
Si es el dolor a cada rato, a cada centímetro
y a cada cual su martirio día a día
tal sacramento, y sin aliento en las noches
cuando se llega con la fatiga hasta el pómulo,
hasta el cráneo, hasta el tobillo.
Harto, heme aquí harto de tal muerte
en cuotas durante doce horas diarias,
y el minutero arrastra nuestras osamentas
hasta calcinarlas frente al horno de hierro
en el que el metal funde su gris naturaleza.
Jamás hubo una plusvalía más sangrienta,
el patrón que la extrae para el ministro
y para el sicario y para el general
que cien veces carnívoro muele
en sus frías máquinas nuestros humanidades
hasta dejarlas apenas polvo rojo o polvo blanco,
apenas polvo que se ignora tras su inhumación
a carcajadas en un osario líquido de barro.
Harto, heme aquí tocando la violencia
hasta con la punta de la lengua para decir
en forma unánime que se acaba la espera,
que el párrafo del petitorio suena a pálpito
de un momento a otro convocando a la huelga.
La insurrección sale de los crucificados,
de los famélicos en alpargatas que se agrupan en las esquinas
y cantan entre copa y tabaco ¡arriba los pobres del mundo! 

II 

Reciben dos monedas por salario, dos
como moscas que echan vuelo apenas se las toca
y desovan donde el hambre a todas horas
impone su potestad escarbando las tripas
hasta el último aliento. ¿Cuántas horas las jornadas
de trabajo sin descanso? Rechinan los huesos
hasta pulverizarse y dejan los exangües músculos
toda cuota humana de sosiego. Puedo decir
de estos esclavizados frente a carnívoros
con nombres de patrones recogiendo
a manos llenas el oro de la plusvalía.

Vasena es sordo, no escucha reclamo alguno,
ante los obreros solo pregunta entre recelos:
¿Quieren mejor paga?
¿Quieren jornada de ocho horas?
¿Quieren comer todos los días?
¿Criar los hijos como Dios manda?

Pedro Vasena es mostachoso de la Lombardía,
vino desde Italia a beber la pulpa de los proletarios,
no a conceder reclamos. Un infortunio
los proletarios para el patrono Pedro y sus hijos
que arropan rompehuelgas para la ocasión.
Quebranta huesos se preparan
noche a noche como si de nada se tratara
más que de matar-matar a la hora que fuera,
la horma de las palabras es holocausto.
Firman con cuchillos las actas de los condenados
que no saben aun de su destino a muni militari.

La maldición tiene su nombre,
Sociedad de Resistencia Metalúrgicos Unidos,
juntas de anarquistas testarudos, insobornables
de la FORA del quinto Congreso.
Vasena es sordo a sus reclamos,
hará lo que a un insecto con el petitorio
que los huelguistas presentaron al patrono,
lo estrujará bífido hasta canibalizarlo
y lo arrojará tan lejos como pueda.
Luego, estallarán los metales entre las arterias
cuando la metralla escupa la fatalidad
en ráfagas calientes.

Junto al mostachoso extático en la sangre
el inglés sale de los intestinos del Imperio.
Socio en los lóbregos días de la muerte obrera
y en la balacera a quema ropa contra las mujeres,
las niñas, los niños, las ancianas, los ancianos;
en la soga que tritura las glotis y que entrega la asfixia
hasta el martirio está el inglés de parabienes.
¡Siempre el inglés a cada calvario su negocio
muestra los dientes imperiales! A desgarrar al hombre
se presenta con aires de progreso cuando se lanza
a matar al obrero que incendió su cautiva furia proletaria. 

Argentine Iron & Steel Manufactury formerly Pedro Vasena e Hijos 

Niños, sepan que el Imperio Inglés vendrá hacia ustedes.
Vendrá hasta ustedes disfrazado de progreso
e invocará la democracia como sacramento.
Cuídense de Inglaterra, niños. Vendrá cargada
de chiches y abalorios y doctrinas de mercado
en nombre de su majestad la reina.
¡Libertad de mercado! Les gritará al oído
y les propondrá un muerte segura pero en cómodos cuotas.

Ya lo escribió el poeta: “Inglaterra, eres la vieja raposa avarienta”.
Sépanlo, niños. Vendrá con sus pústulas en la punta de su lengua,
cargará sus astucias en la calavera de sus víctimas
y dispersará sus embustes como mala semilla
hasta hacer que pululen las desgracias en toda la geografía.
Elevará sus mentiras a la altura de los rascacielos.
Lo hizo otras tantas veces. Y no digo de sus tropas
que lanzaron al mundo a esclavizar los pueblos.
Aquí llegaron con sus trajes, galeras y mortajas,
adquirieron los modales más sutiles de los mercaderes
y trocaron la carne de los explotados por un par
de libras esterlinas (eso valió la vida de los oprimidos).
Nuestro pueblo cargó desde entonces
ataúdes sobre sus espaldas y fueron sus hijos
muertos vivos al servicio del Imperio.
Los oligarcas sonrieron a la sombra de las perlas
de la Corona de Su Majestad la Reina
y entre Roca y Runciman nos hundieron
el puñal en el costado ya crucificados.
Luego se adueñaron de las tierras
y les pusieron nombres inocentes,
como La Anita o La Anónima,
y allí fusilaron a cientos de trabajadores.
Se adueñaron de las fábricas
a quemarropa, a la exigua distancia
de un whisky, un ron, un Remington,
mientras babeaban sus mentiras
en los almanaques con ilustraciones
de selk’nam envenenados por el Rey de la Patagonia.
Coleccionaron orejas y testículos humanos
que guardaron en sus espejadas vitrinas imperiales.

