Me dijo Beatriz que dejara de ver la tele y que barajara la posibilidad de ayudar a los damnificados de la guerra. “Esas personas padeciendo hambre, frío y desgracias. ¿No te conmueve?”. Fue imposible librarse de su opresión, sabía que cualquier intento de escurrirme sería una provocación y las consecuencias, dolorosas e irreversibles. “Mira a Pedro y a Andrés como se preparan para llevar víveres y traer a esa pobre gente”. No me quedó otra salida más que alistar mis cosas y ponerme en marcha con otros voluntarios. Iba maldiciendo mi suerte porque era cierto que esas personas sufrían, pero ya habían pasado varias guerras en las que los kurdos, los afganos, los serbios, los iraquíes y muchos africanos lo habían pasado fatal y nadie había levantado un dedo. ¿Por qué esta vez era necesario hacerlo? No le pregunté, ni le recriminé eso a Beatriz porque la cosa ya estaba muy tensa. Hacía varios meses que nuestra relación había llegado a una encrucijada. Reñíamos por cualquier tontería, ni siquiera las esporádicas reconciliaciones nocturnas nos proporcionaban un poco de tranquilidad porque muy pronto volvían las rencillas. A regañadientes me fui a reunir con los vecinos del barrio que organizaban la expedición. Primero fui con los que estaban reuniendo alimentos para llevarlos a los necesitados. Encontré a Pedro con un mapa de carreteras. “Son casi tres mil doscientos kilómetros, me dijo con pesar. Le llevaremos la camioneta a Gustavo para que le haga una revisión”. Nos subimos a la minivan. Cuando comentamos el plan “El maestro” dijo que se apuntaba, que había oído que las mujeres que procedían de aquel país invadido eran muy guapas y que, como estaba soltero, o más bien viudo, pues soltero había estado siempre, quería traerse una mujer para casarse. Nos sorprendió que en un momento tan serio se pusiera a decir esas banalidades. Pedro se lo dijo sin tapujos. “!Joder, Gustavo! ¡Esas pobres personas están pasando por un vía crucis y tú sales con estas estupideces!”. Él no se inmutó, pues es un pervertido incorregible. Le dejamos la Ford y nos dijo que estaría lista al día siguiente.

Volví a la casa. Beatriz estaba menos arisca y hasta se le compuso el humor. Hizo algo que tenía muchos años muy olvidado. “¿Por qué no nos vamos a tomar una copa en la noche?”. Sorprendido, le dije que sí, que sería fantástico recordar los buenos momentos de nuestra relación. Es el mejor momento para enderezar el camino, amor mío, le dije sinceramente. En el centro tenía un conocido que gestionaba un restaurante y conseguí que me hiciera una buena rebaja. Llegamos cerca de las nueve. Un camarero me reconoció y me saludó con cordialidad. Nos recomendó la carne para mí y el pescado para Beatriz. Salieron unos músicos y cantaron algunas canciones populares. Bailamos un poco y nos emborrachamos con el vino tinto. Sentimos renacer el amor, casi marchito, que nos dio fuerzas y nos llenó de optimismo para el futuro. “Cuando regreses del viaje, quiero que nos vayamos unos días a la playa. Hace mucho que no nos tumbamos en la arena y nos bebemos unas cervezas, ni caminamos al atardecer con la puesta del sol. Todo son problemas y reproches, por favor, ya basta de esa vida enferma”. Sí, le dije mientras la abrazaba. Nos besamos con pasión. La apreté y sentí su cuerpo bofito, un poco sudoroso y tibio. Me reconcilié con ella y conmigo mismo. Era verdad lo que ella decía, ya era hora de olvidarnos de tonterías y vivir con armonía.

