Nelly siempre vivió en mi barrio. Compartimos infancia en el parque y en el colegio, íbamos a la misma panadería y al almacén de Don Pedro a comprar galletitas al peso envueltas en papel de estraza.

Ella era mayor que yo. Recuerdo que todavía estaba en la primaria cuando la veía ir al liceo, perfecta, prolija, con su cabello negro, lacio, largo, muy bien peinado. Era bajita y bastante gordita, nada bonita, pero de su mirada se desprendía una luz de felicidad enorme acompañada siempre de una sonrisa bondadosa.

Apenas egresó del secundario, Nelly se ennovió con Daniel, mi vecino de enfrente. Era el menor de dos hermanos, pertenecía a una familia pudiente y estudiaba medicina. No era tan simpático como ella pero sí muy inteligente y desenvuelto. Se notaba la gran admiración que su novia le tenía.

Nelly siempre quiso ser maestra. Estudió mucho, hizo un curso y se recibió. Cumplió su sueño de especializarse en preescolares. Pronto, su casa se llenó de niños pequeños. Ella era hija única de padres  mayores, canosos, enfermos, pero tan bondadosos y agradables como su hija. Con mucho esfuerzo acondicionaron su casa como «jardín de infantes» y Nelly se convirtió en la preferida del barrio. Todos los padres  sabían que sus hijos irían a su escuelita. ¡No había mejor lugar! ¡Allí la educación de la primera infancia estaba garantizada! Porque además de su dedicación para el aprendizaje curricular, los niños recibían afecto y calor de hogar.

Un día Nelly y Daniel se casaron. La vi salir de la casa de enfrente feliz, envuelta en tules blancos. Su cabello negro lucía perfecto como siempre. Traía pintada en su rostro una gran sonrisa.

Otro día yo, igual que Nelly, resolví estudiar para ser maestra en el Instituto Normal público. No conté con el consentimiento de mis padres ni con su apoyo. Veían con malos ojos eso de que yo tuviera tan pocas aspiraciones y que estuviera dispuesta a pasar necesidades económicas por el resto de mi vida. A pesar de ello, obtuve mi diploma que me capacitaba para ejercer en cualquier institución, pública o privada. Me anoté en una lista y por méritos obtuve un puesto en una escuela pública.

También, igual que Nelly me ennovié y me casé. Cuando vestida de blanco salí a la vereda de mi casa para subir al auto que me llevaría a la iglesia, Nelly estaba allí, con su sonrisa de siempre deseándome toda la felicidad del mundo.

Me fui a vivir a otro lugar cerca de la costa, y me anoté para trabajar en la escuela pública (la única) del pequeño balneario que a partir de ese momento, sería mi nuevo lugar de residencia. Allí ejercí con carácter de efectivo por más de veinte años.

Mi esposo no resultó ser tan inteligente ni atractivo como Daniel, el esposo de Nelly. Los dejé de ver  y supe tiempo después, que habían sido padres de dos hermosos gemelos.

Imaginé a Nelly feliz como madre de niños pequeños que ahora eran muy suyos. Creí que su sueño se había cumplido porque había logrado lo que más aspiraba en su vida.

Luego supe que Daniel la abandonó a ella y a sus mellizos, que sus padres murieron y que ella quedó muy sola.  Tiempo después me contaron que se volvió a casar, que tenía una pareja encantadora y que su nuevo esposo era un buen compañero para ella.

Un día estando en el puesto de verduras de mi barrio sentí una voz potente, alegre, amable, que saludaba con simpatía al dueño y a todos los vecinos que estábamos allí. ¡Era Nelly! ¡Inconfundible!. Me volteé para mirarla y ¡sí!, era ella: mucho más mayor, con su cabello negro más corto lleno de canas. Supe que pasaba sus vacaciones en la casa de su nuevo esposo, ubicada justo a la vuelta de ese comercio. Yo no la saludé, ni la miré a los ojos. Me sorprendió oírla hablar raro, que tartamudeara, como si tuviera alguna secuela de enfermedad cerebral.

Me di cuenta entonces que Nelly nunca había sido una niña normal, que su discapacidad la había tenido siempre, y que por eso nunca la habían considerado «apta» para cursar magisterio en el instituto oficial ni para ejercer la docencia en una escuela pública, que nunca podría ser directora ni aspirar a algún  puesto de supervisión, y que apenas había podido ser la maestra preescolar de un centro privado ubicado en su  propia casa.

Yo tampoco había tenido suerte con mi marido ni con mi matrimonio y estaba sola con un hijo varón pequeño a mi cargo. Tenía que trabajar mucho para mantener mi casa y criarlo a él. No contaba con el apoyo de mis padres ni de nadie de mi familia y debía arreglármelas como pudiera para subsistir.

Con el tiempo pude estudiar, progresar, avanzar en mi carrera y por fin jubilarme dignamente. Nelly sigue veraneando en la casa del balneario con su esposo. Sigue saludando a todos los vecinos a viva voz y todos le retribuyen el cariñoso afecto que demuestra tener por ellos. Yo, después de tantos años, aún no me he atrevido a saludarla. Hago de cuenta que no la conozco, que no sé quien es. Ella tampoco. Creo que siente un poco de vergüenza por el hecho de que yo haya notado su discapacidad . Una discapacidad que mi indiferencia hace más notoria.

Sabe que trabajé en el barrio y que muchos niños, hoy jóvenes adultos, me quieren y me conocen. Ella no pudo, yo sí. Pero lo que Nelly tuvo en abundancia, para mí fue carencia. Eso hace más grande la diferencia y me hace  pensar en lo importante del afecto familiar y del apoyo incondicional de nuestros seres queridos a la hora de decidir nuestra vida futura y nuestra manera de proceder. Cuando estoy frente a ella, soy yo la que me siento discapacitada y llena de vergüenza porque sé que Nelly querrá saber de mis padres, de mis hermanos, de mi familia, y yo no sabré qué responderle. Hace mucho, mucho, no sé nada de ellos.

***

Una vez me compararon con Lucía Berlín,  la autora del «Manual de limpieza para mujeres «, por escribir siempre en primera persona y convertirme en la voz narradora de mis historias. Y porque también, igual que ella tuve una vida difícil.

Pronto ese suceso editorial post mortem de la autora estadounidense que mucho recomiendo leer, Almodóvar lo llevará al cine.

Lucía Berlín, nacida en la década del ’50 pasó desapercibida muchos años, y su obra es muy poco conocida. Dijo: “Exagero mucho, y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero de hecho nunca miento”. Y en cierto sentido, podría decirse que esta frase es autobiográfica. Si bien los cuentos de Lucia Berlín no son necesariamente autobiográficos, la “literatura del yo” o la autoficción –como suele decirse– atraviesa su obra. Las mudanzas y la consecuente inconstancia de los lazos familiares, laborales, amistosos; los hijos y su fallida crianza, la frustración, el alcohol y la literatura son, entre otros, la tela que usa Berlin para diseñar esos ropajes incómodos que calzan pero ajustan, molestan, no se acomodan al cuerpo. Tirás de la manga y se descoloca el cuello, estirás la prenda hacia la cintura y el escote se deforma. Así, como un ropaje que te sienta pero no queda bien porque marca las imperfecciones de tu cuerpo, las deformidades naturales y propias que no se parecen en nada al maniquí de la vidriera.»

(de Infobae, 22 de enero 2022)

Y sí, por mi vida difícil, por mis anécdotas casi autobiográficas donde me es casi imposible trascender la realidad vivida, me siento muy parecida a ella. Nunca fui prostituta, tuve un solo marido, un solo hijo (al que le dediqué mi vida y quiero mucho) y nunca fui alcohólica.

Pero yo, como ella, nunca miento aunque hoy sí lo hice. Porque quien no dice toda la verdad, miente un poco. Yo también tuve un segundo compañero encantador, que adoraba mi profesión y al que le gustaba mucho escuchar esta canción-homenaje a las maestras de Jorge Nasser, el cantante de rock uruguayo famoso por ser hincha a muerte de River Plate (uy).

¡Salute Guille! ¡Siempre salute! Fuiste lo mejor de mi vida. Muchas gracias.

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