Niños, que aun se envuelven en la metódica alegría
de la infancia, recuerden los muertos de Vasena,
a sus criaturas inmóviles luego de la metralla
y al zumo rojo corriendo por las alcantarillas
o entre los adoquines de los empedrados
empapando la sustancia más íntima de la Patria.
El Imperio, súbito, volverá por nosotros
una y otra vez a quemarropa.
Prepárense. 

La huelga 

Fue la huelga y hasta aquí llegamos
dijeron los obreros, rostros ardidos y voz
como el martillo contra el yunque.
Es que el hambre todo lo ulceraba.
Hambre hasta el suplicio. Las mujeres
se lamentaban del pan que rogaba el niño
y de su taza sin leche, vacía siempre.
Las migajas al cuello y andar como mendigos
cuanto tanta riqueza fluía de sus manos.
Las voces fueron descalzas en invierno
y el frío hizo añicos las palabras.
Pasó la primavera como un pordiosero
y solo florecieron las penas en los conventillos.
El verano calzó la sangre hasta la palabrota
y el sindicato alzó reclamos
en multitudinario suceso. Las asambleas
acabaron con las mansedumbres, fue la hora
del hombre y sus derechos y la revuelta en la metalurgia
se clavó en el costado de los rompehuelgas.

Fue la huelga de los metalúrgicos,
los que extraían el valor de los metales
que fundían en el espacio cóncavo del fuego
donde el aire se soliviantaba abrasando el pulmón
hasta pulverizarlo en una ceniza roja.
Luego de las largas jornadas de trabajo,
los jóvenes preparaban sus cadáveres y los más viejos
acudían con sus tumbas al hombro para la última
y miserable paga, centavos e iniquidades.
El socio inglés hostil lo dijo al comienzo
de la era de la plusvalía, los trozos de hombres
se funden en secreto en el carbón de piedra
y los reemplazarán otros sobrevivientes,
un brazo, una pierna, un ojo, víctimas
con forma de hombres descartables.

Cuando el obrero dijo ¡basta!, llegó el silencio
de la máquina y el desorden de las herramientas,
y acudieron las voces a decir sus verdades
gritando a viva voz todos los padecimientos.
Eran dos mil quinientos hombres, padres e hijos
de otros que fueron el abono de los campos
en los tiempos de la expansión del latifundio.
Sabían de dolores. Ellos, sus pálidas mujeres,
sus amados hijos, tenían los dolores como planetas
orbitando en sus raquíticos cuerpos que el hambre
devoradora les mordía. Hasta aquí llegamos,
así gritaron y brotó una insurrección en alpargatas
que salió de los humillados, los ignorados
por los funcionarios que llamaron a sus generales
a devolver al orden a los explotados. 

Una semana incandescente 

Es la semana roja, rojas las banderas,
rojas las piedras, rojas las hazañas,
rojas las guitarras, las vitrolas,
las malas palabras, les cenizas,
rojos los naranjos, los hospitales rojos,
los dientes, los labios, las ojeras rojas, los cabellos rojos,
los dormitorios donde se sueñan sueños rojos,
rojos los humos, los vapores del agua
que baja roja hasta la ribera del Río de la Plata,
rojos los cementerios a donde va la sangre
de todos los muertos a empapar de rojo
la tierra roja de la patria nueva.
Rojos relámpagos en aquellos horizontes rojos.

La insurrección se ha salido de los pechos,
ha salido del obrero más viejo que masca el tabaco,
del natalicio del niño y de la niña entre dolores,
de las madres fértiles y atentas enjuagando la muerte
de hinojos, acariciando sus criaturas,
¡ha salido a la calle y se enarbola!
Se han roto los candados y se ha hecho combustible
hasta la última palabra en las arengas.
Es la semana roja del universo humano
bajo el árbol de la vida prometida.
¡Qué modo proletario de extender la grandeza
de tu rebelión salvadora! 


La Rioja y Cochabamba 


“Para que no prosperen tantos ateos, anarquistas y extranjeros” 

Queda bajo el recuerdo de tu antiguo empedrado,
en el límite firme entre la tierra y la piedra,
el temblor de la primera sangre proletaria,
allí donde cayó Juan tomando mate, de tarde
de habaneras y de aromas, de risas y ladridos,
cuando el sol caía a pique luminoso.
Fue un disparo en el pecho el que abrió la camisa,
de lado a lado la sangre alborotada y cortó el corazón
en los hemisferios rojos de una fruta madura.
Allí empezó la muerte su tarea. Vestida de uniforme,
fue como los perros sanguinarios a devorar
frenéticos la carne hasta la majestad del hueso. 

Máuser y Winchester y progromo 

Buenos Aires exclama lagrimosa:
¡Una matanza en San Cristóbal!
¡Una matanza en la Nueva Pompeya!
A diestra,
a sinestra,
adelante,
atrás,
muertos que antes eran en secreto,
muertos por quilo, por metro,
por apellido, por las dudas, paso a paso,
desde Pepirí hasta Amancio Alcorta
a punta de fusil o de a pie o a caballo,
armados de la muerte hasta la dentadura
en la zona gélida del Máuser
o en la tórrida del Winchester,
una matanza en los puntos cardinales
de la libertad. Inmediata pólvora
en el súbito plomo del Ejército,
de la policía y de los sicarios. 