Al tercer día nos preparamos para salir. Eran las ocho de la mañana, el aire estaba muy fresco. Gustavo contó el dinero que nos habían dado los vecinos para la gasolina, los víveres, y las urgencias que pudiéramos tener en el camino. Salimos por la carretera central. Todavía sentía el perfume de Beatriz, su olor se me había quedado impregnado en el jersey. Gustavo comenzó a hacer bromas de todo. Por lo regular tenía bastante ingenio y no paraba de contar chistes, pero iba muy excitado. Reía como un niño y decía cosas obscenas. Pedro no le hacía caso y yo me enrollé en mi asiento y miré por la ventana. Me voy a dormir un rato, avísenme cuando me toque mi trayecto. No quería dormirme en realidad y sabía que no podría hacerlo, aunque tuviera el más pesado de los sueños. Pronto llegamos a la frontera del país vecino. Nos saludaron con cordialidad los guardias fronterizos. “Nos da gusto que haya gente tan buena y humana. Que tengan mucha suerte, amigos” Dijo el hombre con su voz gutural. Le dimos las gracias. El temporal cambió y nos pusimos ropa más caliente porque bajó la temperatura. A mí me tocó un tramo muy plano y recto, pero llovía a mares. Así que tuve que ir con precaución. Hice mis trescientos kilómetros a paso de tortuga. En tres días llegamos y vimos los refugios. Eran unas carpas de lona improvisadas, había algunas ambulancias. El personal médico y muchos voluntarios con unos chalecos de color verde y franjas fosforescentes caminaban por todos lados. Fuimos a ver a los encargados de repartir ropa, víveres y medicamentos. “No es mucho lo que han traído, pero servirá de algo. Miren, hay gente que quiere ir a los países vecinos. Muchos voluntarios han llegado en sus vehículos y se han marchado con bastante gente. ¿Cuántos sitios libres tienen?”. Nos miramos sin saber qué decir, pero Gustavo de inmediato dijo que podía llevar a algunas mujeres. En seguida nos indicaron un sitio en el que había gente comiendo un poco de pan con sopas instantáneas. Saludamos a las personas y preguntamos si alguien hablaba nuestra lengua. Una mujer joven nos respondió y le preguntamos si querían venirse con nosotros. Tenemos cuatro sitios, podemos llevar, incluso a cinco, les comentamos. Queríamos ayudarle a las familias, pero todas nos dijeron que preferían ir en los autobuses que llegarían la próxima semana. Nadie desea marcharse solo y luego verse en la difícil situación de buscar a sus seres queridos, ¿sabe? Nos dijo la chica con una sonrisa que reflejaba el orgullo y el dolor. Bueno, pues busque cuatro personas adultas que quieran irse de aquí. Saldremos en unas horas.

Estuvimos un rato hablando con los voluntarios y nos contaron todo tipo de cosas. Se nos revolvió el estómago solo con pensar que nuestros familiares pudieran hallarse en esas condiciones. No había mucha agua, la comida escaseaba y, lo peor, era que la gente no sabía nada del paradero de sus hermanos, tíos, sobrinos y padres. Los niños trataban de distraerse y sus madres les contaban historias o les daban tareas para que estuvieran ocupados. Unos cuantos corrían y jugaban con una pelota. Cuando dieron las cuatro de la tarde preparamos la camioneta para volver. Se acercó la chica que nos había traducido y nos dijo que ella y cuatro jóvenes más querían irse con nosotros. Les dijimos que no había problema. Gustavo se puso a conversar con ella. Nos dijo su nombre y no lo podíamos pronunciar bien porque tenía unas consonantes raras. Snezhana, Snerrana, le decíamos y ella deletreando decía que no, que era S-Neh-Zha-nah, pero no lo logramos decir correctamente. Somos muy malos para las lenguas, muchacha, no nos pongas atención. Ella dijo que la podíamos llamar Nieves. Así era más fácil y a Gustavo le encantó, no solo su nombre, sino su aspecto en general. Delgada, muy blanca con el pelo rizado y los ojos azules, además, su cara redonda con su nariz respingona era como la chica que alguna vez habíamos visto en una monografía de las razas humanas en la que se destacaba una mujer que era muy especial porque tenía una corona de flores, una blusa con bordados y unos diez collares. Desde el principio supimos las intenciones de nuestro solterón empedernido. No queríamos estropear nuestra misión humanitaria, ni reñir entre nosotros, por eso no dijimos nada.

Las otras mujeres eran diferentes. Nieves nos fue traduciendo por el trayecto todo lo que decían. Les advertimos que tendrían que aprender pronto nuestra lengua y nos ofrecimos a enseñarles. Estábamos seguros de que en nuestro barrio todo el mundo colaboraría para que las pobres damnificadas se adaptaran a nuestra forma de vida y cuando se compusieran las cosas, pudieran volver a su país contentas y con una nueva lengua extranjera. Había una señora de nombre Olesia, pero le decíamos Alicia, que hablaba mucho. Tenía una voz muy potente y era tan persistente que era imposible hacerla callar. Maldecía todo el tiempo y se quejaba mucho. Fue muy difícil soportarla y nos arruinó un poco el viaje. Las otras dos eran Irena y Julia se caracterizaban por no hablar mucho. Eran muy reservadas y no se separaban una de otra.

