La noche era gélida y estrellada en el pequeño claro del bosque. De la pequeña chimenea ascendía un fino hilo de humo, resto de lo que un rato antes había sido una cálida hoguera. La anciana se había quedado dormida en el viejo escaño observando el crepitar de las llamas cuando unos enérgicos golpes en la puerta rompieron el silencio y la sacaron de su somnolencia. Se extrañó, hacía meses que nadie pasaba por allí. Inmóvil, permaneció atenta a cualquier sonido exterior. Fue entonces cuando escuchó la insistencia de la llamada. Se incorporó y arrastrando los pies sobre el suelo de madera avanzó hacia la puerta. Prevenida, abrió a la tenebrosa oscuridad. El crujir de los goznes coincidió con un bufido helado que penetró en la estancia haciéndola estremecer. Desde el umbral, miró a un lado y a otro, pero no vio a nadie. Extrañada y algo contrariada, cerró asegurando la cerradura. Sus torpes pasos la condujeron hasta su humilde camastro.

Aquella noche ya no durmió, nunca necesitó volver a dormir.

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