En la matanza vino el pogromo
contra los judíos,
y contra los comunistas,
y los extranjeros que apenas balbuceaban el tango,
lo prometió la Liga Patriótica de Melo y Dellepiane
y el patético Carlés, siempre asesino,
fueron contra los libros que dicen cosas imposibles
y ardieron en pirámides altísimas,
contra los versos repetidos en voz baja
que marcharon infortunados al sepulcro,
contra las canciones de amor
y la medida exacta de los besos
de los amores furtivos de los recién llegados,
Máuser y Winchester y pogromo
¿no era así como lo deseaba el ministro?

Domingo Castro 

¿Qué hubo del anhelo de una vida mejor?
Quiso tu madre llevarte de la mano a la vida
pero no a la muerte. Ella te llora aún desde los gladiolos
negros que no fueron amaestrados por los asesinos
de sombrero de copa y de levita blanca.
Ibas por la calle hasta el mejor pensamiento
donde asediaban las rebeliones.
Tal vez ibas soñando pabellones rojos y negros
que el sol serpenteaba por entre sus asombros
en que los proletarios con los ojos bien abiertos
miraban el nuevo mundo surgir de las entrañas
del fondo de todos los difuntos pasados.
Ya te lo decía tu padre: habla, entiende la legión de palabras
del nuevo testamento proletario. Derriba los muros
de la plusvalía. Un día serás libre. Esto te decía
y caminabas por la calle y atrás iba tu mortaja
mostrándote su lengua y el corazón baldío
como el de todo capitalista. Nadie clamó al disparo.
Entro la bala en tu cuerpo tal forajido árido y metálico.
Morir no es poca cosa salvo para Vasena
que administró la muerte ajena por medio jornal por muerto.
El tiempo se detuvo, los ojos de tu madre
salaron y la boca inmutable de tu padre
exploró una oración que ya no recordaba.
Fue el comienzo entre emboscadas y mentiras.
Muertes. Mentiras. Muertes. Tu cuerpo levantaron
del último crepúsculo los escoltas de la huelga
y te cargaron hasta el hondo de tu húmedo sepulcro. 

Juan Fiorini 

Si pudiera volver a aquel 7 de enero
cuando la tarde era apenas una escama de cielo,
a tocar la membrana azul de tu sombra hasta la risa
del que espera el verano en la vereda,
tomaríamos juntos el mate sin hablarnos
porque no harían falta las palabras,
ni los consejos y tampoco los reproches,
o pedir el salario que nos merecemos
y por qué no también las ocho horas,
tan solo tu descanso del día de trabajo
vestido de overol hasta la nuca,
sin esperar más que al solitario viento
o el súbito vuelo de las altísimas nubes
en forma de campana plateada en dirección al río,
o las fundiciones grises allá en los horizontes
donde corren las cenizas como niños
y donde el ave vierte sus plumas de los árboles
a modo de advertencia pero que no comprendimos.

Si pudiera volver a aquel 7 de enero
tomaría tus rudas manos como siempre rudas,
que no sabían de escamotear caricias
a la niña del barrio echada en lágrimas
bajo la hispana copa de los plátanos verdes,
y tu voz se andaría de cerezas o tal vez de manzanas,
roja hasta el solsticio de las últimas sílabas
dichas antes de que la bala te perforara el pecho.

Juan, Juan Fiorini, de qué valen las páginas escritas
si no es para nombrarte las arterias rotas,
los blancos y astillados huesos, mármol errado
que se ha quedado solo en tu pecho proletario
haciendo una señal de muerte decisiva.

Quiero traerte aquí y renovarte en la materia pura de la lágrima
de los desarropados, los siempre hambrientos,
los que no hacen respuestas porque no las tienen,
los enamorados que nada averiguan porque no son piedras
sino espuma humana. Vuelve a nosotros modesto obrero
muerto en San Cristóbal, vuelve. 

Toribio Barrios 

Juan, estás aquí junto a Toribio Barrios perfectamente muerto
y aun así aferrado a todas las verdades que en esos días
leudaban el pan con las palabras justas:
Lucha, derechos, salario, huelga. Debo convocarte
a viva lágrima porque por vos, Toribio,
las calles se llenaron de rojas despedidas,
de gladiolos rojos, de crespones hasta en los adoquines
donde la vista se perdía en los lutos
de todos los paisanos que vistieron de negro
llevando cintas y escarapelas rojas.
Tu cuerpo en aflicciones se adornó de duraznos
en el gesto caliente de esa tarde de enero
y brotó en tu cabello la cólera y la ira del esbirro
a sablazos desnudos hasta la pulpa de tu cráneo.
Tu cadáver puso en desorden la tarde
que traía los perfumes nupciales de novios y novias
que fueron testigos azorados de la venganza del patrono
montada a hombros de cada policía machete en mano.
Miré tu cuerpo sosteniéndose el alma del borde
de tus labios y encontré allí a la Patria verdadera,
la del hierro, la sandalia, el martillo, la hoz, los bandoneones
a la vera de los sones del último pasodoble callejero.
Tocó tu muerte el semblante de los parroquianos
que lloraron y odiaron y lloraron y odiaron
y están aquí en un libro funeral
en el que se escribió la insurrección en llamas;
eran criaturas encendidas de rabia que preguntaban
cómo, dónde, cuándo y cargaron al hermano
por el ensangrentado sendero en el que se los escuchaba
repetir las estrofas del himno proletario.
Algo entró en tu boca en el último aliento,
una proclama acuartelada que dijo cómo,
que dijo dónde, que dijo cuándo,
y dijo “¡aquí mismo, camaradas, llegó la hora!”

