La marca de la bestia

La marca de la bestia

joel lozada

24/11/2021

La marca de la bestia

Y hacía que a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se les pusiese una marca en la mano derecha, o en la frente;  y que ninguno pudiese comprar ni vender, sino el que tuviese la marca o el nombre de la bestia, o el número de su nombre.” (Apocalipsis 13:16-17)

Durante toda su vida José Belisario se había definido a sí mismo como un buscador de nuevos caminos, “un espíritu libre y rebelde” (expresión que había adoptado de un viejo libro). Su naturaleza emprendedora le ponía en la categoría de un Cristóbal Colón o de un Daniel Boone de su siglo. Sus amigos no hablaban de tecnología de comunicaciones, ni control de transportes, redes sociales o de administración pública. Por eso seguían formando parte del «club de amigos de José Belisario». Se hablaba más de que el empadronamiento se había ido acercando día a día, inexorablemente. La certeza del calendario, era la única seguridad que podía recordar José en ese último año. Se comentaban los spots oficiales, (que exaltaban las ventajas del sistema), se elevaban las virtudes de la esposa y de los hijos, y también se charlaba sobre el desempeño de la selección nacional de futbol a la que, a su pesar, era aficionado.

Ahora, tras dos semanas de haberse implantado el nuevo sistema de tributos y recompensas los comentarios giraban en torno a las propias experiencias en el centro de registro y la sorprendente eficacia con la que los ordenadores surtían lo necesario para cada contribuyente, basadas en estadísticas de consumo, selección de artículos y marcas, importe de compras y gastos, y hasta los días y horarios de adquisición.

Todos esos datos, que se habían ido acumulando, primero de forma disimulada, gracias a que los ciudadanos confirmaban su aprobación oprimiendo decenas de veces al día el botón «ACEPTO», ahora eran de acopio universal y obligatorio, y luego de ser analizados y correlacionados debida y minuciosamente, podían interpretarse en forma instantánea y para beneficio de la población. Por lo menos eso era lo que El Estado manifestaba en sus spots.

José Belisario lo encontraba detestable porque, aunque no negaba la practicidad de todo el sistema, cosa que le había hecho levantar las cejas con sorpresa en no pocas ocasiones, también le hacía sentir como una cobaya, una especie de amiba bajo el microscopio. Su rebeldía le había hecho rechazar las invitaciones para acudir al centro de registro, hasta que el día en que el stock de su despensa, llegara a niveles alarmantes, y su mujer le reclamara por su desidia, mientras le mostraba el contenedor de mantequilla completamente vacío, lo mismo sucedía con la sección de carnes y pescado de su hielera.

-Veamos señor Belisario, ¿así que, es usted un escritor?- dijo el empleado de gobierno que le atendía en ese momento-  Necesitaremos que haga una demostración práctica. Escriba sus datos generales en esta hoja.

José escribió su nombre, con letra elegante, mientras el burócrata le miraba de manera envidiosa. El sutil trazo de la jota mayúscula brotó de la estilográfica de Belisario, quien en esos momentos se sentía más seguro que un niño que se ha portado bien, esperando sus regalos del Día de Reyes. Ahora él era el importante y no aquella escoria analfabeta a quien, por más que se quisiera, no podría habérsele arrancado ni una “o” decente. “Así es la vida en estos tiempos. Antes fuiste uno entre un montón y luego repentinamente, te conviertes en parte de una de las élites. Un día sabes escribir y eso te asegura el futuro”, pensó. “¿Llegaría el tiempo en que hablar también se convertiría en una habilidad protegida por el Estado?”, se preguntó.

-Todo está en orden señor Belisario. A muchos les agrada sobre la frente pero lo más propio y simbólico es que en su caso fuera en la mano, ¿no es cierto?- habló el burócrata luego de terminar la integración de un expediente en cuya pestaña se leía en letra de molde: “José Belisario”.- Coloque su mano en esta almohadilla.

Tras obedecer, una luz coloreó de rojo el dorso de su mano derecha, luego otro destello violeta. Y eso fue todo.

El mega mercado se encontraba convenientemente ubicado al otro lado sobre la misma calle que el centro de registro. José Belisario, el escritor, miró el dorso de su mano derecha en la que parecía no haber algo importante, ¡pero vaya que lo había!

Ahora era libre. Podía comprar y vender lo que quisiera, aunque sin duda, la mantequilla encabezaba su lista.

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