Al final, llegamos con desfalcos y hechos polvo. Gustavo dijo que Nieves se quedaría en su casa y a las demás se les podría ofrecer una habitación en cualquier lado. Después de discutir varias horas se decidió por acuerdo general que Julia, Irena y Nieves se quedarían en la casa de Gustavo y Alicia en la casa de la viuda Rodríguez, una señora de ochenta y cinco años que necesitaba que alguien le ayudara con los recados. Como Alicia hablaba mucho no le fue muy difícil empezar a comunicarse con la gente. Tenía una gran facilidad para entender las cosas y repetirlas. Aprendía a una velocidad vertiginosa. En una semana ya iba sola a la panadería y pedía lo que necesitaba. Se la veía paseando a la señora Rodríguez por la plazuela que tenemos en el barrio. Se sentaban en un banco y Alicia aprovechaba para comunicarse con quien se cruzara por el camino o ella misma llamaba a los paseantes si lo consideraba necesario.

Por un tiempo las cosas fueron muy bien. Las mujeres se adaptaron pronto a nuestra forma de vida y comenzaron a enseñarnos aspectos interesantes de su cultura. Lo primero fueron las crepas. Organizaron una tarde una reunión en casa de Gustavo. Luego nos prepararon unas barbacoas, después unas sopas y ensaladas muy ricas. Comenzaron a ser el atractivo de nuestro barrio. Un día las noticias anunciaron que por el conflicto militar habría encarecimiento y escasez de productos. No bajamos la guardia. Hicimos nuestras compras de azúcar, arroz, pasta, latas de tomate, atún y legumbres de todo tipo. También almacenamos bastante papel higiénico.

Mi relación con Beatriz se compuso. Le satisfizo mucho mi colaboración con los refugiados. Me dediqué a trabajar y a llevar una vida normal. Los fines de semana fui incluso al cine y una vez al teatro. La vida se había compuesto, estaba muy bien, pero un suceso cambió las cosas de forma muy radical. Resulta que Nieves salió de la casa de Gustavo enfurecida. Iba maldiciéndolo y dijo que jamás volvería a vivir con él. “Pero, mujer, ¿qué te ha hecho él para que te pongas así?”. Me contó que en las tres semanas que llevaba en la casa de Gustavo había tenido que soportar todo tipo de propuestas obscenas, que era chantajeada y que ya no podía más. Le dije que lo mejor sería buscarle un sitio para vivir. Beatriz nos encontró, le contamos lo que sucedía y ni tarda ni perezosa dijo que en nuestra casa estaría bien. Yo traté de insinuarle que no era lo más correcto, pero ella insistió. Así, de pronto, nos encontramos en compañía de una extraña y no sabíamos lo que iba a suceder después. Primero me echaron de mi habitación. Me dejaron el sofá y tuve que acostumbrarme a dormir con el ruido que salía de su cuarto. No sé qué cosas hacían. Conversaban hasta muy tarde. A veces se levantaban de madrugada y se iban a la cocina a tomar un café. Perdí muy pronto mi jerarquía y pasé a ser el chico de los encargos. Beatriz me decía que su nueva amiga le contaba cómo eran las mujeres del este y ella quería ser igual de emancipada.

Al principio sospeché que serían amantes o algo así, pero luego me di cuenta de que solo era la influencia que ejercía Nieves en Beatriz. Los cambios fueron uno tras otro. Bajó de peso, se comenzó a pintar las uñas cada semana, se cambió el peinado, se compró ropa muy moderna y adornos de todo tipo, se le despertó la adicción hacia los perfumes. Salían juntas a pasear y volvían con bolsas repletas de ropa de las rebajas. Mis ahorros se fueron acabando, di el grito de alarma, pero no se me escuchó. Era tanta la indiferencia de parte de Beatriz que ni siquiera se acordó de los cumpleaños y las fechas importantes. Recordé con desconsuelo que me había echado en cara esos detalles por mucho tiempo y ahora, de buenas a primeras, ella los olvidaba sin más. Le dije a Gustavo que me quería ir a vivir con él. Me dijo que tenía una habitación libre, que Irena y Julia tenían su habitación y llevaban su vida independiente. Ya habían encontrado trabajo en un supermercado. Salían por la mañana y volvían por la tarde. Me dijo que estaban ahorrando para irse a Inglaterra o los Estados Unidos. Así comencé a vivir sin mi pareja. No estábamos casados, por eso no habría ningún problema legal, sin embargo, me habría gustado que si los hubiera habido.