Santiago Gómez Metrolles 

Duros los verbos en encrespados besos
sobre tu frente blanca mientras murmura la madre
una Padre Nuestro. Lo han visto todos, Santiago,
los niños, los mayores, los ancianos. La muerte manó
del arma en la blanca mano del esbirro quien llegó
a palos por la calle larga, rumbo a tu muerte
como un desquite largamente esperado.
Ya no se oculta la barbarie, se la exhibe.
Hijo eres y está tu madre acariciándote la muerte
y tu padre la escolta, los ojos lejos, sin mirar a nada
que no sea tu cuerpo inmóvil. El cielo se puso
hasta los tuétanos de absurdo ese siete de enero,
llenos de acertijos los grises nubarrones
que no atinaban tu muerte tan temprana.
Que va Juan, que va Toribio, que va Santiago,
que se abarquillan las luces melancólicas
cuando tocan sus sangres sobre las veredas
que la cólera en puños recorre a cada lado
clamando la merecida Justicia. Es así Santiago,
nadie llora de miedo, es pura rabia.
Las voces se huracanan y se adelantan
a cruces y señales funerarias. Suenan los trolebuses
su bocinas y más lejos los barcos y los trenes
también replican el clamor proletario
que prepara la tormenta roja. 


Miguel Britos 

Y cayó Miguel de bruces, para irse muriendo
por la herida pensativo y el pálpito del corazón
innumerable y dulce pero que acaba latiendo
como un reloj a cuerda que arrastra el tiempo
por el ritual del barro. Lloró la tarde la sustancia
amarga que crujió entre las sombras untadas
en la sangre fresca del hombre que se apaga.
Lo bueno ya no está, lo dulce se amargó,
la hora del crepúsculo avisó la tormenta
que llegaría desde el hondo de los callejones
y los conventillos, donde apacibles descansaban los obreros
luego de la larga jornada saboreando el hambre
entre las sábanas rotas. Ese siete de enero
cayó Miguel Britos quebrando la tarde con su sangre. 


Eduardo Basualdo 

Ahí estaban los muertos del siete de enero
como flores negras sobre las veredas,
coágulo involuntario del combatiente muerto.
Alzo la flor del hombre, la muestro al mundo
que ha de ver en qué fragua humana
se templa el excelso nervio proletario.
Fuiste Basualdo la gran pupila,
la impalpable palabra,
la lágrima hospitalaria,
la emoción de los labios antes de la arenga.
Fuiste Basualdo todos y cada uno
antes que te derramaras en la gota de una aurora roja
sobre las voces innumerables de los rebelados.
Traigo tu nombre aquí ante nosotros
para que en él se reconozca la hazaña
de los insurrectos, y creo que tu nombre es bienvenido;
¡Eduardo! eres parte de la herencia, de la ecuación de lucha
que aun nos dicta el camino y pronuncia el gatillo
de la mélica luna en desbandada
hasta la orilla misma del riachuelo. 

Masacradores 

Ha sonado la balacera sobre la mesa
done el anciano tomaba sopa moribundo;
en los chapones de las casas daba miedo
el silbido del plomo incandescente.
Los policías jalaban los gatillos
y sin reparos ametrallaban las casas.
Los vidrios rotos, en pequeñas esquirlas,
volaron aleves hasta los nervios
y el que gritó ¡ay de mí! se llamó a silencio
de pena cuando sangró su voz de fruto roto.
¿No los oyen aun? Suena como el regaño
de la muerte a las tres y media de la tarde.
En Pepirí y Alcorta disparaban ciegos
también los rompehuelgas de carabinas y winchester
contra el perfume doméstico de las cocinas,
al humo de las ollas que fugaban en dirección
al oeste, hacia los cementerios
en un jirón de tierra roja. Los pelotones
fosforecían en sus estampidos y policías
y rompehuelgas aullaban sin descanso
todas las sentencias dictadas en los patíbulos
de la Liga Patriótica, a no ser que abunden
los ateos, los anarquistas y los judíos extranjeros. 

Todas las armas

Quédate junto la muchedumbre, a tanto sol
sobra en el hierro el presentimiento
del próximo combate. Carga a los difuntos
y luego canta el himno de los proletarios.
Es la bandera una acuarela roja y de ella baja
un desafío enorme que serpea entre el cortejo
en dirección al oeste, al cementerio inevitable,
donde la policía y los sicarios aguardan
para simplemente fusilarnos. Oye los compases
de las emociones. Son las mujeres las que se oyen
cantar de una en fondo hasta el último muerto
que sale de la melancolía hacia la furia.
Son nuestros muertos tan amados,
por una salario, por ocho horas, y las mujeres
cantan desde los lagrimales a los labios
de una manera como nunca antes.
Quédate, es la tarde del cortejo. Las flores
se ennavajan y amartillan tan rojas
como el triunfo del crepúsculo al oeste,
y dejan sus estampidos en el aire a la estatura
del inmenso vuelo de las aves. Uníos proletarios
se repite sustantivo. ¡Uníos! Se alarman
los patrones y los esbirros, y tiemblan
sus sagradas escrituras ante la iglesia
donde se reza la propiedad privada entre los nervios
que el paso de los hombres y mujeres les provoca.
Están aquí y tan humanos en formación perfecta,
llevando el mediodía entre los muertos
a sembrar no solo la palabra sino a la pólvora,
la herramienta que acaba el infortunio de los explotados.
Andando así la despedida se palpa la rebelión
del que lleva la boina,
del que lleva la barba de diez días,
del que besa el cadáver para recordarlo,
del que no tiene zapatos,
del que es taciturno y era manso,
del que lleva el odio al hombro para el estallido. 

II 

¿Esta es la hora de la revolución?
¡Esta es la hora! La muchedumbre
toma por asalto la Historia,
va por la calle ancha donde las arboledas
se pintan de rojos y la sangre prepara
nuevamente su presencia. Bulle la muerte
que se atolla entre las sombras de los asesinos
y aguarda con su agonía a cuestas.
Los amados muertos se retornan,
¡oye sus mandatos!, puros, escúchalos
sin demasiadas palabras repetir las proclamas
desde sus ataúdes hasta la intensidad de las gargantas.
La magnitud de los corazones a cántaros
late, y en formidable himno la rústica voz
de los rebelados surge del socavón espléndido
de la lucha de clases. Todo se ha resumido
a un átomo de incendio, a una molécula
iracunda que clama sus derechos
a las puertas del cementerio del Oeste
violentamente roja y duradera. 

III 

La calle, ancha, se llenó de sangre.
A plena luz la balacera acechó las banderas
que se alzaron a la intemperie como columnas rojas.
Bajo sus capiteles, la voluntad del pueblo
alimentó su intransigencia, de pie, ante los mercenarios,
y en el idioma de los revolucionarios
apostrofó a los asesinos ocultos en los hierros
de los conocidos verdugos de uniforme.
Muertos frente a los patios,
de pie ante los ventanales,
parados frente a las decisivas arboledas,
muertos donde los vientos ágiles,
de pie por la impaciencia del sermón,
parados ante los fúnebres recitados
de los que habían sido desamparados
desde el día misma en que nacieron.
Los que lucharon fueron y vinieron
de tantas detonaciones entre la multitud aquella tarde,
y aun en la temblorosa línea atroz de los fusilamientos,
fueron el humano relámpago voraz del insurrecto,
con la libertad a la cintura atada en la esperanza
del que no lucha no tendrá destino.
Armas en alpargatas,
armas en la rabia de las piedras,
armas en los párrafos gritados dulcemente,
armas al pueblo que la revolución
se había subido al púlpito en la hora del hambre
y la crucifixión en tanto dolor insoportable.
Armas al pueblo que no queda tiempo para el llanto. 

Huelga (7 de enero) 

Yo quiero decir de la huelga del hombre
cayendo a plomo sobre la desgracia,
enteramente vivo. Quiero decirlo a viva voz
¡adelante! Que la huelga se extiende y hace caer
los muros, los crímenes definitivos de los sicarios
fósiles de la conquista del desierto que remiten
al Winchester, al Remington y a la bayoneta
contra la carne inmóvil. La huelga saca pecho
entre los metalúrgicos, los ferroviarios,
los marítimos en cada puerto donde el sol cae a cántaros
y la sal suena su espuma blanca. La ciudad exhala
su rencor terrestre y emite adverbios allá, ahora, así,
¡es la lucha en su naturaleza pura!, desde el pequeño
y pálido muchacho, al hombrón calzando bajo el mameluco
el arma blanca o el hermoso revólver con su aroma
de caótico infortunio fúnebre. En las azoteas las muchachas
arrojan las póstumas piedras de la furia. Las barricadas
presentan su batallas a cada esquina desde las fábricas
hasta el silencio perpetuo de las sepulturas
y por ellas no pasan los asesinos como locos,
inmisericordes, derramando la sangre paso a paso,
perpetrando muertes, ensangrentando el polvo,
el agua y el Padre Nuestro de los crucificados.
La ciudad está en huelga al alba, al mediodía
ungido de clamores, a la tarde de la tempestades. 


La multitud del cortejo
(9 de enero) 

Llega la multitud de los suburbios. Hermanos,
del suburbio tenaz arriban los trenes repletos de obreros.
Van con ellos las esposas y también los hijos.
Preguntan: ¿dónde van nuestros amados muertos
los súbitos espinazos a florecer bajo la tierra?
Tocarán sus calaveras los universos minerales
y habrá de ellos la secreción de un agua santa.
Quiero purificarme en la esperanza de esa eucaristía
y sudar instantáneo hasta la pasión de los nuevos insurrectos.

Aquí están nuestros dolores, camaradas,
de uno en uno abundan nuestros nombres
entre los nombres de todas las desgracias,
y así, desventurados, venimos a compartir el pan en trozos,
nuestro hambre en la garganta exangüe de los abandonados
es un hambre antigua, iracunda,
y nuestras voces en vientos dirán cuántas verdades
nos vengan a los labios. Las palabras serán piedras
y sonarán a tambores, feraces cortezas se atarán
a los féretros y avivará entre ellas los legítimos rencores.
Venimos desde los fondos bonaerenses
a llevar a los muertos distribuyendo flores a su paso
y alzar las banderas hasta el panal de nubes que nos rodea.

