Estaba harto de las ridiculeces del servicio. Querían hacernos hombres responsables y con una fuerza de voluntad inquebrantable para defender la patria, pero el método era estúpido. Ninguno de los oficiales que estaban al cargo eran de carrera, lo que significaba que se habían ganado sus grados con mañas, fuerza y brutalidad. Tener una posición favorable les elogiaba su ego y aprovechaban cualquier situación para vengarse de lo que les habían hecho en su día.

Ese sábado lamenté mucho que me hubiera tocado bola blanca en el sorteo de los nuevos conscriptos. Había ido con mi amigo Armando que había rezado tres meses y se había encomendado a todos los santos para no ir a marchar. Yo, en cambio, lo había tomado con calma. Había echado cuentas y como todo mundo sabía que las posibilidades eran del cincuenta por ciento, que es alto, tanto para lo bueno como para lo malo. Me decliné por el lado malo y me fui preparando moralmente por si me tocaba hacer la mili. Mi amigo no estaba preparado, él se hubiera muerto si le hubiera tocado la bola que saqué yo, pero desde el cielo le mandaron su ángel para que sacara el color negro. Es paradójico que hayan puesto el blanco como condena y el negro como liberación. Pues, allí estaba ya, asignado al tercer batallón de infantería con el pelo a rape, mis vaqueros, los tenis y mi sudadera blanca.

Por la mañana habíamos tenido instrucción de orden cerrado y estábamos esperando a que nos mandaran en los camiones al Zócalo para hacer el juramento de bandera. Nos recibiría el presidente y el general de las fuerzas armadas. Llegamos a las siete y nos mostraron la distribución de las compañías. La mía estaba en medio y llegamos con nuestro teniente, nos puso en los pelotones y nos paramos en nuestro sitio. Nos ordenaron hacer descanso a discreción. Estábamos de pie y faltaba una media hora para que aparecieran en el palco del Palacio Nacional los hombres más importantes del país. Finalmente, a las once de la mañana nos ordenaron el “Firmes, ya”, así que nos pusimos erectos con las manos agarradas por delante del cuerpo y esperamos. El discurso fue largo y hacía mucho calor. Algunos muchachos que no estaban acostumbrados al fuerte sol, se empezaron a doblegar. Con dificultad resistían y hasta lloraban. Lo malo es que exactamente enfrente de mí, uno de mis compañeros, a quien recordaba por su buena disposición a ayudar en los momentos difíciles, se empezó a convulsionar. Se cayó al suelo y empezó a patalear. “!¡Es epiléptico, con una chingada madre!” dijo el teniente enfadado. Me adelanté para ayudarlo, pero de inmediato me dieron la orden de no intervenir. “Quédese quieto y no se meta, cabrón”. El pobre Hermilo, que era como se llamaba nuestro compañero, no era epiléptico y le estaba dando un ataque de nervios en ese momento. Me le acerqué y le ayudé a levantarse, no se me ocurrió otra cosa más que darle un chicle de los que traía en el bolsillo y se recuperó. Nos incorporamos a las filas y el empezó a mascar discretamente. Oí al teniente que me dijo que estaba arrestado. No sabía y, tampoco me importaba en ese momento, lo que me pudiera suceder porque estaba satisfecho de haberle sido útil a mi compañero.

Lo malo vino después cuando se dio la orden de romper filas y todos a su casa, menos Hermilo y yo. Están arrestados, mis queriditos niños. Así decía el teniente cuando se disponía a hacer algo malo. Nos montaron en el camión y nos llevaron de nuevo al campo militar. Nos asignaron una celda en la que no había camas y los soldados rasos que habían sido castigados nos miraron con indiferencia. Nadie quiso hablar con nosotros y nos quedamos sin almuerzo y cena. Pasamos una noche de perros. Dormimos en el suelo de cemento sin mas almohada que las palmas de las manos y amanecimos de mal humor. Nos llamaron a las seis al comedor. Noté que los soldados llevaban una cuchara pequeña en sus bolsillos del uniforme y entendí que era el único utensilio del que gozaban, pues cuando nos sirvieron el desayuno no había cubiertos. Para no quedarnos sin comer, porque los soldados que habían servido comenzaron a recoger las bandejas de comida en cuanto llegaron de nuevo a la primera fila, nos llenamos los dedos de frijoles, huevo y atole espeso. Salimos pensando que nos dejarían marchar porque el castigo era por un día nada más. Preguntamos por nuestras pertenencias y cuando ya íbamos a los vestidores por ellas, nos llamó el teniente.

¡Eh, chamacos! ¿No quieren hacer un poquito de deporte antes de irse? Nos dijo con una sonrisa sarcástica. Media un metro ochenta y pesaba unos noventa kilos. Abusaba de su condición siempre que podía y consideraba a los conscriptos unos bichos a los que debía destruir. Vamos a practicar un poco de boxeo, dijo señalándonos un grupo donde los soldados se ponían las vendas y preparaban sus guantes para entrenar. Nos fuimos con él y cuando estábamos con los otros subordinados, el teniente preguntó quién de nosotros se quería poner los guantes con él. A mi me aterró la idea porque no sabía golpear y seguro que al aceptar lo único que ganaría, sería llevarme una golpiza y quedarme arrestado un día más por golpear a un oficial. Me sorprendió que Hermilo, muy tranquilo, aceptó y se quitó la sudadera, pidió unos guantes y comenzó a hacer estiramientos. El teniente lo vio bajito, delgado y se rió de verdad porque le sacaba unos quince centímetros de altura y pesaba treinta kilos más. “Te voy a mandar al hospital nenito, piénsatelo bien. No querrás que hoy sea el último día de tu vida, ¿no?”. Se adelantó y se puso en guardia. Dejó claro desde el principio que era peso completo y se puso a imitar a Mohamed Ali. Hermilo, muy tranquilo se paró enfrente de él, levantó la guardia y esperó el ataque. Con los primeros movimientos nos dimos cuenta de lo que iba a pasar. El teniente no podía asestar un solo golpe y Hermilo metía ganchos cortos y rectos con una velocidad increíble. Al principio no tiraba con fuerza y solo marcaba los sitios descubiertos en la guardia de su contrincante, pero después sacó la dinamita y con dos derechazos derribó al oponente. “!Dios!, ¿qué le has hecho, cabrón? —gritaron los soldados cuando vieron ensangrentado al teniente—. Los va a castigar de verdad, pendejos”.

No nos castigó y se fue a lavar muy encabritado. Yo estaba muy nervioso porque me imaginaba que no íbamos a salir de allí vivos, pero Hermilo me dijo que el año anterior, su hermano había recibido una paliza del teniente y que se había comprado una bola blanca para hacer el servicio. Había sobornado a medio mundo para que lo pusieran en nuestra compañía y había fingido su ataque de epilepsia para que lo arrestaran como a su hermano. Entonces entendí la frase que le dijo al teniente cuando lo miró con odio y le gritó que era un mal nacido. “Es para que aprenda a no golpear a los conscriptos, cabrón”.

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