Henry tenía una adicción por lo ajeno. Su casa estaba llena de obras de arte robadas. En su mesa había un manuscrito y no le quitaba los ojos de encima, tampoco me los quitaba a mí. No sé si era una provocación o, algo así, y me propuse no dar mi brazo a torcer. Quería esperar a Zara para que ella fuera la que mediara nuestra complicada situación. “Ha salido unos minutos—dijo Henry muy alegre—. Traerá algo para el almuerzo”. No le respondí y permanecí sentado como si no notara que a unos centímetros de mí estaban los folios con un papelito sujetado por un alfiler. Él permanecía mudo, el café que me había ofrecido, lo traería Zara, sin lugar a dudas, porque no tenía la más mínima intención de servírmelo. Me concentré mirando el dintel y pensé que se trataba de un chiste. Me sonrió y quiso preguntar algo, pero no se decidió y se volvió a callar. Mantuve su mirada durante toda la espera y solo nos dimos una tregua cuando llegó Zara.

Mi relación con Henry había sido difícil. Primero porque se daba aires de intelectual y nunca respondía directamente a las preguntas. Solo Zara lo podía tolerar, pero nunca supe qué era lo que ella había encontrado en un ser tan déspota. En segundo lugar, no podía aceptar que se vanagloriara con el trabajo de otros, era un timador experto y falsificaba o pirateaba todo lo que se cruzara en su camino. “Sí quieres lavarte las manos, allí está el baño”. No dije nada y solo le mostré las palmas para que viera que estaban limpias. Fingió no verlas y eso me irritó un poco. ¿Por qué no podía levantarse un segundo? ¿Por qué insistía en mantener la evidencia alejada de nosotros para aparentar que no había ningún problema? Estaba clarísimo que yo había ido para recuperar mi manuscrito. Allí estaba el título clarísimo: “El Cleptómano”. ¿Acaso no podía disculparse y devolvérmelo? No, seguía con su actitud impertinente.

Ella abrió la puerta. Traía unas bolsas muy pesadas y le ayudé a llevarlas a la cocina. “Qué tal Christopher, que bien que has venido a visitarnos. ¿Te tomas un café?”. Lo acepté con gusto y ella se mostró muy condescendiente. Me dijo que estaba impresionada por el escrito de Henry. “Ese tema es fantástico ¿Cómo se le pudo ocurrir una cosa tan original?”. Traté de explicarle algo, pero no paraba de hablar y al final me llevó al salón. Me senté otra vez frente a él. Henry estaba tranquilo. Había cruzado la pierna y la balanceaba con gusto. Me miró con perspicacia, como incitándome a hablar, pero me negué. Puse cara seria y él, con su actitud grandilocuente cogió el manuscrito y comenzó a leer.

“Christopher era un miserable ladrón. Un pícaro que pensaba que su encanto era la clave para engañar hasta a los más astutos y, en cierto grado, lo había demostrado. Se había llevado un manuscrito de la casa de Jerry Williams, el famoso escritor nominado al Pulitzer, y lo había firmado, luego, lo había presentado en una editorial y estaba a la espera de su publicación”.

—¿Qué te parece el manuscrito, Christopher? —me preguntó Zara con curiosidad.

—No lo sé, Henry no ha tenido la amabilidad de mostrármelo y solo me ha leído el principio.

—Pues, es fantástico, ya lo verás. Lo escribió en una hora, mientras me duchaba y me arreglaba para salir. ¡Es un genio, mi querubín!

No quise decir nada. Después, Henry me atiborró de comentarios sobre el escrito, me dio su punto de vista, elogió los recursos lingüísticos, dijo que era fantástico, que pronto se publicaría y él sería famoso. Ya no pude contenerme y traté de golpearlo. Él con agilidad esquivó mi ataque y me ordenó que me fuera de su casa. Rompí la taza de café, le eché en cara que era un ladrón y que se pudriría en un calabozo cuando lo pescaran. Cerré la puerta tan fuerte que los vecinos salieron a mirar qué pasaba. Bajé por las escaleras y salí despavorido. Unas horas después, cuando ya estaba en mi sofá descansando, pensé que debía tener más precaución al invitar gente a mi casa. Conocía a tipos como Henry y peores. Esta vez mi soberbia me la había jugado, ese escrito que tanto había planeado robar, ahora estaba en manos de mi peor enemigo y no se tocaría el corazón para dejarnos al autor y a mí en una situación ridícula.

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