Y desde aquí, entre el humo que avientan los explotadores
en los horizontes de los escuadrones,
vemos surgir las falanges de la Sociedad Rural,
de la Liga Patriótica, de la embajada inglesa,
cargando sus coágulos de pólvoras y horrores,
listos al balazo como ya estaba escrito en los extremos
de los mensajes de Vasena para la infantería,
justo en la hora antes de ensangrentar los barrios.

¡Hermanos! Combatamos. Cada uno cargue su muerto
y haga la insurrección de su retoño rojo.
En la gracia del fuego, habrá un futuro nuevo a cada lado. 

Soviet de los militares 

Soy el soldado que carga su fusil,
he llevado mi arma a cada sombra
cabizbajo, mustio, agonizante a veces.
He aquí mi bandera en la que borda la sangre
la insignia victoriosa de los insurrectos
izada y corajosa como nunca antes.
Me observa el general que desconfía
y bien lo hace, urge mi silencio sus angustias
mientras bebe el crispante néctar de la muerte.
Soy el soldado de los pobres, el de apenas un pan
y carne seca, el que vaga descalzo en el invierno,
el que alimenta soberano el cautivo rencor de los desposeídos.
El de las madre, los padres, el de los frágiles pecadores.
Se cantar de los himnos estrofas de esperanzas
que nunca antes fueron recitadas,
instantes en la vida y también en la muerte
de un pueblo que se adueña de la Historia.
Este es mi momento de libertad suprema.
No mataré al obrero, ni a su esposa, ni a su hijo,
implacable la pólvora encendida,
no mataré, repito, a mis hermanos,
ni aquí ni ahora ni en tiempo alguno.
Siento mi furia de calibres imprevistos
hasta la boca misma de las armas
que apuntan donde deben, a la cabeza,
al pecho, a la cintura, a las rodillas
de los señoritos mercenarios
recitando una patria completamente ajena
de la Liga Patriótica oligárquica.
Este es mi soviet, ¡pálpalo genuino!
Aquí la voz se empapa nerviosa e insolente
de protestas y sentencias escritas en la piedra
de las revelaciones. Somos los sublevados
y fulge la arenga las exactas verdades
de todas esas cosas de las que no se habla.
Este es mi soviet en la aurora roja,
ven a mi lado soldado hermano,
¡la voluntad del pueblo nos convoca!

El General quiere que ahorren balas (9 de enero) 

Disparando al hombre,
disparando a la mujer,
que sea al pecho, justo al pecho
donde albergan los estampidos los sublevados,
donde la sangre es un síntoma agitado
y rojo, puro, una embestida de bronca
sin descanso. Al pecho de paloma,
de elefante, al pecho ronco, al esternón de yunque
amartillado, al nervioso pecho blanco
marmolado y dos pezones de piedra,
al pecho hilado desde abajo en hilo negro
y tan ausente de ausencias que da risas
o lágrimas de noche cuando la luna
es como un cráneo blanco que madruga.
Que no se gaste bala dijo el General
que no ha de ahorrar sangre obrera,
para qué, explicará, para qué si es abundante
y riega las calles y los campos y fertiliza las riquezas
a la fuerza, un abundante elixir que en las calaveras
sabe a la carne florecida en santa misa
de todos los domingos. Que no vayan al aire
los disparos, a destajo el cielo de infatigables nubes
será testigo entonces de las muertes que en el pecho,
los pechos, entrará como una mordedura negra.

El Contraalmirante 

Vengo a servirte la muerte en bandeja
dando vueltas en Círculos Navales,
las armas en santa eucaristía se ofrendaron
y un cadáver retoñó en florones rojos
en la paqueta calle La Florida.
Navales y terrestres remojándose en sangre
ordenan la patria a pura sepultura,
bayoneta calada por los esternones hasta la entraña
cortan el porvenir soñado en varios trozos
del tamaño de una lágrima a hurtadillas.
¡Tantos judíos!
¡Tantos anarquistas!
¡Tantos desordenadores!
Además de ateos
y muertos de hambre
y también sedientos
de la melancólica sangre de Cristo
que cae desde el punto de la pupila
hasta el labio alucinado de los fusilados.
Todos rotos hasta el tobillo,
casi desnudos hasta el cuello
y el Contraalmirante exige orden
a los gritos, llamando a los artilleros
a imponer su orden de arriba a abajo,
en las esquinas, en las fábricas del hierro,
en los conventillos rotos por las balaceras,
en los tangos y piringundines,
en bandoneones y guitarras,
en los juguetes infantiles.
Orden. Orden ¡aquí! Orden ¡allá!
Orden a plomo, mortalmente,
hasta la quietud del cementerio.
Orden.

Así los jóvenes oligarcas salen con sus fusilamientos
a cuestas, y el Contraalmirante solivianta a los rubitos
para los pogromos, ángeles de la muerte
en frac, que tomarán por asalto
las enjoyadas sinagogas y le echarán
embrutecidos a gritos los fuegos de las inquisiciones.
Las llamaradas se alanzarán longilíneas
con el ardor litúrgico de Torquemada
hasta la blanca médula esponjosa.
Arde el judío tanto como el comunista,
fuego de los pies a la cabeza,
se encenderán en una espiga roja.
Es que la civilización nacional
ya engendró a pedazos esa Patria
victimaria y loca de odio,
de odio que por lo eterno
funda la patria
a pura muerte
como un fatal mecanismo de cruel relojería.

Al fin del día, el Contraalmirante
bebe su whisky, celebra su batallón de atroces
trago a trago, y a lo lejos se oye
“Because he is a good partner”.

El terror blanco (10 de enero) 

Buenos Aires, ciudad de barros y empedrados,
hasta las orillas del Río de la Plata a sangre y fuego
la soldadesca contra la multitud descargó los fusiles,
y desde el filo de los sables lanzó sus crímenes al vuelo
para cortar el cuerpo de los insurrectos.
Toque de martirio, la cicatriz en la campana
pulsó salvaje el aviso final de la matanza
y no hubo tiempo de beber agua bendita
para calmar la sed de los cuchillos y de los látigos
que cortaban los nervios como el colmillo de los lobos.

Tiempo de verdugos que aullaron incesantes
sus viejas maldiciones hechas piedras.
Llegaron ese día y dijeron que todo estaba muerto,
la tropa rencorosa se haría cargo y en la extensión
de los murales los fusilados apenas serían una estampa roja.

Sangre entre las aguas y entre el barro,
inminente sangre de la boca al pecho,
una corteza de sangre vaporosa
corrió por la ciudad hacia cualquier destino
cuando no quedaba tiempo para ningún asombro.

Así lo prometió el general
cuando llamó implacable
a triturar la ciudad
con el golpe del relámpago.
También el iracundo almirante
lo prometió su cruz al pecho.
Sangre de a mitades,
rotas a deshora;
sangres turbias y latentes,
a tientas como ciegos
buscando al alba su refugio
entre difuntos que miraban al cielo
anegado de lágrimas en sangre.

Sangre creciente,
espuma roja.
Sangre menguante,
machacada.
Balaústre de sangre
y sangre en los descansos de las escaleras.
Sangre en los infortunios de las despedidas,
en los besos longitudinales,
entre las vocales y las consonantes.

Que abundó la muerte por doquier
y el general lo dijo y también el almirante,
basta de huelgas, de reclamos, ¡basta!
¡Basta!
¡Basta!
¡Basta!
A fondo inconsolable,
la matanza a fondo,
hasta la última palabra,
la última saliva,
el último suspiro,
hasta la tripa terrosa,
hasta la calma,
casa por casa
derribando puertas a patadas
hasta dejar astillas del tamaño
rústico de un diente roto,
de una pedrada en el ojo
y la extinción de las plegarias.

Hasta que llegaron autómatas
los señoritos de la Liga Patriótica
a cazar al ruso por la calavera,
a asirlo del pálpito de su lengua hebrea
y proclamar caóticos: ¡muerte al judío!
¡Muerte al hombre judío!
¡Muerte a la mujer judía!
¡Al niño judío muerte!
¡A la niña la muerte entre las piernas!
A reventar ahijados,
a reventar sobrinos,
a reventar estrellas de David
y a sepultarlas en una tierra hostil
donde el reino nocturno de los desdichados.
A violar las muchachas hasta las moléculas
de sus prístinas vaginas;
a trozar los acordeones
de donde surgían los sones de los viejos zemer
cantados alrededor de la mesa en el sabbat;
hasta arrancar las barbas de los viejos,
hasta astillar las costillas o quebrar las piernas.
Iracundo pogromo de enero hasta acabar la furia.

Allí flameó celeste y blanca la carnicería,
los diplomados matarifes rieron en criollo
la virulenta patria de los coléricos rubitos
rebipelados paticortos a escupitajos
echando muerte a los judíos,
y el regimiento fusilando la huelga
hasta describir en grandes letras
la última imposible Pesadilla,
rotos los anarquista y los comunistas.

Tras los muros de los calabozos, los torturados
con la osamenta casi muerta guardaron en prosa
todos los secretos de los rebelados
sin un ¡ay! de excusa. Fueron ásperos días de enero,
ásperos hasta los rincones temblorosos
donde no hubo refugio ante la muerte.

Los niños muertos

Algunos nombres de los niños muertos en la represión contra los trabajadores de Buenos Aires:
Carlos Rizzolo (10 años), José Fontini (12 años), Luis Pascualino Camerlingo (13 años), Juan Regueira (14 años), Horacio Gardella (16 años). 


“Economice municiones y cargue con bayoneta”
Orden del Gral. Dellepiane a los oficiales del Ejército 

De niño muerto en niño muerto
al borde o de rodillas o cuclillas
en la geométrica tumba
tanto la madre como el padre
suben al púlpito de barro
a rezar alucinados la muerte
hasta la cúspide del día
mientras las balas rompen ásperos los pechos
y los huesos rotos bajo los pellejos
van tanteando a plomo con violencia
el músculo esdrújulo que late hasta agotarse
mientras recorre la sangre gota a gota
toda la lágrima humana tan temprana

también lo digo de este modo:
infantes y difuntos lloraremos
hasta el punto de la despedidas
aun escuchando las pequeñas risas
lloraremos tanta muerte
donde tañen las pequeñas risas
de pequeñas campanas
hasta las mejillas rosas
hasta la plenitud de los labios
izándose los sueños, meditando
las últimas palabras
cuando no queda nada más que el yugo

mata la esperanza el general
que dilata su lengua en su lúgubre arenga
a punta de pistola o templada bayoneta
que ha venido a ejecutar la muerte de los niños
vistiendo su uniforme blanco
competente siempre, formidable,
sin vacilar de modo alguno
ha dicho “bienvenida la muerte de los niños”
habita tu corazón tu propio Herodes
la renovada matanza de los inocentes 

II 


Elegía 

A Carlos Rizzolo, asesinado a la edad de 10 años 

Por ti lloro, mi niño, a quien no nombran
los versos ni suenan himnos solemnes por tu muerte.
Es tu pequeño cuerpo el símbolo preciso
de todos los martirios. Veo tu rostro ceniciento
tu pequeña sonrisa de durazno dulce
y tu risa funeral que calma mis lágrimas de desconsuelo
ante tus ojos todavía abiertos, mirando el cielo
que llena de estrellas y planetas tu espesa cabellera
de iridiscentes mariposas. Están tus manos asiendo aun
el sueño de los pobres que en los conventillos
te vieron acometer hazañas imposibles, remontar
las cuestas empinadas y recorrer los mapas
anegados de sangre proletaria. Están todos tus vecinos
que van en fila, de uno en uno, al cementerio
a sepultar al niño envuelto en la mortaja blanca
de su ataúd blanco como la porcelana blanca.
Lloran tu muerte todos menos el general
y el almirante, y tampoco el ministro
a quien nada le importa más que sus libras esterlinas.
Pero aquí te lloramos, en las escuelas, en los hospitales,
en los recovecos permanentes de las sombras,
en los pasadizos del amor cuando las noches,
en las plazas tan verdes, tan azules,
en los hirsutos árboles donde los pájaros
se asoman de sus secretos nidos
a mirar el paso del cortejo humano,
al tiempo que los mansos
arrojan gladiolos rojos a su paso.
No permitiremos olvidarte, entre mis manos,
tu pequeña calavera como un caracola blanca
será el redondo reducto de las futuras rebeldías,
allí guardaremos la ira de los perseguidos
y el amor de las madres por sus hijos,
los besos apasionados de los novios,
los versos y madrigales del poeta.
Serás nuestro tesoro para siempre,
el símbolo de todo, niño,
el porvenir más puro de la patria
que llevará tu nombre como una bandera.

Loa a la huelga 


A la huelga diez, a la huelga cien,

a la huelga, madre, yo voy también.

A la huelga cien, a la huelga mil,

yo por ellos, madre, y ellos por mí. 

Voy de un extremo al otro de la historia patria,
es la patria de siempre, la antigua roca,
el acérrimo barro primigenio del mismo río
arrastrando las osamentas españolas
cuando Telomián Condié bramo la rebelión
de chuza y lanza. Y aquí estamos, en la enérgica
Buenos Aires, en su pulpa gloriosa de insurrecta
cuando el inglés osó pisar esta latitud americana.
Beresford de entonces, generales de ahora,
Popam de entonces, almirantes de ahora,
Whitelocke de entonces, generales de ahora,
la insurrección en la matriz de patria tuvo en Buenos Aires
su convicción perfecta. Mayo y revolución
y hasta aquí y ahora su mandato. Enero y revolución,
y hasta aquí y ahora su mandato. A ellos nos rendimos
para extraer sus glorias del profundo sarcófago de la mentira,
sin fingir de a retazos la osadía ocultada por la prensa amarilla
entre vahos de la resaca del oligarca a la media mañana.

Armas al pueblo, clamó Buenos Aires
cuando el inglés maldito avasalló la tierra.
Armas al pueblo, para los ansiosos chisperos
a la espera de la señal del blanco pañuelo
en la blanca mano de Belgrano.
Armas al pueblo, y los obreros de Vasena y sus esposas
y también sus hijos y los que nunca supieron ser indiferentes,
abrieron el camino de la gran revuelta proletaria.
En la derrota estuvo la semilla victoriosa,
siembra inmediata, fértil exclamación
del pueblo obrando hazañas,
pura memoria hasta la corteza humana
y la sangre espumosa de los muertos sublevados
en la tumba que se amuchacha de tanta tempranía
emocionante, donde se repite el sermón de los desposeídos:
Proletarios del mundo ¡uníos!

Aquí te traigo, a la emoción del sueño
de aquellos que alzaron los estandartes hasta entonces
nunca izados. Rojos desde el subsuelo hasta la altura
sólida de una polvareda revolucionaria. Rojos
aspaventosos, rojos desnudos, ilimitados,
y tanto inevitables como rojos. Verano
echado al hombro y en la alforja quedábase la piedra
suculenta justo a tiempo para romper de un golpe
el rostro amortajado del sicario. Los obreros
salieron de las fábricas en estampidas
e impusieron su espléndido ejemplo combativo.
No triunfó la huelga, feroz fue la venganza
y sin embargo no hubo reproche, camaradas.
Nadie alzó un trapo blanco ni hizo pregunta alguna
sobre la ocurrido. La lucha lo trasciende todo.
Otros palacios fueron derribados en el dilatado invierno de la estepa
y otros serán perpetuos moribundos a su hora.

¡Qué manera de alzarse planetario,
audaz, dichoso obrero metalúrgico!

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