Continué con mi vida normal. Hice varios cambios en la habitación y me hice a la idea de reunir dinero para un pequeño estudio. Tendría que esmerarme unos tres años en el trabajo, tal vez privándome de algunos pequeños placeres como beberme una cerveza con los amigos y cambiar algunas cosas de mi guardarropa. Era real el plan y decidí que alcanzaría mi objetivo fuera como fuera. No quise escuchar los rumores de lo que pasaba en casa de Beatriz. Vi progresar bastante a Irene y a Julia. Me servían de ejemplo. Julia era muy callada, pero era bastante inteligente, por lo que aprendió muchas cosas y una tarde que Gustavo nos propuso ir al campo a probar la comida de nuestra región en una casa rural que él conocía, cogimos el coche y nos fuimos. Llegamos a una casa de piedra muy rústica, por dentro estaba bien decorada y el comedor, a pesar de ser muy pequeño, tenía encanto. Nos trajeron unos embutidos y pan, luego una ensalada y conejo al ajillo. Paseamos un poco por los montes y comentamos cosas sobre la vegetación y la fauna de esa región. Fue entonces cuando noté algo diferente en Irena. Hasta ese momento la había seguido viendo como una refugiada, pero ya no lo era. Estaba soltera, pensé, era atractiva, me pareció que tenía un corazón muy noble. Me habló de su infancia, de las vacaciones que pasaba cerca de su casa de campo. Ya sabía que sus padres habían muerto mucho antes de la guerra y que ella había trabajado muchos años de educadora en un jardín de infancia. Le pregunté por sus planes. Dijo que no sabía si al volver a su país encontraría su casa en pie, por eso prefería seguir viviendo en el presente sin imaginar nada para el futuro. La miré de otra forma y le cogí la mano para darle ánimos, pero resultó que ese gesto tuvo un efecto diferente. Lo sentimos mutuamente, pero asustados preferimos dar la vuelta y regresar a donde estaba Gustavo con Julia. Tomamos un café todos juntos y volvimos a la ciudad.

Al día siguiente invité a Irena al cine, le dije que iban a estrenar una película de un director muy famoso en nuestro país. Le gustó el film y entendió muchas cosas, luego nos fuimos a tomar algo y me preguntó algunas cosas y se las expliqué, pero pronto me di cuenta de que era muy inteligente y sensible. Me había hecho una imagen muy falsa de ella, además, hasta ese instante no habíamos conversado largamente y de forma tan cordial. Sentí algo especial y ya no pude evitar interesarme por su vida, sus sentimientos y planes. “Si no termina la guerra pronto, ya no volveré a mi país— dijo desconsolada—, y tampoco me iré a América. Me gusta vivir aquí y si encontrara alguna vez la forma de echar raíces, me lo pensaría”. Me desconcertó que pensara así y me ilusioné. Me quedé pensando en la posibilidad de casarme con ella. No estaría tan mal. Beatriz me había dejado y no tenía ningún compromiso que me lo impidiera. Le pedí que viera en mí a un posible candidato para establecerse en definitiva. Se rió mucho y me cogió de la mano. Si quieres podríamos intentarlo en el futuro—le dije con la esperanza de que dijera que sí—. No sé si aceptó o simplemente su silencio fue causado por el desconcierto. En broma le enumerarle todos mis defectos. Ella también dijo que no era perfecta.

