El increible caso de William Thompson

Tal vez les parezca absurdo lo que les voy a contar, pero lo pueden constatar leyendo algunas páginas de los casos asombrosos de la dermatología. Seguro que los de geriatría podrían confirmar que el caso de Benjamín Button fue verídico y, por lo tanto, el mío también. Nací en una familia de clase media alta y con mi llegada al mundo la suerte de mi padre cambio de forma radical. Primero, fue ascendido en su trabajo, luego fue llamado para ser miembro de una organización de extermino de personas con piel oscura. Cuando me vio mi madre, por primera vez, quedó encantada cuando la enfermera me chuleó mis largos bucles rubios, mi piel rosa y mis ojos azules.

Cuando salimos de la casa de maternidad se organizó una gran fiesta para celebrar que la estirpe de los Thomson seguiría por muchos años. “Es un hermoso bebé que nos dará satisfacciones, respeto y fama”. Esa fue una de las ultimas frases de mi padre para elogiarme. Vivió bastantes años más el viejo, pero ya no volvió a echarme piropos, a pesar de que seguía siendo un buen joven, responsable e inteligente. Mi infancia transcurrió sin muchos desengaños y bastantes éxitos. Podría decir que fue la mejor etapa de mi vida porque me dediqué a las tareas destinadas a los blancos. Trabajé poco y no me ensucié mucho las manos, aprendí a tocar el piano y era uno de los mejores jugadores de fútbol. Rápido, fuerte y con una visión muy amplia de la posición de mis compañeros en el campo. “Tiene un sexto sentido para encontrar hombres libres, es como si viera desde una plataforma hacía donde se dirigen los receptores y les tira el balón a una velocidad vertiginosa y con la trayectoria más corta.

Hasta los dieciséis años todo fue magnífico. Mis novias me adoraban y hasta decían que en el futuro sería gobernador de Texas o presidente. No me preocupaba mucho de las cosas y se me daba bien cualquier tarea que emprendiera. Un día noté algo raro en el pelo. Se me había oscurecido un poco y había pasado de un deslumbrante rubio a castaño oscuro. Le dije a todos los que me preguntaban que me apetecía experimentar un poco y verme más moreno. Todo un año me presionaron para que no volviera a oscurecerme los cabellos. No dependía de mí, era un cambio natural y cuando se lo consultamos al dermatólogo dijo que sucedía a menudo. “Su hijo puede nacer rubio y con el tiempo ponerse un poco más moreno. No se preocupe, con la edad se pondrá un poco canoso, falta mucho en verdad para eso, pero ya lo verá”. Con esa broma nos despidió. Lo malo fue que mi padre empezó a preocuparse de verdad y decidió que debía ocultarme ante los ojos de los conocidos, así que me propuso viajar a otro estado, ingresar a otra universidad y mantenerme alejado de los curiosos.

Me despedí de mis padres en verano y, al mirarnos, mi madre comentó que tenía que ver al oculista porque mis ojos habían pasado del azul al verde oscuro. Pero, ¿qué no ves que está como un toro—dijo mi padre dándome unas palmadas en los hombros que, por cierto, habían aumentado en músculo considerablemente. Cogí mis maletas y mis documentos, el dinero, unos retratos de familia y me marché. En la nueva universidad había gente de todos los colores. Asiáticos, mexicanos, caribeños, anglosajones y hasta pieles rojas. Me sentía bien en ese ambiente.

Al termino de la carrera ya era una celebridad. Se me había despertado un sentimiento humano muy noble. Me uní a las organizaciones que luchaban contra el racismo. Tenía un círculo de amigos mulatos entre los que ya me confundía. Hasta el acento me había cambiado y mis labios, más voluminosos, modulaban la potente voz que tenía. Daba largos discursos hablando de la igualdad de derechos. Me pusieron un mote: Mr. King-X. Se me conocía en todo el país y no había revuelta en la que no se me viera. Eso trajo como consecuencia que me desheredara mi padre. Por un lado, le causaba un gran dolor que no pudiera convencer a la gente de que era su hijo y, en segundo, que el destino le había jugado la peor broma de toda su vida. Incluso revisó su árbol genealógico y no pudo descubrir ningún indicio de que alguna de las mujeres de la estirpe Thomson tuviera sangre negra.

Lo más interesante es que me casé con una mujer de color. Jessica era de origen nigeriano, era muy guapa, pues tenía una piel delicada, un cuerpo precioso y facciones de mujer blanca. Nos impresionó lo que nos comentó la enfermera cuando nació James. “Es un niño blanco, no se parece en nada a ustedes. Tómenlo con calma”. Por supuesto que ella no sabía que James era exactamente a mí cuando salí del vientre de mi madre. Pensé, no sin cierta ironía, que mi primogénito debía haber nacido negro para luego cambiar a blanco. Me reí alegremente porque sabía que lo mío era una enfermedad y lo de James solo herencia. No, sí lo quieren saber, no. No cambió en absoluto. Tuvo que irse a casa de sus abuelos y formarse con ellos porque no se oscurecía su piel. Mis padres lo amaban tanto que hasta le llamaban William Jr. Al final mi padre pudo irse de este mundo en paz.

Pasaron los años y seguí oscureciéndome. Mi piel era tan negra como la última tonalidad de ese color. Mi pelo se llenó de canas y comencé a padecer los achaques de la senectud. Ahora estoy en las últimas y me he puesto a repasar por última vez mi existencia. Creo que he tenido suerte, pues no a cualquiera le es concedido ser un individuo de dos razas al mismo tiempo. Es asombroso que para mí fue lo mismo. Me sentí bien siendo blanco y negro. Recuerdo el caso de aquel pobre muchacho que se llamaba Michael Jackson. No tenía porqué hacerse tantos tratamientos para cambiar su aspecto. Puedo constatarles y, esto lo digo de primera mano y de todo corazón, que se es negro, blanco o amarillo en el exterior, pero dentro es uno un humano y no debería haber diferencias entre la gente. Somos todos hermanos.

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