Pasaron unos días en los que traté de adaptarme a esa nueva realidad, pues era como si hubiera permanecido ante algo desconocido y de pronto hubiera comprendido su esencia. Al caerse el antifaz de mis ojos encontré nuevos colores y las sensaciones que nunca había experimentado surgieron como flores en primavera. Lo primero que noté fue que el erotismo había sido para mí un tema muy alejado y lamenté mucho que así fuera. Ese arte de seducción del que carecía Beatriz, era lo que más caracterizaba en Irena. Su forma de conducirse en los momentos de excitación, su entrega total a la hora de amar y los ritmos con que manejaba su cuerpo me volvían loco. Solo entonces pude comprender a Gustavo, quien no había tenido nada de suerte con Julia. Me refiero al Gustavo expectante, aquel que quería traerse una emigrante porque había oído que eran fabulosas a la hora de meterse en la cama. También descubrí que mis temores y frustraciones me habían privado de la seguridad y confianza en las relaciones amorosas. Otra cosa que me dejó de piedra fue que Beatriz me había cambiado por Nieves precisamente por toda mi incapacidad de encenderla y comprendí que era por mi actitud condescendiente la que la ofendía. Era verdad, para mí había sido una pobre mujer con problemas de ansiedad, malos hábitos alimenticios y poco razonable. Esa era la barrera que no separaba. Nunca encontré su cuerpo seductor y cada vez que fornicábamos terminaba con un fuerte remordimiento de conciencia por haberla tratado como a una mujer infeliz a quien aman por compasión.

No solo me cambió la vida la llegada de las emigrantes, sino también la percepción del mundo. Los hombres encontraron a quien esposar y las mujeres se resignaron a la pérdida de su condición de amantes, concubinas o esposas. Algunas hicieron lo mismo que Beatriz, pero la gran mayoría se quedó con el pesar, la desdicha y el resentimiento. Tuvieron que soportar que sus parejas fueran felices, mientras ellas quedaban aisladas, rodeadas de monstruos, resentimiento y deseo de venganza. Pasó casi un año, Irena se negó a ser mi esposa. Dijo que la guerra había terminado y que quería volver a su país, que la esperaban varias personas, entre ellas su marido.

No lo podía creer. El hecho de que se hubiera acostado conmigo y que hubiera, en cierto grado, fingido placer, me fastidió mucho; pero tampoco podía entenderlo. Tal vez para ella su estancia aquí la había comprometido y me había ofrecido su cuerpo y promesas como un pago por el asilo. ¿Y todo lo demás? Las noches románticas, los planes del futuro, ¿acaso era una vil mentira? Pues, sí que lo era. Vimos con tristeza como se formaban una cola muy larga para esperar el autobús que las llevaría al aeropuerto. Estaban felices, hablaban de lo que esperaban encontrar en sus pueblos y ciudades. Se despidieron calurosamente y muy agradecidas, pero no ponían atención en nosotros, que estábamos desechos y muy decepcionados. Nos mirábamos como aquellos que han sido engañados, ultrajados y no encuentran valor para mirarse. Así nos quedamos esa tarde, con el gran remordimiento de conciencia y la angustia de no poder recuperar nuestra ilusión. Beatriz no salió en varios días de su casa. Estaba completamente desecha. Al igual que todos, se preguntaba constantemente por qué no nos habían dicho que estaban comprometidas, casadas o unidas a otras personas. Quizá si lo dijeron y habíamos hecho oídos sordos en aras de nuestros deseos incontrolables. Eso fue lo que nos hundió más. Saber que nos lo habían insinuado o dicho claramente, pero lo habíamos pasado por alto con la esperanza de tenerlas solo para nosotros y nosotras.

A mí me costó salir del hoyo, pero a Beatriz le fue casi imposible. Estuvo un año bajo tratamiento médico, luego tuvo consultas con el psicólogo. Quedó demacrada, muy delgada y con el rostro marcado por la desgracia. Pensé en volver con ella, pero no encontré ningún motivo para hacerlo, además mis amigos y conocidos decían que tenía un desequilibrio emocional muy fuerte y que debería cambiar de vida y hábitos si quería mejorar. Me trasladé a otra ciudad para alejarme de los recuerdos. El período de adaptación fue lento, pero sirvió de curación. Al final me resigné a todo y encontré mi distracción en las actividades deportivas y hasta comencé a correr medios maratones. Ahora vivo tranquilo y cuando me hablan de conflictos bélicos, de refugiados e inmigrantes me hago de la vista gorda. Eso no le gusta a mucha gente. Prefiero no contar mi experiencia propia. Es algo muy personal y creo que no hace falta contárselo a nadie. En fin, me disculpo por haberle robado su valioso tiempo. Que tenga un buen día.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS